INFELIZ NAVIDAD
No tengo la culpa de ser tan borde. Si
me pusiera a explicar las causas remotas, tendría que retroceder dos siglos, y
no tengo aguante para tanto. No es que lo digan los médicos, es que lo
afirma el calendario. Y sobre el futuro, quién sabe qué, ni siquiera
quién sabe dónde, como pretendía averiguar aquel muchachote tan dinámico en la
tele hace medio siglo o más, quizá tres cuartos, con esto de la aceleración cósmica
que gobierna la teoría de la relatividad, aunque Mihail me reproche mezclar
churras con merinas. Así que lo único que tengo seguro es un presente
caótico. “Noche de Dios, noche de paz” va a cantar mucha gente que ni cree
en Dios ni desea la paz. Las creencias son origen de conflictos y el conflicto
es ocasión de negocio. Así es este puñetero mundo. Lo aborrezco. Sufro un
esguince de tobillo. Una dolencia aguda a mi edad. Lo tengo meticulosamente
vendado. La enfermera me lo trató con especial devoción. Qué fortuna el cambio
de actitud de las mujeres. Aunque uno sea un viejales. La inocente no me
ha hurgado las intimidades. Mejor así. Le hubiera contagiado mi amargura. La
voy a vomitar pronto en cuanto llegue a la ciudad de Tur, que tiene un puente
entre sus dos barrios por donde el vacío se arroja con desesperación. Llegará
el día. De momento camino por la calzada en una calle de
dirección única en la ciudad de Zar. Camino por donde voy con la intención
puesta. Nada de aceras, que son estrechas y con baldosas incómodas en las que te tropiezas al
menor descuido. De ahí procede mi esguince. Así que por la calzada. El
pavimento es plano, es una valoración optimista, no todo han de ser amarguras
en estas fechas simpáticas. A ambos lados hay vehículos aparcados. Son de las
viviendas contiguas, que carecen de garaje. Ni un hueco. Cuánta ceguera urbanística
en esta urbe. Veo que avanza de lejos un coche rojo, grande, pomposo, de alta
gama, a mucha más velocidad de la permitida. No es fácil calcular el exceso a
esta distancia, pero si no son 72 kilómetros,
son 78, a simple vista, cuando el límite está marcado a 30. Algún tipo
prepotente. Le faltan dos metros y medio para cruzarse conmigo cuando mi
tobillo derecho flaquea, doy un traspié y caigo sobre el pavimento. A lo ancho.
El tipo no tiene otra alternativa que atropellarme o lanzarse contra uno
de los vehículos aparcado a su izquierda. Ha elegido el mal menor. Un tío listo.
No compensa matar a un tullido, porque el agravante es carísimo. Sale vociferando,
pero estoy en el suelo y tres transeúntes solidarios arremeten verbalmente
contra él. Se suma de inmediato el dueño del vehículo embestido, que ha
bajado veloz desde su piso al oír el estruendo. Ya son cuatro personas las
que le increpan. Yo quieto, horizontal, en un silencio cáustico. El conductor
acelerado se encabrita. El dueño del vehículo ultrajado –hay quien prefiere que
le rompan una costilla a que le raspen el auto– se enfrenta con él. Está harto
del exceso de velocidad en su calle. Primero gritan las palabras, después los
puños. El último grito suena junto al pavimento, ilustrado con un
reguero de sangre. Hace juego con el color del vehículo asesino. Acude la
patrulla policial. Atestado. Hay dos letras que comienzan por C. Oscilan
en el horizonte. Cada una marca un destino para cada contendiente. El del Cementerio tal
vez encuentre a Dios, pero tiene asegurada la paz. El de la Cárcel
posiblemente escuche la misma cantilena durante diez o doce años.
Incluso se apuntará al coro polifónico del Centro penitenciario cuando vea que
en el túnel del tiempo comienza a vislumbrarse tenue la luz de la alborada. Para
entonces ya me habré encontrado con la otra víctima, el pomposo dueño del
vehículo rojo, pero en una dimensión sin medida. Le pediré perdón por haber
sido el causante indirecto de su desgracia. Le aseguraré que no volverá a repetirse.
No mencionaré mi intención. Quiero evitarme su odio eterno.
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