Mi hermano es un tipo curioso. Hace tres meses se fue
a vivir a la costa. Le priva el mar desde niño. Tal vez sea cosa del nombre: le
pusieron Marino. Asegura que la vida nació en el agua y quiere estar cerca de
la fuente de la vida. Siempre ha sido un hombre especial. Combina lo primario con
lo fantástico. Sus industrias son de lo más original. Ahora le ha dado por
establecer un supersistema de comunicación.
Un amigo común teme que se haya vuelto majara. Según sus
informaciones, está ensayando una fórmula para enviar mensajes a las personas
que vivimos también en la costa, aunque sea al otro lado del océano, como es mi
caso.
Llevo un mes sin noticias suyas. Ya no utiliza la Internet
ni el correo postal aéreo, como hacía antes. Ahora su sistema es distinto. La única
información que tengo es que hace un par de meses me escribió una larga
epístola a mano, con pluma de ave y tinta fabricada por él mismo. Me contaba
sus últimas peripecias, dando algunas pistas sobre la marcha de sus industrias.
Luego me la envió, nuestro amigo fue testigo. Por él conozco el procedimiento.
Mi hermano se agenció una botella Salmanazar, de las
que usan los bodegueros para envasar 9 litros de vino. Después de limpiarla
concienzudamente, la puso a secar. Al día siguiente introdujo en ella los
folios que me había escrito y, antes de lanzarla al mar desde la playa, metió
dentro una paloma mensajera para que el envío no perdiera el rumbo.
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