Lo
veía cada noche por la mirilla de la puerta de casa. Me alertaba de su llegada
el zumbido del ascensor. Todos los días, menos los sábados, aparecía en torno a
las 10. Los sábados son días casi vacíos, domésticamente hablando, para todo el
mundo con posibles: se sale de viaje, se acude a la segunda residencia, se
organizan cenas de postín…
Desde
hace dos semanas, lo veo salir del ascensor con una mascarilla de grandes
dimensiones, una mascarilla gigante. Soy un vigilante compulsivo, no sé si por
vicio o por virtud. En todo caso, lo tengo controlado. Es el recogedor de la
basura a domicilio. Está contratado para eso por la comunidad. Hace su trabajo
con precisión. Observo que si queda en el suelo algún resto de suciedad, tras
retirar las bolsas al lado de cada puerta, lo recoge pacientemente con las
manos hasta dejar limpio el pavimento. Ahora lo hace con mayores dificultades,
porque los guantes negros y espesos limitan la precisión de sus movimientos.
Si no
fuera por las actuales circunstancias, su aparición a horas tan tardías, con el
solemne mascarón cubriéndole el rostro y los guantes amenazadores ocultándole
los dedos, lo convertiría inmediatamente en un potencial asaltante de
viviendas. Por eso vigilo cualquier ruido en el rellano de mi planta. En la
medida de lo posible, tengo también controlados los movimientos de mis vecinos.
No es mera curiosidad, sino precaución, la mejor estrategia de defensa ante lo
imprevisto.
El
pasado sábado escuché el rumor del ascensor a las 10 de la noche, una hora inusual.
Me llamó la atención. Apenas hay movimiento en la escalera estos días, y menos
tan tarde. Salvo él, nadie usa el ascensor a partir de las 8. Tras los aplausos
en los balcones, la gente se refugia en la intimidad de sus viviendas. Yo vivo
en la última planta, la más silenciosa, porque aún es menor el ruido en los
pisos altos.
Pero
el pasado sábado apareció él, inesperadamente. No había bolsas de basura en el
rellano. Observé que miraba hacia las tres puertas de la planta, las de los vecinos
y la mía. A los pocos segundos, sonó el timbre. Yo tenía el ojo pegado a la
mirilla y apareció su rostro puntiagudo, como el espolón de un barco. En cuanto
abrí la puerta, se retiró dos metros hacia atrás y me preguntó si tenía basura.
Le respondí que sí, pero que los sábados nunca la sacaba. Me dijo que a partir
de entonces haría el servicio durante toda la semana, sin excepción. Le recordé
que no tenía ninguna obligación, que en su contrato estaba claro. Con una
sonrisa, ahogada por la máscara, me dijo que la salud de la comunidad le
preocupaba más que su contrato.
Desde
ese día, a las 10 y media en punto de la noche, todos los vecinos de la
escalera salimos a las puertas de nuestras respectivas viviendas y aplaudimos solidariamente
durante dos minutos.
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