PUNTAPIÉ
Nací diestro
de pies y manos. Parece que somos mayoría los que venimos así al mundo. Sin
embargo, el corazón lo tenía a la izquierda. Llegada la edad, supe que eso
también era lo normal. Lo contrario lo llaman situs inversus, una descripción que tiene la solemnidad del latín.
De niño me
aficioné al fútbol y escalé grados en el club de mi tierra. Partido a partido,
me fui ganando la confianza de los directivos. De benjamines pasé a alevines, cuando
crecí fui cadete y luego juvenil. Del juvenil di el salto al filial, y del
filial acabé con ficha en el profesional. Siempre estuve en la reserva, porque
mi rendimiento como delantero era medianejo, que en lenguaje bravo quiere decir
mediocre.
Cuando de
nuevo me llegó la edad, pasé a los veteranos. Seguía en la órbita del club,
como esos militares que están en la reserva por si se desata un conflicto
mundial y tienen que volver a tomar las armas. Yo estaba dispuesto a todo, y se
me presentó la ocasión al lesionarse los tres extremos izquierdos de la primera
plantilla.
Un día me
convocó el entrenador, aunque de entrada ocupé plaza en el banquillo. Para
fortuna mía y desgracia del equipo, también se lesionó el carrilero izquierdo,
que pertenecía igualmente al grupo de los veteranos, y el míster me llamó para
sustituirlo. Apresuradamente me despojé del chándal, en enfundé la camiseta y
salté al césped.
Lo hice con
un enorme sentido de la responsabilidad. Aquel era un partido importante, una
eliminatoria que nos haría ascender de categoría. Yo nunca había metido un gol,
lo que explica mi situación en la reserva desde que pasé al primer equipo. El lance
estaba a punto de terminar con un empate a cero, que daría lugar a la
impredecible tanda de penaltis.
Medio minuto
antes de que el árbitro señalara el final de la segunda prórroga, me llegó un
balón por la izquierda y chuté con enorme furia hacia la meta contraria. Fui el
primer sorprendido de que aquello fuera gol. Tal vez el primero y último de mi
carrera deportiva, pero en cualquier caso crucial. Sonaron gritos victoriosos,
pero el más rotundo fue el alarido de mi mujer al propinarle un tremendo puntapié,
porque duermo a su derecha y esa era la pierna que tenía libre.
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