Giraba y
giraba sobre mi cabeza. Aunque pudiera ser que estuviera girando y girando bajo
mis pies. No estaba yo muy seguro de mi postura. A veces me parecía que iba de
izquierda a derecha, y a los pocos segundos lo hacía a la inversa. Pero no era novedad
que fuera de derecha a izquierda, sino de dentro afuera –en ocasiones de fuera
adentro–, una girología geométrica de proyección cósmica difícil de explicar.
Pudieron pasar horas, días, meses o años, porque el tiempo se había suprimido.
En determinado momento, un pequeño ser meticuloso se presentó ante mí. No
temblé, lo aseguro. Le planté cara. Es más, le ordené que se diera la vuelta.
Lo hizo. Detrás de él no había nada, su espalda no existía. Entonces yo giré
sobre mis talones y dejé de verme. Aquella inexistencia nos congratulaba a los
dos porque sonreíamos imperceptiblemente felices. No pude comprobarlo, pero la
sensación de sonriencia era segura. También nueva, como recién nacida al par de
la creación, como surgida al mismo tiempo que la fundación del universo. Hasta
aquí puedo contar. El resto es ciencia ficción.
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