¿Os
parece normal que, al cabo de muchos decenios, haya querido vengarme de mi
mejor maestro? ¿Soy un tipo desagradecido, me ha envenenado la vida o tal vez he
resultado contagiado por el caos mental que observo a mi alrededor? Pero así ha
sucedido, el caso es real, no tiene nada de ficticio, ni usaré florituras para
contarlo, aunque tal vez no pueda llamarlo propiamente venganza, sino... vete a
saber.
Al
cabo de varios decenios, que para ser más concreto diré que han sido casi 60
años, he tomado la decisión de dar en las narices a un individuo a quien
considero uno de los mejores profesores que tuve en mi adolescencia. Y lo he
hecho a través de una fórmula que en aquellos lejanos amaneceres soñé como
remota posibilidad. Una fórmula que él propició, sin sospecharlo.
Hace
algún tiempo publiqué un libro de relatos titulado El látigo del diablo. No es algo ficticio. Se puede encontrar la
referencia en los registros bibliográficos, en la Biblioteca Nacional, a través
de Google… podéis comprobarlo, está a la venta. En la dedicatoria impresa,
página 5, se cita con nombre y apellidos al mencionado profesor. Tras de lo
cual añado: “maestro siempre y ahora amigo, que despertó mi afición a
escribir”.
Cuando
se publicó, le hice llegar un par de ejemplares que el hombre, bastante sorprendido,
agradeció. Ya nos habíamos reencontrado algún tiempo antes y establecido una cierta
amistad a través de un compañero de estudios que mantenía relación con él
porque se dedicaba también al mundo de la enseñanza.
Yo,
en cambio, lo había perdido de vista porque la vida me llevó por otros
derroteros, pero lo recordaba siempre. Ahora vivíamos en la misma ciudad. ¿La
casualidad? Nos citamos. Por supuesto, no le previne de mi maniobra. Quería
jugar con el factor sorpresa.
El
día convenido, acudí a visitarlo. Agradeció la dedicatoria y me animó a seguir en
la brecha. No era el primer libro, ni el segundo, que aparecían en mi catálogo
personal, pero sí uno de los que perfilé con mayor esmero.
¿Un
libro dedicado con afecto y agradecimiento puede encerrar una venganza? Me
corregiré: quizá la palabra oportuna sea resarcimiento.
Os voy
a contar una historia, os confesaré el origen remoto, no solo de El látigo del diablo, sino de los libros
anteriores y de los posteriores, que suman ya un par de docenas.
La
afición a escribir me viene de familia y la he compartido con algunos de mis
hermanos, sobre todo con el tercero. Despuntó en un internado de frailes donde
pasé una parte de mi adolescencia. Hubo un episodio que me marcó. Fue a los 12
años. El profesor de literatura a quien me refiero, nos mandó hacer una
redacción a partir de la Sinfonía del
Nuevo Mundo, la famosa obra de Antonin Dvorak, algunos de cuyos fragmentos
nos hizo escuchar. Yo tenía un primo lejano en el curso superior, a quien
comenté el tema y del que recibí algunas ideas vagas. Pero puedo jurar que hice
la redacción en solitario. Sin embargo, el profesor no lo creyó así y me lo
recriminó, tras ponderar públicamente su buen nivel.
Me
sentí humillado, herido, desconsiderado, y en ese recodo secreto del orgullo
adolescente que se agazapa tras una actitud sumisa (menudos tiempos aquellos), me
propuse que algún día yo sería escritor.
No
hay mejor manera de estimular una pasión o una tendencia que obstaculizarla. Esa
ha sido mi venganza.
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