Disonancias,
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FAMILIA Y POLÍTICA: DOS
MUNDOS EN CRISIS
Francisco Javier Aguirre
En el plazo de una
semana, el Teatro Principal de Zaragoza ha ofrecido dos obras de gran calidad
que muestran dos mundos en crisis: la pareja y la política. El primer espectáculo
se titula ‘Maridos y Mujeres’, y el segundo ‘Poder Absoluto’. Ambas temáticas
están de plena actualidad.
‘Maridos y Mujeres’ es
una versión para la escena a partir del guión que Woody Allen utilizó para su
película del mismo título, en 1992, una de las obras contemporáneas que mejor
narran y diseccionan la complejidad de las relaciones de pareja. La versión de
Alex Rigola en esta producción del Teatro de la Abadía está españolizada, y es
perfectamente aplicable a nuestra situación actual, que en tantos aspectos ha
copiado pautas de conducta propias de la cultura norteamericana. Dos parejas,
amigas entre sí, se separan sucesivamente, y una de ellas se vuelve a reunir, dando
origen a situaciones cómicas no exentas de dramatismo.
‘Poder Absoluto’ es
una obra original de Roger Peña Carulla ambientada en Austria y basada en un
hecho real: un eminente político del país, con un importante cargo en las
Naciones Unidas y aspiraciones de convertirse en presidente de la República,
oculta un pasado vergonzoso como colaboracionista de los nazis durante la
Segunda Guerra Mundial. Intenta borrar su pasado planeando el asesinato de uno
de los testigos de aquella época, un relevante intelectual que está a punto de
desenmascararlo. Recurre a un joven y ambicioso político de su partido para
ejecutar el crimen. La confrontación entre ambos descubre la miseria de la
política y muchas de sus lacras, entre ellas la financiación irregular y
delictiva.
Tanto en una obra como
en la otra está perfectamente reflejada la situación española actual. Por una
parte, el caótico mundo de las relaciones interpersonales que discurre hacia una
vorágine que desorienta tanto a sus protagonistas como a quienes les rodean.
Por la otra, el proceloso mundo de la alta política, preñado de complots,
mentiras, tradiciones y maniobras oscuras, donde todo vale con tal de conseguir
el poder.
Ambas piezas plantean
una crítica feroz a la corrupción que se da en los niveles personales y en los
públicos; una crítica que en general no pasa de motivar –y en algunos casos
incluso de irritar– a los espectadores, pero inútilmente porque a continuación
no sucede nada. Sigue habiendo el mismo desconcierto entre la gente, la misma
falta de ética y de dignidad, idéntica frivolidad en las relaciones
interpersonales, el mismo desconcierto, tanto más lamentable cuando están de
por medio los sentimientos. Los elevados índices de peleas, desencuentros, infidelidades,
enfrentamientos, separaciones y divorcios entre las parejas son un testimonio
irrebatible del caos personal en el que nos desenvolvemos colectivamente. No
hay un estudio consistente de la psicología contemporánea, tanto a nivel
individual como colectivo, que implica una dinámica distinta en las relaciones
interpersonales. Se aplican las viejas fórmulas de tiempos pasados que no
encajan en los nuevos planteamientos.
Lo mismo ocurre en el
campo de la política. Las situaciones extremas por las que atravesamos
actualmente en muchos países buena parte de los ciudadanos, no provocan cambios
sustanciales en quienes los dirigen. A lo sumo lamentan los pacíficos suicidios
de quienes se arrojan desde sus viviendas antes de ser desahuciados, y se dejan
informar, pero mirando hacia otro lado, de las innumerables críticas y manifestaciones
de la gente cuyo malestar está llegando a extremos insoportables.
‘Nunca pasa nada’ fue
una película que hace 50 años dirigió Juan Antonio Bardem; su título podría
aplicarse perfectamente a la situación actual si tenemos en cuenta la actitud
de quienes debieran liderar la regeneración moral y social de nuestro tiempo.
Volviendo a las obras
representadas, valoro muy positivamente la interpretación que realizaron Luis
Bermejo, Israel Elejalde, Miranda Gas, Elizabeth Gelabert y Nuria Mencía en ‘Maridos
y Mujeres’. Los tonos y los ritmos fueron perfectos, los movimientos bien
calibrados, y la versión de Rigola muy atinada, alternando los diálogos con
algunos monólogos dirigidos al público, como diciendo a los espectadores que la
cosa iba muy directamente con ellos. Una escenografía sencilla pero eficaz, muy
próxima a los espectadores, facilitó la integración de éstos en la trama.
Por el contrario, y a
pesar de una puesta en escena sumamente plástica, la interpretación de Emilio
Gutiérrez Caba, y sobre todo la de Eduard Farero, no fue del todo convincente.
El primero, sobre el que reposaba el grueso de la acción, se manifestó con
excesiva vehemencia, sin la pausada sutileza y el aplomo que exigía el caso.
Aún fue más evidente la desproporcionada sobreactuación del segundo, repitiendo
gestos mecánicos y contradiciendo con su tono verbal la sutileza conceptual que
encierra su personaje. Y aún puedo señalar un dato escénico negativo en ambos:
en los recorridos sobre el escenario hay que tratar de no dar la espalda al
público ni al partenaire cuando uno debe girarse para volver sobre sus pasos.
Los dos actores lo hicieron reiteradamente.
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