PRELUDIO
Un
sobre cerrado, lacrado, una pesadilla. Largo, antiguo, rugoso, rasposo, pesado,
oscuro. Un féretro de papel en madera muerta. Luis Murillo lo miraba cada día a
distancia con sus manos tensas, lejano en la última balda de la estantería,
galopando por el aire prieto de su celda la tentación de abrirlo. Dentro de la
mirada del hombre cruzaba una sombra, el zigzagueo de un féretro blanco que el
tiempo había vuelto invisible. El sobre contenía una noticia y su prohibición,
la prohibición de saberla. Voces ciegas galopando también entre sus parietales.
La ansiedad de saber, el pánico frenando. Su mente oprimía una y otra vez el
enigmático sobre prohibiéndole acariciarlo entre sus dedos nerviosos. Un deseo
brutal le quemaba el pecho, el incendio de la voluntad, el estrépito del
combate interno. No se puede contrariar
la voluntad de una madre moribunda. Menos aún si la donante es ciega y se le
puede engañar sin riesgo. No sin riesgo, definitivamente no. La visión interna.
Los ciegos ven a través del susurro del aire, de las miradas cómplices, de los
gestos escondidos, de los rumores quietos. Los ciegos ven hacia dentro. Ven el
alma o lo que mueva la arquitectura del organismo. Pero el sobre era suyo. Le
urgía el contenido, lo que dijera u ocultara, lo que pudiera sugerir. Se
trataba de una revelación que no pudo descifrar en la mirada vacía de la
anciana. Un secreto oscuro, una noticia tremenda, la confidencia final.
Indudablemente. El enigma allí guardado le producía pánico. Una carta
manuscrita entregada con sigilo a su único hijo por una madre agonizante
produce necesariamente pánico. ¿Qué querría decirle que no debiera saber ya?
Aquella revelación póstuma le iba a complicar la existencia. Tuvo esa
intuición. Un ciclón de inquietudes le circulaba desbocado por el pecho.
Temblaban sus manos. Temblaban sus piernas. Siempre el temblor. Iba a cumplir
sesenta y cinco años y había temblado mucho. Su vida parecía un plano
horizontal desde que la recordaba, eso creía todo el mundo, pero el remanso era
ficticio. Su vida, en realidad, había sido un ruinoso amasijo de inquietudes.
Ahora se trataba de su madre. Un temblor en su raíz profunda.
Su
madre. Una mujer siempre ausente por voluntad ajena que ahora regresaba a su
existencia desde el lecho del dolor. Estaba enferma, pero mantenía sus luces.
Unas luces ciegas desde que la diabetes le arrebató la vista. En el asilo no
había medios para atenderla. Cuando la
llevaron al hospital, empeoró.
–Es
una carta, hijo, una carta; la escribí hace tiempo, para cuando me fuera a
morir: ya falta poco; no la abras antes, por favor. Es un secreto, un secreto
fuerte para ti; no la abras antes, te lo pido por favor, hijo mío, por favor, por
lo que más quieras.
La
mirada vacía, el rostro contraído y las lentas manos agarrotadas de una madre
moribunda añadían una carga de profundidad a la misiva misteriosa. Era un
secreto al alcance de las ansias de un abrecartas de latón, de la voracidad de
unas uñas nerviosas. Pero no se debía contrariar la voluntad de una persona que
veía cercano su fin, la voluntad de una persona, simplemente. Menos aún la de
una madre de voz trémula suplicante. Aunque podía tratarse de un asunto vital,
de una cuestión urgente, algo a lo que llegar a tiempo antes de que ella
desapareciese, antes de que las alas de la muerte la condujeran a ningún sitio.
Se
estremeció al pensarlo y rechazó la idea. Su madre iría al cielo, a un paraíso
sin sombras; se lo había ganado, le aguardaba un porvenir luminoso, recuperaría
la visión de la felicidad. Ochenta y cinco años de méritos, al menos ochenta.
Los cinco primeros transcurren dentro de un aura feliz, aunque sea humilde,
incluso grisácea: una felicidad gris. Cuando nació su madre, Europa estaba en
guerra, pero en España se podía vivir. Su familia campesina tenía un día a día
suficiente; es lo que siempre oyó durante su infancia, como contraste a las
penurias que la guerra civil había depositado en sus primeros años, que fueron
más de cinco.
El
hombre hizo un gesto de aceptación con la cabeza. Descomprimió el rostro. La mirada
ausente de su madre tenía un destello de luz cuando sigilosamente le entregó la
carta sabiendo que no había testigos. Lo hizo a escondidas, en la sombra, con
un susurro a su estilo. El recordarlo le hizo estremecer.
La
sombra, siempre rondando la sombra, el miedo, la precaución, el sigilo, la
sombra. Había muchas en sus vidas, en la de él, en la de ella. Decenios de
preguntas sin responder, de secretos sin descifrar. Y ahora una carta entregada
al anochecer, después de que todos se hubieran marchado, después de que la
auxiliar acabara de retirar las sobras de una cena que no había tenido
comienzo, una bandeja sin empezar.
–Abre
mi bolso, hijo, y busca un sobre largo que está al fondo, debajo de todo.
Las
cartas respiran mejor en la oscuridad, cuando están solas, cuando son las
únicas criaturas que aletean en la noche del alma. La noche oscura. San Juan de
La
mirada de su madre. Perdida en una lejanía de misterio. Esquiva siempre. Opaca
desde que murió su último marido. Mirada de luto perpetuo. Nunca recordaba él
haberla visto sonreír. Ahora tal vez sí, un pálido gesto de sosiego, la sonrisa
interna. La carta podía ser un relato de todos sus dolores, o de los más hondos;
tal vez era simplemente un desahogo. La placidez del gesto ciego. Lo deseó así,
pero su agitación interior decía otra cosa. El misterioso sobre podía contener
un secreto nefando, algo que no hubieran podido soportar la boca de ella ni los
oídos de él. Una incógnita sin signos delatores. No, sería algo más sencillo,
una súplica para cuando faltara. Sus manos juntas anticipando el gesto funeral
de un buen cristiano. Quizá le encargara algo que ella no pudo hacer. O le
confesara cosas que aún no debía saber. Una revelación sin futuro. Hay cargas
sepultadas en la memoria que emergen cuando el tiempo se acaba.
Tenía
que salir de dudas. Cuanto antes. Porque podía tratarse de una simpleza que no
mereciera tanta inquietud. La vejez achica las cosas graves y agranda las minucias.
Abriría el sobre. Si ella se enteraba, lo maldeciría, pero no tenía por qué
saberlo. Mentiría cuando le preguntara. Aunque tal vez no lo hiciera, no
reclamara nada, no le quedara aliento. No le quedó, no lo hizo. Además, hubiera
significado que temía la desobediencia de su hijo y que el impedimento era sólo
una estrategia. La mejor manera de inducir a algo es prohibirlo.
Sí,
era probable que su madre deseara informarle ya. De lo contrario, hubiera
confiado el sobre a otra persona para que se lo entregara tras su muerte.
Vistas así las cosas, no tenía sentido esperar. Si lo que decía la carta era
algo que debiera ocultarse, lo haría. Se lo juró a sí mismo por lo más sagrado,
por Jazmín, por Mila, por su propia madre. Pero no podía ni debía resistir más.
Sus noches se estaban convirtiendo en una oscuridad de vértigo, en una colmena
de insectos venenosos, en un látigo de perplejidades, en un delirio de tiempos
imposibles. Y cada nuevo día traicionaba las promesas de la recobrada luz.
Una
mañana, aún sin amanecer, lo abrió. Se quedó seco, helado. Perdió la voz, los
latidos, la respiración. Pensó que perdería la vista. Había descubierto el
verano sus largos brazos y de los prados que rodean Zapiain se levantaba una
bruma fresca, aún oscura e imprecisa. Se vistió precipitada, desmañadamente.
Sin asearse, incapaz de todo, bajó tembloroso a la capilla. El temblor. Infinitos
siglos de temblor. Allí estaba, en desolada soledad, cuando el padre Zaberri,
el prior, entró a comunicarle que su madre había fallecido aquella madrugada.
El doctor Lombarte, médico de la comunidad, le había dado la noticia por
teléfono.
*
* *
Hace
sólo dos meses que murió la señora Benedicta. Se fue despacio, sin sonrisa, con
un sosiego lejano amansando sus últimos dolores. Así se lo dijeron quienes la
amortajaron. Aún no ha asimilado el golpe. La partida de una madre es el mayor
robo que perpetra la naturaleza. Los hijos son frutos de la vida, pero el
origen de la realidad íntima es propiedad exclusiva de uno mismo. Cuando muere
la madre, le extirpan al hijo su raíz.
Sin
embargo, tras recibir el impacto, tras sentir desintegrarse el universo dentro
de sí, se ha ido apoderando de su alma un lento sentimiento de paz. Las
primeras líneas de una carta encerrada en un sobre ajado y oscurecido por el
tiempo han sido un gran regalo, un regalo enorme, un regalo definitivo aunque
tremendo. Ha vuelto a leerla: “Hijo mío, te quiero mucho. Perdóname porque
nunca me atreví a contártelo…”. Luis Murillo sabe por fin quién fue realmente
su padre. La letra temblorosa de su madre ha abierto una puerta vital, hasta
entonces oculta, en el edificio de su vida. Un ser humano tiene derecho a saber
quién ha sido su padre, qué sueño dulce o qué impulso fiero ha lanzado al mundo
la semilla que ha fructificado en la entraña de una mujer. Al hombre le
recorren las venas mil serpientes de luz. Se mira por dentro y por fuera, se
palpa el rostro ajado, estira sus dedos con la mano opuesta y busca un espejo
para asegurarse de que aquello no es un sueño. No lo es. Su edificio interior
tiene una nueva estancia con la que no contaba.
Pero
no todo es claro en aquella resurrección interior. Seis días después de morir
su madre le llamó desde Madrid Santos Estráviz, el amigo de su adolescencia, el
hermano de Mila, para darle el pésame por la muerte de la anciana. Le preguntó
por su vida, le animó a superar el golpe y le anunció una visita para el día
siguiente. Tenía un asunto grave que tratar con él. Luis Murillo viajó a su
memoria y tembló. Estráviz le dijo que estuviera preparado porque le iba a contar
algo que le iba a sorprender.
La
oscura confidencia de su colega infantil no encontró cobijo en el sigilo
imposible del teléfono, a pesar de la insistencia de Luis.
–Es
importante, pero te lo tengo que decir en persona. Hablaremos. Agur.
1.
Ha
sonado en el rincón de los palmitos que adornan uno de los patios interiores
del convento el viejo campaneo de la hora santa. Por los azulejos encastrados a
media altura alrededor del silencioso cuadrilátero, impregnado de pasos y
suspiros, resbalan las oscilaciones del anochecer. El hermano Murillo recorre
lentamente el pasadizo que desemboca en el segundo semicírculo del patio. Allí
se abre el portón de la capilla. Un templo lleno de murmullos agazapados en las
bóvedas, arracimados en los muros, serpenteando por el suelo entarimado que
lleva varios años sin lustrar. Está en
el centro del pabellón más antiguo del conjunto de edificios que ahora forman
el Colegio de
Es
verano. En el convento sólo queda una parte de la comunidad, reducida aún más
por la ausencia temporal de tres de sus miembros. La escasez numérica se
compensa con la llegada de dos frailes que están de paso hacia Francia, un dúo
providencial que va a conseguir redondear la cifra.
–Al
menos seremos diez –ha dicho el padre Zaberri al anunciar la ceremonia.
Los
números redondos son una de las obsesiones del prior. Pequeño, enjuto, la
mirada terca, el rostro ladeado, la nariz ansiosa. Sus obsesiones. El doce, el
diez, el siete, el tres, el uno, números primarios y divinos. El diez es una
constelación de significados. Son diez los mandamientos de
–Tomaremos
una copita de licor medicinal en honor de los recién llegados. Está hecho con
plantas aromáticas recogidas en las faldas del Idoizti y en las campas de
Urkiz. Además, hemos de cargar las pilas para la hora santa.
El
hermano Benigno ha traído a la mesa una bandeja con diez copas y la ha dejado
al alcance del prior. Ropa raída, abandono general, un rostro cetrino y los
labios con un rictus de desprecio, el fraile lego tiene la panza en pompa
derivada de sus frecuentes merodeos por la cocina conventual. Con estudiada
parsimonia levanta el padre Zaberri una copa vacía y la hace oscilar ante la
mirada sorprendida de todos. Son demasiado grandes para poderlas llamar
‘copitas’.
–No se
asusten por el tamaño, hermanos, que este licor es sano y de baja graduación.
Además no produce sueño, sino todo lo contrario. Ya lo verán. Lo vamos a
necesitar, porque se trata de una ceremonia muy especial.
La
noche de oración será larga. Comenzará con
Por
otra parte, la ocasión lo merece. El prior recalca la importancia de los
acontecimientos que se avecinan. Por fin Roma ha fijado la fecha para la
beatificación del padre Mario, figura emblemática de
–La
prudencia es una de las virtudes de
El
padre Zaberri pide al hermano Benigno que le acerque las dos botellas que él
mismo ha bajado de su despacho. Una está ya mediada y con ella comienza a
llenar las copas de la bandeja. Los frailes se vuelven a mirar extrañados
porque las está sirviendo generosamente. Todos conocen la severidad de
criterios y el espíritu austero, más bien tacaño, de aquel hombre que lleva
presidiendo los destinos de la comunidad desde hace varios lustros. Ciertamente
se trata de una ocasión excepcional.
Una
vez llenas las copas, pasa una a cada comensal, acompañando el gesto con una
media sonrisa. No es hombre de afectos el prior, lo saben todos, por lo que la
sorpresa crece en los rostros. De la segunda botella apenas queda un cuarto.
Brindan por las celebraciones que se avecinan. Con la mirada un tanto desviada
anuncia a los presentes que, según le acaban de comunicar aquella misma tarde,
acudirán a la ceremonia de Roma tres personas de las que componen la comunidad
del Colegio de
–Debo
explicarles que precisamente en el mes de marzo cumple el hermano Luis los
sesenta y cinco años. Y es casualidad que sea el mismo día 11. Los superiores
desean festejar así su aniversario y premiar su fidelidad a este lugar, en el
que ha permanecido durante más de cincuenta años, primero como apostólico y luego,
tras los dos cursos que pasó en el noviciado, como responsable de los jardines
y del mantenimiento del edificio.
Brindan
los frailes por los acontecimientos que se avecinan y beben el licor aromático
hasta apurar las copas. Extrañamente animado, el padre Zaberri entona la acción
de gracias cantando. Es una antigua advocación a san Antonio Abad que los
mayores han olvidado y los más jóvenes ni siquiera conocen. Tal vez los
padecimientos del eremita en el desierto y su perpetua hambre hubieran alcanzado
algún remedio con elixires florales como el que acaban de tomar. No ha
estudiado mucho el hermano Luis, no se lo han permitido, pero sí conoce la
historia de los santos. Sobre todo de los que sufrieron soledad y apartamiento.
El prior sigue destrozando la vieja canción. Canta él solo. Mira la techumbre
obnubilado. Mueve las mandíbulas con el gesto ácido de quien tritura corcheas.
No es capaz de mantener el tono. Nunca lo ha sido. Aunque también sea una de
sus obsesiones permanentes el de cantarlo todo.
–A las
once, dentro de una hora, nos reuniremos en la capilla –dice una vez finalizada
en solitario su descabalada alabanza al bendito san Antón–. Y usted, hermano
Luis, haga el favor de subir ahora conmigo un momento a mi despacho.
2. DE RODILLAS
Luis
Murillo está de rodillas, con el cuerpo rígido a pesar de la creciente
inquietud de sus nervios y sus músculos. Lleva días comiendo poco. Nota los
huesos buscando piel. Duerme mal. Su mente no descansa. Nunca tuvo vigor en la
mirada, pero a su alrededor la vida ha perdido brillo. Ahora siente cierto
mareo, tras haber estado en el despacho del prior. Sujeta la cabeza sobre las
manos juntas en actitud piadosa. La libera como si deseara que volara a su
albedrío, que se perdiera por los horizontes de la fantasía. Pero no puede
olvidar el asunto que ya le maltraía desde hace dos meses, y menos aún el que
le maltrae desde hace diez horas. Debe pensarlo bien y tomar una decisión.
Durante esta hora santa. La hora santa de todos los demonios. Ahora o nunca. Cavilará
por última vez. No más noches sin dormir. No más titubeos. Aprovechará esta
negra oportunidad. Renunciará al descanso nocturno y se quedará en el templo
meditando. A solas. Sin que le moleste la mirada occipital del prior, ni la
regurgitación del sacristán a sus espaldas, ni la presencia estanca de los
demás frailes. Tiempo de oración, tiempo grave, tiempo solemne. O tal vez
tiempo de pavor y de desgracia, la hora del desplome. El desmoronamiento final
de un hombre taciturno. ¿Qué debe hacer con lo que ya sabe, dónde y cómo
enterarse de los detalles pendientes, y qué pasará si Santos demuestra lo que dice?
Porque le quema el alma el silencio de su madre, más aún que la confidencia que
le hizo.
La
perspectiva del viaje a Roma merodea entre los murmullos desvaídos de su mente.
Del incienso que arde en el altar nacen brumas oscuras. Todo es confuso. El
padre Zaberri ha roto a cantar. Su obsesión, su manía. Un tono más bajo, un
semitono, dos y medio, no tiene norma. Ha comenzado el monótono desfile de los
himnos en su boca torcida y cavernosa.
De rodillas, Señor, ante el sagrario
que
guarda cuanto queda
de
amor y de unidad,
venimos
con las flores del deseo
para
que nos las cambies
por
frutos de verdad.
Las
flores del deseo, los frutos de la verdad. Su madre caminando hacia la lejanía,
su padre llegando de sopetón desde el misterio. La vida se le parte en dos y el
vacío aumenta, se acumula sobre su espíritu lleno de sombras. Suena el cántico
antiguo en la memoria que está haciendo rebrotar su infancia. Más de medio
siglo de reclamos. En aquella misma capilla, en un entorno que mantiene el
viejo latido a pesar de los giros del tiempo. La abundancia febril de entonces
frente a la decrepitud que acecha ahora a esta decena de adoradores presididos
por un hombre detestable.
El
padre Zaberri ha regresado a la sacristía tras exponer el Santísimo. En el
presbiterio oscilan levemente dos incensarios, uno en cada extremo, como si se
movieran al compás de una nana. Luis Murillo pone la mirada hacia dentro. Dios
se retira a distancias infinitas a pesar de que
Sólo
han pasado los primeros minutos de aquella hora santa que durará una eternidad.
Según la teoría del prior, a menos adoradores más tiempo de adoración. La
decrepitud del mundo ha vaciado los templos y apartado a las gentes de su
obligación sagrada. Ni siquiera los alumnos del colegio hacen otra cosa que un
simulacro cuando acuden a las ceremonias. No creen, y si creen no practican.
Tiempo muerto. Los enemigos de la religión están ganando esta batalla. Pero aún
quedan otras, queda la guerra. A sangre y fuego la guerra. Fuego sobre Sodoma y
Gomorra multiplicadas hoy por mil ciudades, por diez mil. Pronto ha de sonar la
trompeta de la desgracia universal. Dios no puede permanecer sordo más tiempo.
Sordo y mudo. Sordomudo y ciego. También a él se le tendrá que acabar la
paciencia. Buscaremos la forma de que se le acabe. El pensamiento iracundo del
prior rebota en las bóvedas del templo. Un aire glacial mana de sus ojos y
recorre los rincones de la iglesia congelando sus amenazas oscuras.
Luis
Murillo separa las manos en las que ha apoyado su cabeza y las coloca cruzadas
sobre el reclinatorio, intentando aplacar el dolor que le quema las rodillas.
No consigue aliviarlo. Por el contrario, los pinchazos se le concentran en un
punto álgido dentro de las rótulas. Sabe que va a sufrir y que de allí no puede
moverse. Dos calambres puntiagudos zigzaguean por sus muslos, ascienden hasta
las ingles y se le juntan formando un circuito abrasador. Tendrá que sentarse.
Pero no. Sería el único. La hora santa no admite concesiones. No se permite
durante ella la menor relajación. Hay que compensar con el sufrimiento físico
la deserción espiritual del mundo. Son las normas del prior, su filosofía
teológica. Hay que reventar antes de permitir que la molicie se adueñe también
de los cuerpos consagrados.
El
fuego le llega hasta los pies. Sale de ellos y vuelve en un círculo infernal a
penetrarle por las sienes. Puede arderle el cerebro, pero seguirá quieto. Si se
mueve, deshará la indolencia compacta de los demás frailes. Despertará la
suspicacia del padre Zaberri y su mirada de látigo. Esa mirada que hiere lo
mismo por la espalda que de frente, por los bajos temblones que por los flancos
occipitales. Luis Murillo, situado en el primero de los tres bancos ocupados
por la comunidad en la zona posterior de la iglesia, sabe bien que los ojos
cruzados del prior son una daga vertiginosa. En segundos le alcanzará el veneno
si se atreve a moverse.
Ahora
comprende por qué se le ha concedido el privilegio. Jamás pensó que formaría
parte de la comitiva que acudiera a Roma el día de la beatificación del padre
Mario. Nadie contó con él en las fiestas que se celebraron cuando fue incoada
la causa. Tampoco al declararlo Siervo de Dios. Nada sabía entonces y quizá
ellos tampoco. Aunque tal vez sí, y lo mantenían en secreto. También a él lo
mantenían en secreto. Siempre lo tuvieron apartado de todo, encerrado en su
jardín, en su cuarto de herramientas, en su invernadero. Ahora empieza a
comprender.
Durante
muchos años no lo supo nadie, salvo su madre. Y el Venerable padre Mario,
claro. Luego se enteraron; no sabe cómo ni cuándo, pero se enteraron, es
indudable. Puede hacer poco tiempo, porque el cambio de actitud es reciente.
Habrán hecho averiguaciones. Tal vez encontraron algún documento o recibieron
alguna información secreta. También es posible que su madre les hubiera
entregado una carta similar. En ese caso tampoco han respetado su voluntad, porque
hará unos dos meses que notó los primeros síntomas. De repente se volvió el
prior más amable, como si estuviera asustado. Quizá fue sólo menos cruel que de
costumbre, pero hubo un cambio. Luego han vuelto a ser las cosas como antes.
Saben o sospechan que él tiene otra carta, que está al corriente de todo. Eso
complica las cosas. Temen su reacción, recelan de su silencio. ¿Y lo que le
falta por saber? ¿Qué es, dónde buscarlo, quién tiene las claves? Si su madre
le puso al borde del precipicio, Santos Estráviz le ha dado un empujón que está
a punto de lanzarlo al vacío.
El
dolor que le nació en las rodillas ha roto el arco inguinal y se extiende por
el tronco, llega a los riñones, alcanza el tórax, afecta ya a los hombros y
desciende por los brazos hacia las muñecas. Le hormiguean los dedos de las
manos como desde hace minutos lo hacen los de los pies. No va a poder aguantar.
El sufrimiento es insoportable. Dentro de un instante su cuerpo se retorcerá
como un sarmiento entregado al fuego. Pero tiene que esperar a que el prior dé
los consabidos golpecitos de alivio sobre el banco para poder sentarse unos
minutos. Mientras tanto, resistirá. Resistirá. También los demás hermanos
estarán sufriendo. Todos menos dos son de su quinta, pasan de los sesenta, y hay
algunos más viejos, incluso uno de ochenta y tantos.
Nunca
ha dado un espectáculo. Ni siquiera la noche siguiente a la muerte de Rufino
Alonso, aquel hombre bueno al que llegó a querer como a un padre, cuando se
sintió víctima de una legión de demonios que despellejaban su piel. Tampoco
hasta hoy padeció de las rodillas. Desde que se hizo hombre no recuerda haber
sufrido dolor alguno allí, aunque no usara la almohadilla. Ahora la tiene para
no contrariar al prior, pero siempre fueron sus rodillas rudas y fuertes. Desde
niño se avezaron a suelos y reclinatorios. Podría haber caminado encima de
ellas con tanta firmeza como sobre los pies. Hoy no. Hoy se le está
desquiciando un universo que arranca de sus rótulas. La destrucción alcanza a
Te adoro, Sagrada Hostia,
pan vivo y alimento
de
los ángeles.
Bajaste
del alto cielo,
viniste
a nuestro altar,
y
en esa Santa Hostia
escondido
estás.
3. TIEMPO DE LECTURA
Es dulce el corazón del tirano. Manuel González está sentado
en lo alto del estrado. Es hombre fornido, de cabeza redonda y carrillos
gordezuelos. Su mirada es brasa apagada. Viste el reglamentario traje negro de
los frailes que no han alcanzado el sacerdocio. Tiene suficiente estatura para
dominar la sala de estudio estando en pie, pero prefiere la autoridad que da un
estrado. Desde allí controla la aplicación de los muchachos a la lectura
edificante. La vida de san Pacomio, de san Antonio Abad, de los Padres del
desierto. Aunque su rostro es severo, su mirada interna se enternece
compadeciendo a las pobres criaturas y su lengua seca musita plegarias sin
mover los labios. Señor, Señor, qué vida les espera a estos muchachos, qué
luchas, qué afán.
En la sala de estudio están reunidos los apostólicos de los
dos primeros cursos. Don Manuel, El Cartujo,
es su prefecto, el praefectus, el que está al frente, el
que gobierna la grey, el responsable de su formación general, el vigilante de
su conducta, el controlador aéreo y subterráneo de sus emociones visibles e
invisibles. Don Enrique, El Peque, el director del aspirantado, le ha confiado
esta delicada labor.
–Atienda usted a estos jovenzuelos con todo el cariño de que
sea capaz. Cuídelos que son muchachos, la esperanza de
–Así lo haré, señor director.
El Cartujo trata de cumplir. Afecto sí, pero que no se note:
control y disciplina por encima de todo. Es el prefecto. Los árboles se
enderezan cuando jóvenes.
Luis Murillo saborea la nostalgia blanca de una infancia sin
padre. Él y su madre han vivido en la escasez, a pesar de la ayuda de los
frailes. No son buenos tiempos para nadie. A los once años recién cumplidos ha
hecho el corto viaje que hay de la ciudad al pueblecito donde está el colegio.
Le ha acompañado el padre Constantino, al que pronto llamará también
Senaquerib, como el resto de los apostólicos. Él se ocupa de buscar candidatos
para
El prefecto baja del estrado y recorre las filas de pupitres
deslizándose lentamente por los pasillos, esos estrechos callejones a través de
los cuales no sólo es posible hablar o pasar desatinados papelitos, sino
también tocarse. Lleva la mirada baja en un gesto de humildad que no impide la
observación con el rabillo del ojo. Los chicos están en mala edad, Señor, once
y doce años, hasta trece, Dios mío, a saber qué oscuro incendio les recorre la
espina dorsal desde el cerebelo hasta el punto pudendo. Qué cantidad de pecados
en potencia, santa María madre de Dios, cuánto peligro, Jesús bendito,
protégelos casto José.
–Voy a hablarles ahora de la pureza; cierren los libros.
El aleteo de las hojas acompaña la agitación de los músculos,
de los ojos, de los párpados; anticipa el nerviosismo de las manos y de los
pies, donde termina llegando la amenaza. Don Manuel les va a hablar otra vez de
la castidad; ¿qué querrá decirles ahora que no hayan escuchado ya?
–El reverendo padre Mariano, nuestro Superior General, ha
escrito que la pureza, que también se llama castidad, es un paño inmaculado
donde una pequeña mancha resalta más que en cualquier otro sitio. Se puede
pecar contra la castidad por el pensamiento, la palabra y la obra. Ustedes
tienen la suerte de estar muy protegidos para lo tercero y bastante bien
educados para lo segundo; pero el demonio, que lo sabe todo, intentará hacerles
caer por el primer camino, o sea el del pensamiento. Pueden venirles imágenes
inconvenientes en cualquier momento, pero llegarán más si no controlan la vista
cuando salen de paseo, cuando atraviesan el pueblo y se detienen a ver
determinadas cosas. Ya saben a qué me estoy refiriendo. Por eso les recomiendo
que santamente lleven la mirada baja al cruzarse con la gente y la eleven al
cielo para pedir ayuda a Nuestro Señor en el caso de que vean acercarse la
tentación. Voy a leerles unos párrafos escritos recientemente por nuestro
Superior General.
Seguirá hablando y leyendo El Cartujo durante una
interminable media hora, envolviendo aquellas mentes frágiles en una nebulosa
de sospechas, de asechanzas, de riesgos y delitos poco claros, pero terribles
en cuanto a sus consecuencias. La imagen de san Luis Gonzaga acercándose a su
madre con la mirada caída, habrá crecido en la retina de los más sensuales.
Muchos de los tiernos oyentes odian desde hoy su mano derecha y, en bastantes
casos, también la izquierda.
Asciende el prefecto nuevamente al trono. La escalerilla
cruje bajo el peso de la culpa naciente, ebria pronto por los muchos pecados
que aquellos infelices cometerán en cuanto desaten sus bridas los corceles de
la concupiscencia. Es dulce el corazón del tirano; nadie podría dudarlo tras
contemplar su mirada satisfecha y esa amenaza de sonrisa que le desplaza los
mofletes a ambos lados de la boca. Acabo de proteger a estos muchachos contra
la corrupción que les amenaza por doquier, bendita y alabada sea la hora.
Gracias, Señor, gracias María Santísima por haberme elegido como instrumento de
Vuestra inagotable bondad para con los pequeñuelos.
Manuel González se siente compensado de la desconsideración
que don Artemio el viejo pone en todos sus gestos. Ese músico de m… perdón,
perdón, Dios mío, he de tener paciencia con los hermanos descarriados, que el
santo Job me asista. Un residuo decrépito de
–El Cartujo nos ha leído cosas sobre la pureza –comenta
temeroso Luis Murillo a su amigo Leturiaga durante el recreo.
Ramón Leturiaga está en tercero. La edad le ha estirado y ha
estirado también su seriedad. Tiene fama de virtuoso. Es del pueblo del
padrastro de Luis, un pequeño amasijo de caseríos cercano a la ciudad. Lo
conoce desde que fue de visita una vez a ver a los abuelos tras la boda de sus
padres, la boda de una viuda de guerra con un campesino honrado. Un hombre de
bien que acogió al huérfano como hijo propio. Leturiaga lleva pantalón largo,
ese paso a la madurez adolescente a la que aspiran los apostólicos de primero y
segundo cursos.
–Hazle caso, que don Manuel sabe lo que dice –asegura el
mocetón.
–Pero tengo mucho miedo de hacer pecados.
–No te preocupes. ¿Os han dado ya las disciplinas?
–¿Qué es eso? –pregunta sorprendido el joven primerizo.
–Cadenetas con pinchos para atar a la pierna. Cuando lleves
pantalón largo podrás ponértelas. Son un buen sistema.
–¿Tú tienes? ¿Las llevas?
–Ahora no, pero me han
servido mucho para resistir las tentaciones.
Luis Murillo ha sentido un latido doble en su corazón, el
latido del dolor que provoca el sufrimiento físico y el latido del placer que
se deriva de la virtud. Ha hecho un gesto nuevo intentando acoger los
sentimientos contradictorios de su alma desprevenida.
El tirano tiene el corazón dulce, pero la mano tiesa. Hay que
enroscar disciplinas en las pantorrillas de los jóvenes, primero en una, luego
en las dos, hasta la sangre, hasta la cojera. Los once años son buena edad para
ir sabiéndolo. A los doce es tiempo de ensayar, de ir acostumbrando poco a poco
al potro indómito, a los trece ya se puede empezar… o mejor, se debe. En la
plática del próximo día lo comentará a título general, dirigiéndose sobre todo
a los apostólicos de segundo curso. Pero será mejor que a cada uno se lo vaya
diciendo su director espiritual; él conoce la situación, recibe las confesiones
y puede determinar el grado y la frecuencia.
–Me ha dicho Leturiaga, el de tercero, que hay unas cosas
llamadas disciplinas que sirven para defender la pureza. Hay que atarlas en las
piernas y ya no tienes tentaciones.
–Ya sé lo que son; yo prefiero las tentaciones –responde
Santos Estráviz con la mirada negra bajo las cejas.
Santos es de su curso, un chaval vivaz, pelo de erizo, ojos
como chispas a punto de prender, gesto enérgico y tono convincente cuando
habla. Se aplica en los estudios, saca buenas notas, don Enrique lo ha elogiado
en varias ocasiones al leer las calificaciones mensuales. Pero tiene reacciones
inesperadas, desmedidas a veces, desconcertantes. Como ahora.
Luis Murillo busca puertos más acogedores. Si Leturiaga, que
es de los mayores y dentro de dos años irá al noviciado, usa las disciplinas,
la cosa no puede ser mala. Además está tranquilo porque, aunque hablen en los
recreos a solas, aunque prefieran dar pequeños paseos en lugar de jugar al
fútbol, esas no son amistades particulares. Si les ve El Cartujo, seguro que no
les dice nada; con un apostólico de tercero que usa cadenetas no se dan las
amistades particulares. En cambio, con Ibáñez, el de segundo, no puede tener
conversaciones aparte, porque le mira mucho y eso será que le gusta, y
entonces… No, no, que ya mandaron a casa
a aquellos dos que andaban siempre juntos, a pesar del espectáculo que montó
don José Antonio, el Malayo, llorando y todo.
Don José Antonio les da clase de lengua. Le ha hecho
aprenderse de memoria las Coplas de Jorge Manrique y algunos Milagros de
Gonzalo de Berceo. Eso, imprescindible. Luego, para dar cierto aire épico a la
asignatura, tendrán que aprenderse
Magán ha repartido leña a gusto mientras jugaban al fútbol.
Emiliano Magán es riojano, bastante bruto, fuerte como un toro, colorado de
rostro, con el pelo rizado y la mirada brillante de la que nace un rictus
cruel. Abusa de su estatura, de su corpulencia, de su fuerza, de su edad.
Cuando revienta el balón contra la cabeza de uno, o sobre su vientre, se le
ensancha la carota con una risa de saña que aún escuece más. Mira con sus ojos
minerales, con todo el papo rojo, y a la víctima le atraviesa una furia llena
de un miedo que no le permite moverse. Se comenta entre los apostólicos que
Magán apunta siempre a la zona baja, a las partes verdaderas. Cuando acierta,
el balonazo deshace todas las tentaciones del desgraciado. Durante unos cuantos
días, ni querrá tocarse ni dejará que le toquen. Hasta evitará los pensamientos
tangentes con toda seguridad.
Garrido, que es de un pueblo cercano al suyo, les ha contado
a él y a Santos que lo vio este verano paseando con una chica cuando las
fiestas. No iban cogidos de la mano, pero cuando se hizo de noche siguieron
caminando por lo oscuro. Eusebio Garrido es de segundo, pero tiene un año más,
ya ha cumplido los trece. Dice que les dijo a sus padres aquel mes de agosto
que Magán no iba a seguir con los frailes porque ya era mayor y tenía novia,
que él también se echaría novia el próximo verano, o al siguiente, para no
volver al colegio apostólico. El padre le amenazó con las ovejas. El convento o
las ovejas, dice que le dijo; él vería. Cuando el dos de septiembre subió al
autobús de línea y vio allí a Magán, dudó. Siguió dudando cuando los dos
bajaron en el mismo sitio, aunque ya estaban delante del convento. Sólo estuvo
seguro cuando lo vio arrastrar la maleta escaleras arriba y esperar en la fila,
a la puerta del dormitorio corrido, a que les señalaran cama.
Mientras don Manuel leía esas cosas sobre la castidad, Luis
Murillo ha estado observando a Magán. Es grande el tío. Tiene tres años más que
él, aunque está todavía en segundo, pero es que empezó tarde y no le van mucho
los libros. Dos veces lo ha mirado, asegurándose primero de no ser pillado por
el prefecto; cuando don Manuel habla sin leer, hay que mantener la mirada
recogida. Las dos veces le ha parecido que Magán tenía una mueca de burla en la
comisura de los labios. Ha podido observarlo bien porque estaba en la fila
siguiente y destaca mucho con ese corpachón y esa cara colorada. Dicen que tiene
tres años más, pero quién sabe, hasta pueden ser cuatro. Él nunca habla de su
edad, no la quiere decir, debe darle vergüenza. Catorce años, quince… Así se
explica lo de la novia.
El silencio es espeso como las sombras del pinar de Urkiz
pobladas de miradas huidizas. Los libros siguen cerrados, aplastados sobre los
pupitres, con la cara besando la madera para evitar distracciones. Las manos
están quietas y visibles, siempre bien visibles.
En las noches de invierno, al acostarse, todas las manos
debían estar bien visibles y a los lados, hasta que la compasión del sueño las
condujera al cobijo del regazo. Los pasos vigilantes del prefecto aseguraban la
pequeña virtud de aquellos jovencitos indefensos. Nada podría Lucifer contra el
rosario que don Manuel cuenteaba durante al menos una hora lentamente por los
pasillos en penumbra, bordeando las camas situadas una a continuación de otra.
Luego, los ángeles nocturnos tomarían el relevo del prefecto mientras jugaban
con las almas blancas de aquellos seres lánguidos acunados por el cansancio.
Un silencio tan denso tiene su dosis de tragedia. Con los
pulmones doblados, los ojos caídos, el corazón sujeto, los nervios embridados y
la piel tensa, Basterra suele desmayarse. Es de un pueblo de Aragón, tiene la
frente despejada y la mirada torcida. Canta jotas y sonríe con picardía. Es un
buen tipo absolutamente despistado que dice que se desmaya, cuando en realidad
se abandona al sueño a la menor ocasión. No hay síntomas premonitorios. El
desenlace es un golpe seco sobre la mesa.
–¡A ver, ésos que se duermen!
La voz pastosa de don Manuel agita algunas somnolencias y
obliga al regreso repentino de quienes viajaban en brazos de la fantasía. El
desmayo de Basterra –o su afición al sueño, según el prefecto– prosigue hasta
que los codazos de un compañero lo desvanecen. Una risita apocada alfombra la
recuperación desde el día en que al Cartujo se le escapó medio gesto de
tolerancia. Aquella batalla estaba perdida, bien lo sabía. Tras el tercer
episodio, decidió consultar con don Enrique, el director, quien le respondió
abrillantando la nariz:
–Deles usted un respiro, don Manuel, que son muchachos.
Todos saben que en la trastienda del jefe cuentan con un
cómplice. ¿Qué pensará de las apreturas en que les pone El Cartujo? Garrido
está intrigado. Se lo dice a Luis y a Santos. Los dos levantan los hombros.
Quiere hablar con los mayores. Se acerca a Leturiaga durante el recreo del
mediodía y le pregunta sobre lo que les dice el director en sus charlas:
–¿Os marea a vosotros don Enrique con lo de la pureza?
Ramón pone cara de sorpresa y hace un gesto negativo, pero no
entra en detalles. Seguramente los pequeños pueden malinterpretar las posturas
transigentes de la madurez. Ante las evasivas del confidente, Garrido recurre a
Durán. También es de los mayores, está en tercero y parece enterado. Los de
cuarto son más inaccesibles, se sienten grandes, como si fueran adultos de
verdad, parecen situados en un plano superior, no es fácil hablar con ellos, no
suelen atender a los pequeños. Con los de tercero es más fácil. Por eso ha
recurrido a Carlos Durán, un tipo despierto, de su edad, buen estudiante,
observador, con la palabra atinada y la mirada hacia el fondo de las cosas, el
alma viva en la forma y quieta en el fondo.
–Mira, El Peque se lleva tal cachondeo con todo, que ni te
enteras, chaval. Cuando parece que está hablando en serio, puede salir por
peteneras a la menor. Nunca le he oído hablar de la castidad. Yo creo que en
vuestro curso le deja el tema al Cartujo, en el nuestro a Senaquerib, y con los
de cuarto al Lobo.
Garrido asiente con la cabeza. Durán es medio filósofo, sabe
lo que se dice. Igual que Golvano, el más rubio de los mayores, guapo además.
Es de los pocos de cuarto con los que se puede hablar. Alberto Golvano se
inclina cuando sonríe y tiene cierto aire paternal. Es famoso porque siempre
cita frases de un escritor importante que se llama Ortega y Gasset. Seguro que
también tiene novia, como Magán. Por la edad y por la planta. Si no fuera por
las ovejas, también él se la echaría. Por ejemplo
El tirano ha teñido su voz de caramelo. Algo se le ha debido
conmover en la entraña seca por tantos siglos de muralla. Pudiera ser la imagen
sepia de aquel amor que se le coló entre las costillas sin licencia; pudiera
ser la desazón primaveral amordazada por decenios de tortura; pudiera ser el
demonio meridiano pidiendo paso; pudiera ser un brote cascabelero y otoñal
tejido de añoranzas, pudiera ser… La voz
se le ha dulcificado y una blandura manantial está a punto de encharcar sus
fibras de junco, como cuando mira tolerante hacia Basterra que reincide en sus
desmayos.
–¿Tú crees que habrá tenido novia El Cartujo? –le ha
preguntado el maño dormilón en el recreo de la mañana.
–Pues claro; todo el mundo ha tenido novia alguna vez.
La respuesta de
Garrido ha sido contundente. ¿Por qué los demás han de ser menos que Magán?
Basterra parece bobo. O a saber. Lo que hará el chaval por su pueblo en el
verano escondido en los rincones y alumbrado por
La sonrisa del tirano se ha quedado en un esbozo. El tirano
ha esbozado una sonrisa. El esbozo del tirano es sonriente. De la dulzura de su
corazón miente su rostro. Ha vuelto a situar la castidad en el mango, no en la
sartén, para agarrarla mejor.
–Y tengan mucho cuidado con las chicas cuando vayan a sus
casas de vacaciones. Ya saben lo que ocurre en el verano con la disculpa del
calor; que si a bañarse al río, que si una excursión al monte, luego las
fiestas del pueblo, en fin, ya saben a lo que me estoy refiriendo.
Los recuerdos del último verano encrespan la sangre. Garrido
piensa en lo que Magán estará pensando, si es capaz de pensar. Seguro que no
piensa casi nada. Un hombrón tan abultado no es muy capaz de pensar. Está claro
que si tira a dar con el balón, que si trata de clavarle a uno la pelota en el
sitio es porque le falta caletre. El que sí piensa es Cereceda. A lo mejor es
todo mentira, pura imaginación, pero enciende la sangre con sus chismes. Por
ejemplo, aquello que contó de pasar la noche en una aldea del monte, con un
fuego de campamento, siguiendo luego a los mayores que se fueron a espiar por
las ventanas de la casa donde iban a dormir las catequistas. Ellos, los
pequeños, al acecho, sin poder acercarse, sin meter ruido, con riesgo de dentro
y de fuera, porque les podían descubrir los mayores y también aquel curita
joven que controlaba su zona de acampada y que tenía una tienda para él solo.
Ya va quedando claro. De los tres enemigos del alma, la carne es la que mejor se pasea por el mundo del brazo del demonio. Cuidado con las vacaciones de verano. Cuidado con las amistades particulares, sobre todo en la tristeza del invierno. Cuidado con las chicas, en verano y en invierno. Cuidado con las manos. Cuidado con los paseos de los jueves. Cuidado con el pensamiento. Cuidado con volver a pensar en las cosquillas que todos sintieron aquella tarde del final del verano, recién regresados de las vacaciones, cuando, mediado el paseo, mientras atravesaban un cruce de caminos, vieron a unos chicos más o menos de su edad que estaban tendidos en un prado a la salida del pueblo al tiempo que tres jovencitas con coleta saltaban y volvían a saltar bailarinas sobre ellos recogiéndose la falda con muchísimo pudor para que los ansiosos contemplativos captaran el panorama más discreto posible dentro de la inevitable exhibición a que los ondulantes movimientos obligaban.
Ha pasado un año, o tal vez han sido muchos, aunque la mente siga bebiendo de la infancia. Las rodillas son las de entonces, pero gritan ahora. Los músculos están frescos a pesar del fuego. Rezonga el padre Zaberri a retaguardia. Tal vez dormita. A lo mejor le ha cogido el relevo a Basterra.
Don Manuel González cierra el libro y contempla la sala de estudio enmohecida por el miedo. La sangre se ha parapetado en el rostro de los apostólicos para robarles el rubor.
Luis Murillo necesitaría urgentemente acudir a su amigo Leturiaga porque la confusión le atosiga. Le duele el alma más que las pantorrillas que hace años jubilaron a las oxidadas cadenetas. Ahora los pinchos están en el espíritu.
Desde el próximo curso usará pantalón largo para ponerse las disciplinas. Quiere ser como san Luis Gonzaga, su santo patrono. A Ibáñez le pedirá que sujete esos ojos calenturientos que dirige a las piernas, a los cuellos y a la naturaleza de los compañeros tiernos. También a él le enfila con sus dardos visuales. El Cartujo les va a sorprender y dictaminará amistades particulares. Los echarán del convento por mucho que implore el Malayo.
¿Qué va a hacer a su edad fuera de aquellas paredes carcomidas por el tiempo y la desidia? A punto de alcanzar la edad de jubilación, ¿qué esperanza le queda sin su rutina diaria?
Las cosas no pueden seguir así. Le pedirá a Ibáñez de una vez por todas que le deje definitivamente en paz, que no le acorrale en los rincones. Él, por su parte, retirará la vista de los pechos burbujeantes de la hermana de Merino cuando vuelva a aparecer, que ya ha venido con sus padres al colegio apostólico dos veces en un mes porque viven cerca, en la ciudad, como él de pequeño, cuando estaba solo con su madre antes de que ella se casara en segundas nupcias con su padre adoptivo. Y ella le ha mirado fijamente cuando se han cruzado por casualidad en el pasillo que conduce a la sala de visitas. Las dos veces, aunque seguramente ha sido una simple casualidad. Debe tener catorce años, como él, o tal vez quince, porque está muy crecida y le adivina unas formas… La vista se puede convertir en un esbirro de los enemigos del alma. Está en cuarto. Ya no tiene a don Manuel para advertirle; ahora es don Eulogio, el Lobo, quien controla.
Apesta el aroma del incienso. O es el hermano Benigno y también la voz rasposa del padre Zaberri empeñada en desterrar para siempre del mundo universal cualquier melodía medianamente azul. Una melodía azul, cómo se le ocurre semejante pensamiento, esa enorme tontería. Una melodía azul… Le da vueltas la cabeza. No es sueño, no es pasmo, no es cansancio, no es aburrimiento… ¿Qué hará ahora Pepe Basterra? Dentro de unos días lo verá. ¿Qué le está pasando en aquella hora santa insufrible, en aquella especie de agonía interminable?
José Castresana sonríe sólo con el moflete izquierdo. El
Cartujo es un majadero. Que les deje de cuentos, que allí han ido a estudiar,
no a ser frailes, a ver si se entera. Su padre se lo dijo claramente:
–Tú estudia, que aquí en el pueblo no hay posibles; así que
pórtate bien, aguanta la marcha, no digas nada y a ver si sales maestro; esto
del campo no tiene porvenir.
El hombre había oído que en América ya labraban con
tractores, que hacían la cosecha con trilladoras, que había muchos inventos
para los agricultores y se quedaban muchos jornaleros sin trabajo. Por eso
Castresana se mata a estudiar y a ser el primero; las chicas y el verano son
cuenta suya. En las vacaciones próximas,
4. CÁNTICOS
Sigue
el Zaberri empeñado en dar regocijo a todos los demonios, en enturbiar el aire
con su voz emponzoñada:
Dueño de mi vida,
vida
de mi amor,
ábreme
la herida
de
tu corazón.
Corazón
divino,
dulce
cual la miel,
Tú
eres el camino
para
el alma fiel.
La ondulante mano de don Saturio Antón dirige la liturgia. Arriba, en el coro, don Artemio el viejo consigue que prevalezca la voz del órgano sobre los eructos de don Valentín Diago quien, sintiéndose acorralado, recurre a sus aparatosas muletas para que nadie dude de su grosería. Los apostólicos cantan como los ángeles haciendo coro a José Villar, cuya voz solista agrietará cualquier día los arcos de la bóveda para llegar al cielo. Eso ha dicho en un arrebato lírico Santos Estráviz, que aún no ha conseguido poner una de sus orejas frente a la otra.
José
Villar, arcángel, susurro lejano. Un cáncer agazapado en aquel manantial de
trinos condujo su voz perfumada a la infinita altura desde las colinas que
amparan la ermita de San Gregorio Ostiense, cercana a su cuna navarra, donde
aletean todavía sus cenizas junto al ciprés. En esta hora santa que precede a
la beatificación del padre Mario, Luis Murillo recurre a la garganta de su
difuso amigo para que comunique a todos los puntos cardinales la perplejidad
del momento. Alejado repentinamente del mundo por unas líneas desvencijadas,
sabedor de secretos que nunca debió conocer, herido por la muerte de una madre
que le dejó indefenso de por vida, el hermano lego se siente incapaz de definir
qué es la beatitud.
Las
voces opacas de hoy no caben por las grietas que hace más de medio siglo
perfilaran en la bóveda de la iglesia los gorjeos de José Villar. El prior no
se recata y sigue iniciando cada estrofa en un semitono más bajo de lo debido.
Luego, en el estribillo, la paciencia de los cantores recupera la tonalidad.
Siempre es así desde que el Zaberri abandonó su ficticia pasión por el
gregoriano cuyos melismas no cabían en su retorcida boca. Si viviera don Valentín
no se hubiera contentado con alborotar desde el coro. Sus tumultuosas muletas
se habrían convertido en jabalinas.
Adoro te devote,
latens deitas
qui
sub hic figuris
vere latitas.
La voz
pizarrosa del belicoso rey Senaquerib revestido de capa pluvial e invadiendo
bajo palio la ciudad de Babilonia no hubiera puesto mayor énfasis en el cántico
latino que el padre Constantino Moraza. La frente alta, las plateadas sienes
palpitando y los ojos a punto de ignición, se siente acogido por las
aterciopeladas voces que cultiva don Saturio en los atardeceres celestes del
colegio apostólico. Pero hoy, perdida la memoria de los asirios y de los
próceres padres reclutadores, perdida incluso la memoria del padre Miguel
Lezaun que recorría en bicicleta primero y luego en moto vespa los caminos del
contorno buscando vocaciones, hoy se han impuesto los melindres pegajosos que
el Zaberri inicia cada poco aprovechando la deserción de don Saturio, la muerte
de Senaquerib, la distancia de don Manuel González, el silencio eterno de don
Valentín y la definitiva ausencia de cualquier maestro de coro, incluido don
Artemio de Ocio, don Artemio el viejo-Don Quijote-La Moña.
La
hora santa ha consumido su primer cuarto de siglo. El prior ha entonado las
notas iniciales del viejo himno que le retrotrae a sus más oscuras ambiciones
de llegar a obispo. No ha renunciado todavía, y se avecinan tiempos favorables
con el padre Mario camino de los altares, un prestigio corporativo, toda una
garantía para la conferencia episcopal que ha de valorar su candidatura. Ya no
es preciso ser adicto al régimen para obtener una sede. Son las escasas
ventajas que aporta a
Pange lingua gloriosi
corporis
misterium
sanguinisque
pretiosi
quem
in mundi pretium
fructus
ventris generosi
rex
effudit gentium.
Todos
los frailes cantan menos Luis Murillo. Dios se le ha situado a tantísima
distancia que hasta duda de la eficacia del antiguo conjuro. El templo se ahoga
en las volutas del incienso. Aunque intentara sumar su voz al homenaje, la
pastosidad de la boca le impediría alcanzar ni siquiera el semitono desechado
por el prior. Sus escalas andan ahora varios puntos por debajo del nivel. No le
sirven para remontar el dolor nacido en las rodillas porque el manantial está
envenenado, como se envenenó aquella fontana de sortilegios de José Villar
donde todos los aspirantes bebían a sorbos el néctar de la música.
De mil amores,
tiernos
loores
te
cantaré.
De
noche y día,
Virgen
María,
te
serviré.
Fuente
cerrada,
de
la cañada
lindo
vergel…
Fuente
cerrada… mejor fuente cegada. El dilema que le crece dentro, entre la agitación
del miedo y la furia de la revancha, está robándole la pequeña paz conseguida a
lo largo de los años. ¿Cuál es su obligación ahora desde un punto de vista
moral? ¿Y desde una consideración simplemente humana? ¿Desde la honestidad
profunda que mora en los hontanares de la pureza incontaminada que todo ser
inteligente lleva dentro aunque los avatares de la vida hayan empañado para
siempre su conciencia? ¿Puede ser beato un hombre que sedujo a una pobre
criada, que tuvo de ella un hijo y que tapó su pecado a los ojos de todos,
también de quienes compartían su vida consagrada? Si
… en Ti el Eterno
con
amor tierno
se
complació.
¿También
en el padre Mario se complació el Eterno? Ha consentido que sea declarado
Venerable a pesar de… Le ha concedido el don de hacer milagros, sin lo cual no
hubiera prosperado su causa. Si Dios, que lo sabe todo, ha decidido que su
padre carnal sea elevado a los altares, ¿cómo él, un simple fraile lego de
El
silencio es la respuesta. En cuanto decida lo que debe hacer, acabará la
tortura del fuego, ese presagio de infierno que están viviendo todas sus fibras
corporales. Cantan los frailes con voz estéril, dudando en los latines,
desentonando el Zaberri como siempre, como siempre apestando a presunción,
apestando más que el incienso cuya umbría inunda posiblemente más bocas que la
suya porque las voces titubean, porque los cánticos se deshilachan como se ha
deshilachado antes la levedad del aire, porque las bóvedas se cierran
desesperando hoy de las promesas que recibieron hace ya más de diez lustros.
Tamtum ergo sacramentum
veneremur
cernui
et
antiquum documentum
novo
cedat ritui
praestet
fides supplementum
sensuum defectui.
Dirá
que no para recuperar la fe en el Santísimo Sacramento, en
5. SATURIO ANTÓN
Tras
la ventana de la habitación brilla la bruma del atardecer, esa cortina de
neblina interminable que ni el sirimiri consigue disolver. Con el brazo
haciendo de muleta bajo la barbilla, siente don Saturio el latido de cada
segundo, la melancolía neutra de un valle sin horizontes, los atisbos de esa
nueva dimensión cuyas revelaciones tardan en producirse. El pelo castaño se le
riza de nostalgias. Quiere saber, pretende vivir la plenitud del tiempo, los
recovecos de la existencia, alcanzar los secretos del conocimiento. Mirada
cristalina la suya, larga, lejana, perdida en la imprecisión del presente y en
la inexactitud del futuro. A través de la ventana llegan más dudas que luz.
Las
estanterías están llenas de ejercicios escolares por corregir. El eterno
dilema. Los mirará, los valorará. Pero siente otros reclamos más poderosos. Hay
un libro llamándole sobre la mesa. “La agonía del cristianismo” agita los
siglos de oscuridad que serpentean por las venas del disidente; los garfios de
la duda acristalan su mirada, la filosofía del cepo impide cualquier paso en
cualquier dirección, incluida la correcta.
–Pase,
pase –responde sobresaltado al oír el repique seco de los nudillos en la puerta
de la celda.
–Ave
Maguía Puguísima; buenas tardes, don Satuguio, ¿podgríamos hablag un momento?
–pregunta la voz afrancesada de Artemio Tejedor, don Artemio el joven, que se
introduce en la habitación olfateando las esquinas. Es pequeño, delgado,
blanquecino, de mirada inocente y pómulos arrebolados.
–Sí,
claro, dígame, don Artemio.
–Migue,
don Satuguio, quiego pgreguntagle qué nota le ha puesto a Muguillo, el de
segundo, en Lengua y Literatuga española.
–¿Qué
pasa, hay algún problema?
–Sí,
una cuestión de copia que tenemos que rgesolveg pgronto.
–Pues
mire, voy a comprobarlo, pero me parece que un cinco pelado. Estoy seguro de
que… Sí, eso es, un cinco.
Ha
mentido. Las notas están sin poner, aunque ha echado un vistazo a los
ejercicios que encargó para hacer fuera de clase, en el tiempo de estudio que
controla el prefecto. Ha dado una respuesta a vuelapluma, a vuelavista mejor.
No ha podido dedicarse a corregir en detalle las redacciones porque la
pesadumbre del otoño le ha minado el tiempo. El fajo de los trabajos escolares
está limpio de anotaciones, a pesar de que hizo una primera lectura. Le sorprendieron
algunos. Luis Murillo… bueno, no es mal chico, se aplica en general, pero en
aquella ocasión… sí, está claro que copió de Irribarría, conoce bien su estilo
aparatoso.
–Si es
así, es suficiente.
–Pues
no puedo ponerle más porque hay algo que no encaja, como si hubiera recibido
alguna ayuda exterior. Lo siento.
–Bien,
gracias, no le molesto más. Ya hablaguemos del caso pogque ahoga tengo pgrisa.
Hasta luego, Ave Maguía Puguísima.
Ha
salido don Artemio Tejedor acechando las sombras del pasillo. Camina hundido en
la nostalgia de días más placenteros, paladeando los recuerdos verdinegros que
se van apoderando de su memoria como rumores de una fuente lenta y musgosa.
Hubo un tiempo en que fue feliz. Ahora entrará en la sala de profesores donde
todo es tibio y aparentemente cordial, donde se refugian las soledades
irrecuperables de aquella treintena de náufragos a quienes únicamente se les
permite ejercer una mansedumbre apergaminada. Falta Avelino Palma, falta
Artemio de Ocio, falta Armando Velázquez, falta Eulogio Erandio, falta sobre
todo Saturio Antón. El hereje, el perverso, el distinto, el distante; ¿para qué
estará allí, por qué les plantea tantas dudas mudas sobre otras tantas dudas
expresas? Artemio Tejedor ha visto el libro prohibido sobre su mesa,
presidiendo sin ningún pudor la agonía del atardecer, la agonía de esa mirada
lóbrega que ensombrece infinidad de paisajes, una mirada que atormenta con su
látigo a los apostólicos. Todos tiemblan ante el profesor de Lengua y
Literatura. Sólo cuando toca el piano se transforma. Ahora parece un querubín,
comentaba don Enrique el día de la fiesta de
El
músico está tarareando los últimos compases de esa melodía entre sensual y piadosa que descubrió la semana pasada en los
discos de gramola que trajo el padre Constantino de su viaje. Discos gastados,
discos de segunda mano, obsequio de una familia agradecida a los favores del
padre Mario desde el más allá, pero al menos música. El “Andante cantabile” de
Tchaikovski, para cuerdas, sin los estrépitos y las fanfarrias de la “Obertura
de
Saturio
Antón intenta escapar de sí mismo a manotazos. Pero sigue atrapado por la
neblina nocturna. Pronto van a llamar de nuevo a su puerta. Retumba ya el
pasillo. El Cojo está llegando. Suena la tarima encerada cada mañana, esa
tarima oscura frotada desesperadamente por los apostólicos en los trabajos de
limpieza, revisada cada mañana por el prefecto con su ojo delator, agredida
cada tarde por los andares tumbos de don Armando Velázquez, El Cojo, que hace
su procesión de calamidades hacia todos los destinos descubiertos y por
descubrir. La puerta suena de nuevo.
6.
Don
Artemio de Ocio y don Eusebio Beltrán enfilan
–Hoy
ha sido parco el yantar, hermano –dice don Artemio.
–Sí,
me he quedado con hambre, no sé usted…
–Bueno,
no le demos importancia a eso; para los jóvenes es peor, pero a nuestra edad y
después de lo que hemos pasado… –concede Artemio de Ocio embebido en sus
pensamientos ascéticos.
Pasean
bajo los castaños de Indias que de vez en cuando dejan caer algunas pilongas
sobre la hojarasca. Acaban de rebasar el frontón, donde don Avelino Palma
desafía a tres apostólicos grandones, recién crecidos durante el verano, tres
mocetones con su energía nueva y una agilidad por estrenar.
–Ya se
habrá enterado de que nos llaman Don Quijote y Sancho Panza, don Artemio
–advierte Eusebio Beltrán a su acompañante tras un incómodo silencio.
–Hacemos
buena pareja, no hay duda, o mejor dicho: qué duda cabe, don Eusebio. Las
mentes juveniles son alegres, conspicuas y ocurrentes, viven en permanente
arrebato, es cosa manifiesta, va de siglos, ya lo ve usted –sonríe Artemio de
Ocio retomando la primera insinuación de su acompañante mientras pasea la
mirada por las frondas ocres entre las que clarea el cielo plomizo de
noviembre.
–Claro,
y me he enterado de que nos ponen otros motes menos ilustres.
–Sí, a
mí
Eusebio
Beltrán estira el paso para no perder la línea que trazan las grandes zancadas
de su compañero. Lo hace sistemáticamente cada tres series completas de
izquierdo y derecho, pero con la novedad de los apodos se le ha ido el cálculo
y tiene que recuperar posiciones. Nunca atiende al orden de los pies, aunque
tendría cierta ventaja arrancando con la izquierda si se considerara también la
prominencia de la panza. Su abultado vientre ganaría en trece centímetros al de
su compañero de paseo en una medición que partiera del epicentro corporal, y en
algunos más si el punto de referencia se situara en la columna vertebral, aun
teniendo en cuenta que el abultamiento trasero equilibra en cierto modo el
desarreglo de las distancias. Toda esta filosofía geométrica se la espetó una
tarde, hace ya tiempo, su peripatético hermano conventual.
Animado
por la confianza que le infunde el buen tomar de su colega sacó a colación uno
de los apostólicos de cuarto curso que la semana anterior subieron a Urkiz para
ayudarles a limpiar el establo de las vacas. Alertado seguramente por aquellos
olores hirientes que parecían justificar el tema, el jovencito planteaba a un
compañero la identidad de los procesos digestivos entre humanos y animales, llevando el caso a
extremos arriesgados, habida cuenta de las circunstancias: el Caudillo de
España y el Papa de Roma. Habían comenzado preguntándose por las funciones
evacuatorias de sus padres, que admitieron sin dificultad, a pesar de que uno
confesaba no haberlas descubierto hasta los siete u ocho años. El segundo
escalón comprendía al conjunto de los profesores, incluido el señor director,
pero sin que afectara al padre Eustaquio, el más anciano de la comunidad, ni al
padre Constantino, que entraron en una tercera fase, debido seguramente a sus
sotanas. Cuando Eusebio Beltrán cogió onda, estaban ya en la última
escatología. El enigma del Papa tuvo mejor respuesta porque se podía explicar mediante
un virado al blanco, habida cuenta del tono de sus vestiduras. No entendió bien
el fraile lego la sutileza de esta explicación. El caso del Caudillo era aún
más arduo. ¿Acaso un hombre de su porte, de su importancia, de su significado,
de su responsabilidad, de su autoridad, podía entretenerse en menesteres tan
vulgares? ¿Tendría tiempo para las funciones evacuatorias, cuando se sabía que
ni siquiera le alcanzaba para dormir? Hacía poco les habían asegurado que la
lucecita de El Pardo no se apagaba en toda la noche. Y se sabía también que en
la pesca del salmón por Asturias sólo tenía tiempo de recoger carrete cuando el
pez picaba, o que cazando perdices por los campos de
–Es un
tema delicado el de la defecación del Santo Padre, don Artemio, y aún lo es más
si nos referimos al Caudillo, ¿no le parece?
–Ciertamente,
don Eusebio; habría que consultar a los expertos. En el primero de los casos a
teólogos y moralistas; en el segundo, no sé… tal vez a algún ministro, quizá a
su secretario particular, acaso a su médico, aunque seguramente su esposa… pero
no crea que resultará fácil.
–Claro
que, bien pensado, como hoy la medicina ha avanzado tanto, pues tal vez, quizá,
digo yo… en fin, son cuestiones que nos desbordan.
–Algo
habrá de eso, sin duda, pues los desfiles de la victoria que duran seis y hasta
siete horas no podría resistirlos si tuviera las mismas necesidades
fisiológicas que usted, por ejemplo, don Eusebio.
–Y que
usted, don Artemio, vaya.
–Yo
no, lo aseguro que no, don Eusebio.
–No me
irá a decir que…
–Así
es, se lo aseguro, qué quiere que le diga.
–¿De
verdad? ¿Desde cuándo? Pero, ni…
–Nada,
ni eso, créame.
–No es
posible.
–Vaya
que sí.
–Bueno,
bueno, no me tome el pelo. Poco sé, no tengo estudios como usted y la mayoría
de los hermanos, pero los hombres y las bestias nos parecemos en algunas cosas,
y cuando un animal no obra durante más de tres días… mal asunto, poco le queda.
–Pues
lo mío va de años.
–¡No
me diga! ¿Desde cuándo? Dígame.
–Tendría
yo doce o trece, no más. Andaba un día por el monte con hambre, porque aunque
siempre comía poco, aquel día me había quedado sin bocado como castigo a unas
pifias que me pilló mi padre. Salí a buscar cascabullos, o bellotas, para que
me entienda, el fruto del quercus ilex,
su nombre científico, pero habían venido primero unos vendavales con agua y
luego los pastores, ya me entiende, y apenas quedaba pieza en mata. Así que me
tiré a lo que pillé, unos gránulos rojizos que invitaban entre las zarzas a un
chiquillo muerto de hambre. De ahí vino todo. El primer día, nada. Al segundo
lo noté. El tercero comencé a extrañarme. El cuarto fue sábado y me olvidé.
Tampoco paré en ello durante todo el domingo. Al amanecer el lunes, la cabeza
me quería estallar. Me asusté. Lo conté en casa. Me mandó mi padre a la escuela
con malas pulgas. De allí me trajeron lívido. Vino el médico y se pusieron a
hacerme las de Caín: lavativas, purgas, ricinos y un tropezón de artes que no
sirvieron para nada. Mi madre lloraba. Recuerdo que era el día de san Serapio,
por lo que el párroco del pueblo entonó las oraciones correspondientes y
comencé a mejorar. Así hasta hoy, don Eusebio.
–¿Sin
obrar?
–Nada.
–Ahora
me explico por qué come tan poco.
–Lo
hago por simple entretenimiento, por no significarme mientras los hermanos
reponen fuerzas. Hubo tiempos en que embaulé a pasto, por hacer carnes, por
ganar presencia, pero nada. Ni las infusiones de verbena officinalis, que una bruja me aseguró eficaces, pudieron
conseguir algo. A veces dudo de estar vivo.
–Será
la misericordia divina.
–Será.
Hay
una pausa antes de que Artemio de Ocio prosiga:
–Así
que las dudas sobre la condición digestiva de ese militarcete que tanto le
preocupa…
–Sí,
es cierto. Pero pienso que también él pudo haber tomado de niño la verbena officinalis esa sin darse
cuenta.
–Nada
de verbena officinalis, amigo, sino
un simple escaramujus vulgaris o
alcaracache, al alcance de cualquier intestino bien avenido. ¿Se sabe la
condición de las tripas del Caudillo? ¿No? Entonces malo. Conocida la sinergia
del epigastrio y del intestino ciego, puede pronosticarse el éxito o el fracaso
de la operación.
–Sí,
es un poco complicado.
–Claro.
–Y
tampoco sabemos si realmente…
–Por
ahí habría que empezar. Hay que consultar los informes médicos, los análisis
clínicos, toda esa algarabía sin cuyo asesoramiento no podemos tener constancia
de que ese personaje padezca o disfrute, según se considere, la situación que a
mí mismo me incumbe.
–Mire,
don Artemio, ya me voy haciendo viejo y pienso que hay cosas que no tienen
remedio. Sobre todo cuando uno se pasa las horas entre bueyes y vacas, o
segando el heno, un trabajo bastante más aromático, dicho sea de paso. Sin
embargo tengo inquietudes, no crea. Quisiera leer, aprender, tener respuestas.
–No va
a encontrar muchas respuestas en los libros, don Eusebio; en todo caso encontrará
preguntas. Las respuestas son un asunto muy personal.
–Sí,
claro, pero un tema tan soso como el que hablaban los muchachos me deja
descolocado porque no he leído lo suficiente.
–Vamos
de nuevo con la cuestión, si tanto le preocupa. El Santo Padre y el Caudillo de
España son dos animalitos de Dios, como usted, como yo y como el Superior
General de nuestra Congregación. Orinan y defecan con mansedumbre y con
higiene, porque todo lo que comen es saludable. Todos sus actos son
misericordiosos. Ofrecen sus méritos al Altísimo por la salvación de las almas,
por la redención de Rusia y por la conversión de los judíos: ¿qué más podemos
pedirles? Hablen, beban, duerman o defequen, lo hacen ad majorem Dei gloriam, a
la mayor gloria de Dios, como decía san Ignacio de Loyola, el patrono de estas
tierras. Cada uno de sus actos es una oración, no lo dude. Porque todas las
criaturas del universo alaban a su Creador independientemente de sus deseos.
Cuánto más aquéllas, como el Sumo Pontífice y el Generalísimo, que han
consagrado su existencia al bienestar de los cristianos, ¿no le parece?
–Sí,
sí, muy bien; ya voy teniendo argumentos para la próxima vez que los
apostólicos traigan esas conversaciones.
Prosiguen
en un silencio cómplice. Artemio de Ocio oscila su cabeza acompasadamente. Los
pliegues de la frente se le prolongan por la calva hasta la coronilla. Unos
largos cabellos lacios engominados no consiguen ocultar aquella proyección de
las circunvoluciones occipitales. Eusebio Beltrán lleva las manos sujetas por detrás,
en la postura ancestral que protege de las malas interpretaciones y que tan
denodadamente intentan introyectar Manuel González, Constantino Moraza y
Eulogio Erandio en las mentes de sus discípulos.
–Y a
estos muchachitos, don Artemio, con esas inquietudes tan raras, ¿qué vida les
espera?
–Pues
verá, hermano y amigo. Lo sé. Cuando todo el mundo se espanta por el cambio que
se avecina, esa revolución que se ventea a pocos kilómetros de nuestros
caletres, yo estoy tranquilo. El mundo no perderá el giro porque estos
minúsculos enanos que somos los humanos caigamos en la locura. Se avecinan
tiempos difíciles en los que cada cual habrá de construir su parapeto, recoger
su leña y encenderse el fogón.
–Parece
usted un profeta, don Artemio. Dicen algunos que esto se hunde.
–De
momento cruje, don Eusebio, cruje peligrosamente. Lo suficiente para que las
mentes avisadas tomen precauciones. Vino a verme el otro día un antiguo alumno
que tuve en el colegio de Madrid y me
dio algunos atisbos de las nuevas tendencias. Parece que han vuelto algunos de
los exiliados, al amparo de la presunta desestabilización que se va a producir
tras la derrota del Eje. Están tomando posiciones y reclutando gente. Veremos
en qué para todo esto. No le digo más. Ya sabe que soy acusado de…
–No
entiendo de política, así que no sé qué pensar de lo que me dice.
–Más
que pensar, habría que actuar. Cada uno de nosotros tiene su cometido en esta
vida y en esta sociedad. El gran acierto es descubrirlo. Si no, puede
asegurarse que uno ha perdido el tiempo.
–¿Usted
sabe qué hacer?
–Pues
mire, don Eusebio. De momento, toco el violín.
No
acierta Eusebio Beltrán a interpretar las últimas palabras. ¿Es una chanza?
¿Está de broma don Artemio? ¿Algo puede aclararse si uno toca el violín? Él no
sabe nada de música. Canta de oído Vísperas, Completas, Maitines, Laudes, el Gloria in excelsis y lo que le suena. De
tanto escucharlo, lo ha aprendido. Procura no destacar, para evitar errores.
Don Saturio lleva siempre la voz cantante, como segundo maestro de música
después de don Artemio, que es el organista. Respecto al violín o a otros
instrumentos, no tiene idea. Para instrumentos está él. La música de Urkiz no
es tan fina seguramente, pero tiene de sobra con cacareos, mugidos y berridos.
–¿Qué
quiere decir con lo del violín, don Artemio?
–¡Ay!
7. EL GUA
Ha transcurrido la primera media hora, quizá una hora, hora y media incluso; es incapaz de medir con precisión tanto dolor. Luis Murillo resiste los sucesivos estremecimientos de su musculatura castigada. El silencio es una cortina opaca tras la que se oculta el miedo. Un dolor punzante le atraviesa la carne y la memoria. Aún no puede sentarse. Sería un síntoma de rebelión. Piensa en el reto de la verdad que le ha planteado la vida. La verdad de un padre secreto camino de los altares. La no verdad de la causa inicial, el martirio. La dudosa verdad de las causas últimas, los milagros. De repente comprende que el reto es terrible, cada segundo lo agranda. Examina su conciencia alterada. Es muy difícil hablar, quizá imposible. Seguirá callado, pero sabe que cada día le crecerá el miedo a que su secreto sea descubierto. Será el blanco de todas las miradas, el destino de mil comentarios penosos. El prior le seguirá fulminando para siempre con su mirada venenosa.
El trallazo ha salido de la mano de don José, El Pelotari.
Pide perdón a don Artemio, que ha visto segada su respuesta a la grave cuestión
del violín. Se le desploma entonces la mirada que tenía colgada desde hace
minutos en las ramas de los castaños de Indias. De primeras atribuyó el golpe a
una de las pilongas tardías que inadvertidamente habría caído sobre su frente.
Luego ha vuelto los ojos hacia el Pelotari con incomodidad. Don José vuelve a
pedir disculpas con un gesto lejano.
A la izquierda, semiocultos por los gruesos troncos de los
árboles de
–¿Qué hacen ustedes ahí? –pregunta aún sobresaltado por el
pelotazo.
–Nada. Estamos jugando al gua –responde Luis Murillo
sorprendido por la brusquedad de don Artemio.
Llevan un buen rato siguiendo la marcha de los paseantes.
Agazapados tras los árboles, saltando de uno a otro con celeridad, con un
puñado de canicas en las manos por si son sorprendidos, Estráviz, Basterra y él
han espiado a la pareja de peripatéticos como si fueran detectives avezados.
–Tú piensa que El Cartujo nos ha contratado para controlar a
ese hereje– le ha dicho Santos al proponerle el seguimiento.
A Basterra le arreó Magán tal balonazo ayer al mediodía que
lo dejó inservible para una o dos jornadas. Enseguida se ha sumado a la
aventura exploratoria que Estráviz proponía a Murillo. Mejor con tres, más
disimulado. Nadie pensará en amistades particulares. Y si les pillan, se
repartirán el castigo. Seguirán a
–El muy puñetero no me deja aprender a tocar el violín porque
dice que tengo los dedos cortos. ¿Te parece a ti que los tengo cortos? –le pregunta
Santos.
A Luis Murillo le parece que don Artemio el viejo está un
poco chiflado, pero que es un buen tipo. Dicen que lo cogieron los del bando
republicano, los rojos, y lo tuvieron preso, pero no le hicieron nada, no lo
fusilaron como al padre Mario, el único mártir de la Congregación. Luis Murillo
no recuerda a su padre, que también murió en la guerra cuando él tenía dos
años; sólo sabe que se llamaba Melchor y que su madre se casó en segundas
nupcias con el bueno de Rufino Alonso, que mientras vivió se portó con él como
un verdadero padre. Fueron tiempos revueltos, lo ha oído siempre. También ha
oído lo que le ocurrió a uno de sus
tíos, el hermano mayor de su madre, que resultó herido en una batalla pero no
murió, aunque lo fusilaron antes de acabar la guerra tras un juicio sumarísimo
del que no se puede hablar; sabe que es algo grave lo de sumarísimo, no
entiende bien qué significa, pero no se ha atrevido nunca a preguntarlo. Don
Artemio tuvo suerte, lo protegió
Luis Murillo se preguntó en secreto, cuando lo supo, por qué
a su padre no le había protegido
Ahora sí juegan de veras al gua. Si
Luis Murillo da un respingo saliendo de la ensoñación. Más le
amedrenta ahora el rostro bífido y la risa descarriada del padre Zaberri. Le
aterroriza. Y su voz de palo iniciando un semitono más bajo de lo debido la
segunda estrofa del Tantum ergo. Dispuestos
están a huir los ángeles y los arcángeles de aquel zafarrancho vocal, las
dominaciones y las potestades también, incluida el alma rumorosa de José
Villar. Ha retornado el prior al presbiterio revestido de alba y capa pluvial.
Genitori, Genitoque
laus
et jubilatio
et
in mundo virtus quoque
sit et bene dictio
procedenti ab
utroque
semper sit
laudatio.
En ese momento mágico de la elevación de
Ni Estráviz, ni Ibáñez, ni Leturiaga, ni Basterra, ni
Garrido, ni nadie sabía nada de nada entonces. Si Magán lo hubiera sospechado,
le estaría todavía persiguiendo con el balón y su carota colorada para
desgraciarle la naturaleza. Tampoco lo sabría ninguno de los frailes, o tal vez
sí, porque ahora recueda que el padre Emilio lo trataba con mucha deferencia,
con cariño incluso; ¿intentaba sepultar su vergüenza ajena y colectiva
protegiendo al hijo secreto de un miembro de
Luis Murillo tiembla. La idea le roe el interior de sus
huesos doloridos. Su verdadero padre murió en la guerra, sí, como el ficticio,
pero lo fusilaron y no fue precisamente un mártir, Estráviz se lo ha explicado.
¿Y si no tiene razón? ¿Si son falsas las informaciones? ¿Si todo es una campaña
ponzoñosa de su mente perversa? Santos siempre ha sido un irreverente, un
inconformista, un rebelde. El padre Zaberri lo llamó una vez renegado y
apóstata. ¿Por qué tiene esa inquina contra los curas, contra
Oscilando peligrosamente la cabeza, Don Quijote reemprende su
ruta escoltado por Sancho Panza, que trata de no perder el paso. Los tres
apostólicos conchabados se ensimisman en el gua. Han llegado a la altura del
frontón. No es fácil proseguir el espionaje desde allí. Don Avelino y don José
están enzarzados en una pugna sin cuartel, jugando los dos con la zurda porque
la mano derecha la llevan vendada. Don Armando Velázquez, El Cojo, que se
preocupa por su salud, aun no siendo el titular de la enfermería que
oficialmente atiende el propio don Avelino, les ha prohibido usarla durante
trece días consecutivos, con sus noches. Lo de las noches ha sido necesario
advertírselo porque en la anterior lesión se desgraciaron las manos a medio
curar en un rito secreto celebrado a primeras horas de la madrugada, en mitad
del plenilunio. Los descubrió el propio don Armando, insomne por los golpes
secos que llegaban desde la lejanía a su cerebro como mazazos de amenaza. Se
levantó y llegó con sigilo hasta el frontón, atravesando los dominios
ajardinados de don Patricio, para sorprender a los contrincantes en plena
algarabía de afanes y sudores. Cuando les hubo reconvenido suficientemente, los
mandó a la cama amparándose en la autoridad que le conferían su edad y su
bastón de madera de boj.
Luis Murillo no hubiera sido capaz. Ni a una mosca pondría en
brete. Su natural se lo impide, se lo ha impedido siempre. No es bondad, sino
conveniencia, porque sufriría más que el ofendido. Ni siquiera perjudicaría al
padre Zaberri, aunque estuviera en su mano. Sin embargo, hoy es distinto. Tiene
conciencia del mal. ¿Remueve la verdad o se calla? ¿Qué beneficios, y para
quién, se seguirán de su confesión? ¿Acaso no lo saben ya el prior, el Superior
General y los demás jerarcas de
Ha vuelto el silencio. En un ambiente de fragancias crepusculares, con el aire invadido por humos procedentes de la quema de los maizales en las zonas bajas del valle, sólo el golpe seco de la pelota que juegan don Avelino y don José interrumpe la serenidad del recuerdo. Es un golpe seco pero tierno, con el mimo del cuero sobre las palmas encallecidas y contra el frontón ablandado por el constante repiqueteo de las largas, por el susurro medroso de las dejadas que se pierden acompañadas de un suspiro. Un golpe seco pero cálido, cordial, rebosante de esperanzas de victoria.
No el golpe duro de los nudillos del prior, de su insolente puño martilleando la madera centenaria. Es la primera invitación al relajo.
No las había entonces. Ni El Peque, ni el Lobo, ni El Cartujo…
ni Senaquerib en ausencia de los tres, concedían licencia alguna. La hora era
santa hasta la consunción, hasta la consumación. Los aspirantes debían criar
rótulas robustas que les permitieran permanecer de rodillas durante toda su
vida, incluyendo la venidera en el gozo del Señor. Criaban también músculos enérgicos
a base de gimnasia y de balón, y los gobernaban luego con cadenetas lacerantes
para poner en fuga el más mínimo brote libidinoso. Los cofrades del frontón,
tanto si pertenecían al bando de don Avelino como si eran partidarios de don
José, curtían sus manos para empuñar algún día los útiles de guerra y las armas
de conquista en la nueva cruzada que sería preciso emprender al ritmo que
llevaban los acontecimientos.
–¿Sabes que el hermano de Zubía tiene una pistola en casa?
–¿Sí? ¿Quién te lo ha dicho? ¡Menuda como lo cojan!
–La guarda de cuando la guerra. Dice Zubía que su padre y su
tío fueron gudaris y su abuelo también.
–¿Gudaris? ¿Qué es un gudari?
Estráviz está en todo. No se sabe qué hace aquí, porque se acabará yendo, no sirve para fraile. Demasiado inquieto, demasiado revoltoso, demasiado rebelde. También puede tener novia en su pueblo. Garrido se lo ha dicho. Con trece años ya se puede tener novia. Cereceda también puede tenerla. Y Castresana, con esa mirada curva que habrá levantado más de una falda. Luis Murillo repasa las elucubraciones y sospechas de Garrido, el más ansioso de todos los de su curso. Y recuerda cómo le bailaban los ojos durante el paseo, a la salida del pueblo, viendo a las chavalas brincar sobre aquellos espabilados que se habían tumbado en el suelo boca arriba para jugar al veo-veo. Se puso colorado, muy colorado, por vergüenza o por envidia. Él también se ruborizó.
8. DUDAS
Sonará la puerta de nuevo. Suena ya el pasillo. Viene El Cojo.
Suena la tarima que se encera cada mañana, la tarima que los apostólicos frotan
con paños finos para que brille, para que los brillos de la vieja madera
reflejen el alma inocente de esos niños con paños de color ceniza en los pies,
unos paños cuyo estado comprueba de vez en cuando el ojo revisor del prefecto
para mantener su grado de eficacia abrillantadora. Pero cada tarde la tarima
brillante es agredida por los pasos patosos de Armando Velázquez, por sus
andares tumbos y contrarios. Resuena el largo pasillo a túnel sin salida, a
galería de mina cerrada y mortal, a noche oscura preñada de tormenta. La tarde
es lenta y marca la hora propicia para sembrar insidias.
La puerta suena de nuevo. Ha dejado de retumbar el pasillo
brillante de cera mortificada por la
brega matutina de los apostólicos. Saturio Antón sospecha las intenciones de la
visita y no se limita a responder ¡Adelante! sino que se levanta de la silla y
acude a franquear la entrada al Cojo. Por el eco sonoro de la tarima ha sabido
quién es el visitante. El trun–trun de sus pasos patosos aún le resuena dentro,
le repica en lo profundo de la memoria como si lo hubiera aprendido en el seno
materno, como si lo hubiera absorbido con la leche de mamar. Sueña con él a
menudo, ese trun–trun, y hasta le pareció una noche que era el compás del
universo, el ritmo que pone a girar el cosmos. Todos los planetas, las
estrellas, los cometas y muchos más astros descubiertos y por descubrir
danzando al trun–trun del Cojo. Armando Velázquez demiurgo universal de las
esferas siderales, la estrella más patosa de la galaxia. Con ese ritmo
agazapado en sus zapatos de alzadillo, una dimensión que nace antes del pasado
y muere más allá del futuro, parece estar solicitando siempre ayuda: ayuda para
entrar, ayuda para salir, ayuda para bajar, ayuda para subir, ayuda para
arrodillarse, ayuda para levantarse... En la capilla tiene licencia amplia,
prácticamente absoluta; no ha podido con él el prior, así que pasa casi todo el
tiempo sentado, incluso cuando se eleva
Recibió durante la guerra un balazo en el tobillo. Dos
balazos en el mismo sitio, dicen otros. Tres, afirma don Juan Vigil, El
Individuo, buscando el pasmo en los ojos
de los jóvenes. Corren las leyendas. Alguien dijo que fue ante un pelotón de
fusilamiento, tal vez fuera don Artemio Tejedor, don Artemio el joven, quien lo
reveló. Que le dieron en el mismo pie por falta de puntería. Aún hay quien lo
pone más dramático cuando asegura que El Cojo lleva varios proyectiles
incrustados en los huesos de la pierna izquierda. Que el ruido atronador de sus
pasos no se puede producir sin plomo en el cuerpo. Se deshacen las leyendas
cuando Santos Estráviz se inventa un episodio vulgar para explicar los males de
don Armando: se cayó de un guindo cuando era joven y se rompió una pierna. Fue
antes de la guerra. Le operaron en un hospital militar y quedó así. De
fusilamiento, nada. Cereceda le ha dicho que allí no se dan los guindos. En
–Mire, don Saturio, vengo a pedirle otra vez que hable usted
con don Artemio de Ocio, ya sabe. Ustedes se entienden con eso de la música. Yo
ya no puedo más. Cualquier día…
–Vamos a ver, vamos a ver, don Armando; no debe usted tomarse
las cosas así. Don Artemio es una buena persona, bastante castigado por la
vida, de acuerdo, pero buena persona al fin. Debe usted comprenderlo y tolerar
sus bromas.
–Pero… ¿sabe usted, don Saturio, qué acaba de decirme hoy
mismo al volver del paseo de mediodía?
–Bueno, alguna jaculatoria de las suyas.
–Nada de eso. Una burla en toda regla. Un versito venenoso. Y
acompañado de esos movimientos de la mano que…
–Vamos a ver, ¿qué le ha dicho?
–Pues verá: “Entre el clavel y la rosa, su majestad escoja, o
sea, es coja”. Y al mismo tiempo hacía giros y piruetas con los dedos
extendidos. Pero lo peor de todo es que ha terminado apuntando al cielo y
gritando “¡Quevedo!” Eso es un insulto.
–¿Sabe usted quién fue Quevedo?
–No.
–Pues mire, quédese tranquilo. Lo que don Artemio ha recitado
son unos versos de Francisco de Quevedo, un poeta del siglo de oro, compuestos
para embromar a una reina. No tenían nada que ver con usted.
–Pero lo ha dicho mientras yo pasaba a su lado, mirándome de
reojo.
–No tiene importancia. No se habrá fijado en si era usted u
otro. Estaría en una de sus efusiones líricas. Ya conoce a don Artemio: un
poeta, un artista de alma melancólica, un genio encapsulado por las
circunstancias de la vida.
–Pero…
–Le aseguro que ni se ha enterado de que pasaba usted por
allí. Se sorprendería si se lo comentáramos.
Armando Velázquez no las tiene todas consigo. Que Artemio de
Ocio es un lunático, lo sabe todo el mundo. Que a menudo habla solo y que se
pierde en un torbellino de semicorcheas fantasmagóricas, también lo saben
todos. Pero que entre las inmundicias de la memoria del músico anida su figura
torva, sólo lo sabe él. Lo sabe porque lo denunció tras la guerra por
republicano. Debió enterarse el aludido, pero los superiores lo protegieron por
extrañas razones que nadie entiende. Teme que el poeta se la esté guardando.
Hasta hoy ha soportado sus indirectas, pero lo de que su majestad es coja le ha
parecido un insulto insoportable.
Se sabe las respuestas, pero las quiere escuchar de nuevo.
Quiere escucharlas del músico colega de su enemigo. Don Saturio toca el piano y
dirige el coro de los aspirantes, es hombre serio y severo, no le va a engañar
con lo de Quevedo.
Armando Velázquez se da un golpe en la cabeza para espantar
las fantasías. A veces teme a su imaginación calenturienta. Ya ha golpeado la
puerta, ha llamado por octava vez, por novena. Llamó ayer, antes de ayer, el
día previo, el anterior… hasta cree haber llamado ya al día siguiente y dentro
de dos y dentro de tres. En su cabeza de frente diminuta se cruzan las idas y
las venidas a la habitación del músico. Volverá a llamar, aunque sea la décima
aquella tarde. O la primera, que el tiempo es un concepto vacuo, como le oyó
decir precisamente a don Saturio.
La puerta está entreabierta, pero llama, es la norma. Ha
sonado a hueco. El sonido también puede ser un concepto vacuo. Nadie ha visto
jamás el sonido. Don Saturio sabe filosofía, además de música. Ya ha llamado.
Escucha un susurro zigzagueante por debajo del umbral. Empuja y se asoma sin
entrar. En cuanto ve al apostólico, avanza decidido hasta él.
–No está don Saturio, ¿verdad?
La mano aguileña del Cojo rastrea el cuello de Luis Murillo
que sigue frotando la tarima encerada de la habitación que no pudo limpiar por
la mañana porque su inquilino estaba dentro. Don Armando entorna la puerta, se
aproxima al muchacho, le acaricia la mejilla izquierda y mete su mano derecha
por la cinturilla del pantalón para decirle que se le está quedando pequeño.
–Ven esta tarde por la sastrería, que te voy a tomar medidas.
Armando Velázquez es principalmente sastre. Actúa de
enfermero sólo para curar al titular, Avelino Palma, o para suplirle. Tiene
autoridad sobre él porque es mayor. Pero lo suyo es hacer ropa a los frailes y
a ciertos aspirantes. Luis Murillo es uno de ellos, lo ha indicado así el señor
director, sin explicarlo. La consigna viene de más arriba, parece ser que del
propio Superior General.
El Cojo le ha metido toda la manaza entre las piernas, por
delante y por detrás. Ha tomado cuatro veces aquellas medidas. Le ha movido sus
partes, primero a un lado y luego al otro, sin apenas disimulo. Un temblor
primaveral asalta las rodillas del muchacho mientras el sastre le dice
mascullando:
–Vienes bueno, chaval.
Prefiere aquel lejano cosquilleo en las rótulas al
punzamiento de ahora. Tras un breve descanso, el prior ha vuelto a dar esos
golpecitos con los nudillos en el banco, que son la señal de arrodillarse.
Después del Tamtum ergo se han
recrudecido los dolores. Saetas de fuego y vinagre le perforan la pantorrilla y
el muslo viejo que dan al pasillo. Tendrá que gritar. Tendrá que alterar la
pasividad vegetal de los hermanos que oran o meditan en un presunto
arrobamiento postrados en los bancos de atrás. ¿No les dolerán a ellos las
rodillas? ¿Acaso no se las pusieron a temblar más de una vez El Cojo, o don
Juan Vigil, El Individuo, o hasta don Artemio el joven?
Un carraspeo del prior destroza la opaca serenidad del templo
sumergido en las brumas del incienso. El segundo carraspeo parece destinado a
alguien. Seguramente al hermano Benigno. Ese topo zafio que hace de sacristán
se está olvidando de algo. Sale del banco posterior tropezándose consigo mismo.
Los ecos de su traspié deshacen la sensación de sosiego que a duras penas ha
conseguido Luis Murillo en medio de tanta alteración. Los ojos del prior
acechando, su voz hojalatera desgraciando himnos, sus nudillos secos dando
órdenes, su carraspeo hiriendo el aire. El sacristán farfulla mientras acude a
su oficio. Las velas chisporrotean agitadas por aquel tropel de necedades. El
hermano Benigno tiene tan mala boca como cuando era joven.
Llegó al colegio apostólico con los mocos tendidos. Le salían
mocos hasta por las narices. Don Avelino se lo llevó a la enfermería al cabo de
una semana para intentar reducirle la hemorragia. Nada. El Benino como si tal,
a escupir y escupir mocos sin parar. Mocos amasados con palabrotas de pueblo.
Se había quedado sordo de tanto moco. Fue otro de los protegidos del don
Enrique, El Peque. ¿Tendría él, Luis Murillo, hermanos carnales desde tan
temprana edad? No. El Benino era un bruto retrato de su padre natural. Lo pudo
comprobar años más tarde.
Ha transcurrido la mitad de la primera hora santa, o la
tercera parte de la segunda, sin que haya avanzado en el análisis de la
situación. Está agarrotado, el cuerpo tenso, la mente comprimida. Se le agolpan
el tiempo y los recuerdos. No consigue ordenar la memoria. Un vértigo como de lumbre
le arde por dentro, en los canales linfáticos y en los vasos sanguíneos. Don
Artemio el joven les hablaba de ellos como avergonzándose de su poca ciencia.
Nota alterados los sentidos corporales, desde ese epicentro dolorido de las
rodillas que no le permite reflexionar, hasta la coronilla calva por donde debe
estar penetrándole la inquina del prior. Ni siquiera es ahora capaz de aplicar
las técnicas de relajación que le enseñaron en el Arco Iris. Control del cuerpo
para aquietar la mente. Fueron sus años locos. Acudió dos veranos consecutivos
a unos cursos de jardinería y tuvo allí experiencias alucinantes. En el último
conoció a Mila.
Sin embargo, el asunto urge. Ha de tomar postura. Hasta ahora
no ha significado nada en el convento y menos en
Además de su madre, alguien más sabría que el mártir de
Luis Murillo siente un espasmo en la columna vertebral. Algo
le agita desde las raíces. Una entidad oscura se le ha instalado dentro. Siente
pánico y ansiedad. Como un relámpago, ha brillado en su mente la imagen
decrépita de Lorenzo de Nora.
9. SANTOS ESTRÁVIZ
Lo ha decidido. Seguirá hablando con su cuñado. Porque Santos
Estráviz es su cuñado, un cuñado atípico, privado. Casualidades de la vida. Tal
vez no lo sepa nunca. Aunque Santos lo sabe todo. A pesar de su nariz chata,
tiene un olfato kilométrico. Habrá vuelto a Madrid, siempre enredado con su
periódico y su política. O no. Quizá siga revolviendo algo todavía por allí
cerca, medio de incógnito, como de costumbre. Pero si se ha ido, que venga otra
vez pretextando una enfermedad de su anciana madre, que ahora vive en la ciudad
con Mila y su marido.
Se vieron hará mes y medio, y también hace dos tardes. O
tres. Está perdiendo la cuenta de los días. Se asustó por la llamada repentina.
Aún se asustó más al día siguiente, durante la conversación. Se trataba de su
padre. La cuestión clave para él no salió a relucir entonces, pero estuvo a
punto de revelarle el gran secreto. El impacto fue terrible: el padre Mario,
tenido por mártir, no lo fue en realidad. Además, parece ser que cuando murió tenía
un hijo oculto. Sus investigaciones habían dado buenos resultados hasta el
momento. Se sabía con suficiente fundamento por qué lo fusilaron y quién lo
hizo. Aún había que atar algunos cabos, pero el asunto era tremendo.
Tras la caída de Bilbao y el desmantelamiento del ‘Cinturón
de Hierro’, en junio de 1937, las tropas franquistas pasaron por las armas a
varios militantes destacados del nacionalismo vasco, declarándolos oficialmente
muertos en combate. Entre ellos estaba el padre Mario, que no ocultó nunca su
condición religiosa. Un viejo gudari, que se libró de la ejecución por su
amistad con uno de los militares asesinos,
ha revelado el secreto y se ha ofrecido a dar más pistas. Sobre ellas
están. Parece que hay alguien dispuesto a declarar, uno de los ejecutores,
incapaz de soportar el peso de su conciencia al acercarse el inevitable momento
de la muerte. Un anciano creyente, de ochenta y dos años, quiere reconciliarse
con Dios por haber fusilado a uno de sus ministros, aunque fuera obedeciendo
órdenes. Y no hay mejor camino que revelarlo a los hombres, una vez prescrito
el delito, para morir en paz. El asunto es pavoroso.
Luis le pidió que le dejara respirar, que le diera tiempo
para asimilarlo.
Aún no ha hecho las gestiones que su amigo le ha encargado con
Basterra y con Golvano. Está como paralizado. Tendrá que disculparse ante
Santos. En cuanto sepa toda la verdad, cuando lo asimile todo, actuará. Su
cuñado lo entenderá. Aún falta mucho tiempo para las elecciones, pero no para la
beatificación de un impostor; mejor dicho de la víctima de una impostura.
Porque el padre Mario nunca pidió ser beatificado. ¿Cuál sería su último
pensamiento antes de morir? ¿Realmente fue fusilado o lo liquidaron de otra
forma? ¿Cuándo vio a su hijo secreto por última vez? ¿Pudo ser víctima de los
nacionales por sus ideas políticas o se trató más bien de un ajuste de cuentas
por asuntos personales? ¿Qué asuntos? Santos tendrá que contarle hasta el
último detalle. Le urge. Se trata de su padre. La sed de verdad le consume.
Sólo la certeza de lo que ocurrió calmaría de algún modo la alteración de su
sangre.
Dentro de siete meses será la ceremonia. Acaba de saber que
muy pronto van a reunirse allí mismo para tratar del tema. Viene de Roma el
padre Ricardo. Ricardo Armentia, uno de los pocos frailes que aún le inspira
confianza. Con él quisiera también hablar. Algo sabrán en la curia. Pueden
simular ceguera, pero está seguro de que el emisario del Vaticano no podrá
soportar sus preguntas doloridas.
Aunque tal vez sea mejor tratar del tema sólo con Santos. Los frailes querrán dejarlo fuera del juego. La promesa del viaje a Roma es un simple soborno. Sospechan de él y quieren comprar su silencio. Ha de ver a su cuñado cuanto antes. Pero tendrá que pedir permiso al prior para salir. ¿Con qué disculpa? Bueno, lo de Basterra. Aunque vuelvan a verse en la consulta del dentista por la mañana. El padre Zaberri es capaz de seguirle, después de lo que acaba de decirle en su despacho antes de la hora santa. Qué confusión. Bueno, que venga Santos al convento. Que se disfrace, como ha hecho otras veces. Sabe muy bien los riesgos que corre si anda por la ciudad o por los alrededores a cara descubierta. Santos vendrá a verle si le dice que es urgente. Le avisará a través de Mila. Hay que adelantarse a los que llegan de Roma. Se lo contará todo. Le dirá que el padre Mario fue su progenitor. Que los rumores de un hijo secreto son ciertos. Le dejará la carta de su madre. No le pillarán desprevenido. Aunque confía en el padre Ricardo, nunca se sabe el alcance de los poderes que manejan las alturas.
A Santos no le sorprenderá la noticia. A Luis Murillo sí le
sorprenderá que no le sorprenda. Aunque el periodista está siempre muy bien
informado. Pondrá ojos de gato contento, no obstante.
–¡Vaya, vaya…!
–Secreto absoluto, Santos.
–Tranquilo hombre, pero has de saber que la cosa tiene aún
más morbo. Les tengo yo ganas a los vaticanos.
–¿Más aún?
–Sí, mucho. El padre Mario murió fusilado por una venganza
personal y también por razones políticas. No es ningún mártir de la fe.
¿Quieres saber toda la verdad? Cuando quieras te lo cuento todo. Ya sabes que
la verdad nos hará libres; eso dicen el Evangelio o san Pablo, no recuerdo
bien, pero ya ves que no he olvidado lo fundamental.
–Sí, Santos, cuéntamelo todo, pero poco a poco, a veces creo
que ya no puedo más.
–Vale, vamos con ello, seré prudente. Dime cuándo quieres que
calle o que haga una pausa.
–Me armo de valor. Adelante.
Santos sonreirá enigmáticamente mientras pone el dedo índice
bajo el puente de sus gafas de concha.
–No te lo vas a creer, pero lo sabía hace tiempo. Al
principio no te quise decir nada. Me daba mucho apuro, mucho respeto. Era algo
delicado. Tu padre y tu madre. O a la inversa. Me ponía en tu lugar. Luego supe
que te habías enterado. Imaginé el golpazo. Tranquilo, que te entiendo.
Luis Murillo se sentirá ridículo. ¿Cómo es posible que
alguien ajeno a
Le crece el dolor en las rodillas imaginando la próxima conversación
con su cuñado. Tal vez sepa también que es su cuñado, un cuñado natural, fuera
de la ley. La ley. ¿Qué es la ley? ¿Para qué tanta ley? También se lo contará,
antes de que el propio Santos se lo diga sonriendo maliciosamente. Pero no. Es
una insensatez. No le llamará, no le dirá nada, no le preguntará nada, se
tragará él solo los sapos de la duda.
¡Ven en mi ayuda, Dios, ven en mi ayuda si es que existes!, musita
el fraile desquiciado. Quizá sea sólo Lorenzo de Nora quien acuda en su
auxilio. Le ha parecido que su rostro salía como fulminado de la custodia. Un
relámpago. Dicen que está a punto de llegar.
Dicen, o dijeron. Lorenzo de Nora en lugar de Dios. Se le confunde el tiempo, ayer es una fecha más distante que hace dos años, que hace tres. Lorenzo de Nora en su memoria, en la memoria de su corazón doliente.
–Mira,
Lorenzo, hermano, tras mucho pensarlo, he llegado a esa conclusión. Yo no estoy
de acuerdo. Tiene que haber algo después. Todos los pueblos de todos los
tiempos han creído en alguien superior. A nosotros, además, nos ha sido
revelado.
–¿Quién lo ha revelado? ¿Abrahán,
Moisés, Elías? Un ser humano a la postre. ¿Con qué derecho, con qué información,
con qué garantías? Te dicen: cree, y tú crees. Cree porque si no tendrás un
futuro ciego, serás condenado, irás al infierno. El infierno, un lugar de
castigo para los malos y para los ateos. Allí revueltos los criminales que
murieron sin arrepentirse y la gente bondadosa que no creía en Dios. ¿Te parece
coherente?
–Bueno, los que no llegaron a creer en Dios… sin culpa suya…
irán al limbo.
–No hablo de
esa gente, sino de quienes se negaron a admitir la idea del Dios que predica el
cristianismo o las demás religiones monoteístas.
–Pues… al infierno, claro.
–Estupendo.
Allí revueltos, digo, los impíos y los incrédulos, aunque éstos hayan sido
buenísimas personas. A ver qué dice la teología. Lo lógico es que, una vez en
el infierno, los ateos que fueron buena gente crean inevitablemente en Dios,
ante la evidencia, y sean perdonados, digo yo, pasando definitivamente al
cielo, aunque tal vez a través del purgatorio.
–Del infierno no se puede salir.
La imagen de
Lorenzo de Nora se esfuma tras un carraspeo del prior. Un templo con la
evidencia de Dios expuesto en
El hermano
Benigno ha vuelto al banco de atrás con su gordura grasienta apestando a sebo.
Sólo le faltaba ser sacristán. Se comerá las velas. Los domingos, festín con
los restos del cirio pascual. Estaba claro que el Benino era hijo de su padre
oficial. ¿Cómo aquella panza descomunal podía provenir de unos genes tan
espirituales como los del padre Mario? En todo caso podría atribuirse el lance
a don Eusebio Beltrán, con su bombo de tambor. ¿Se habría pasado por las cachas
Sancho Panza a la madre del Benino? Bah, no. En Urkiz se tiraban a las vacas y
a las cabras, según les contó un día Cereceda. Con eso tenían bastante. Más
divertido y menos complicado. También menor pecado, porque el dios de los
animales sería seguramente menos severo que el de los humanos.
Siempre admiró Luis Murillo a Santos Estráviz. Durante los años en que le perdió de vista, anduvo él también bastante perdido. Hasta que Durán, con su carita de bueno, le puso en la pista del Arco Iris con la disculpa de los cursos de jardinería. Allí se iluminó, allí comprendió la necedad de todo. A partir de entonces ha vivido resignado en medio de sus cuitas. Resignado, pero casi feliz hasta conocer esta noticia visceral, hasta enterarse de que es el hijo carnal del Venerable padre Mario.
Los curas no creen en Dios, le dijo Santos días antes de
abandonar el noviciado. Había leído a escondidas el libro ‘San Manuel Bueno,
mártir’, de Miguel de Unamuno. Su conclusión era definitiva. Los curas no creen
en Dios. No quería ser santo en medio de gente hueca. Los frailes son todos
unos estúpidos, añadió mientras se despedía. Luis Murillo protestó tímidamente.
Don Artemio de Ocio no era un estúpido, ni tampoco don Saturio Antón, a pesar
de haberle acusado de copiar en clase de literatura. Tampoco lo era don Artemio
Tejedor, que se compadeció de él cuando lo encontró llorando. Seguramente
tampoco era ningún estúpido don Valentín, al margen de sus bravatas y del
estruendo de muletas con que llenaba el coro.
Cuando Santos se fue, hacía ya un año que había muerto su padre.
¡Padre, en el cielo nos veremos!, dicen que gritó el día del entierro. Lo
dejaron salir del colegio apostólico para el funeral. Entonces aún creía en
Dios y en el cielo. Estaba convencido de que era un lugar divertido, ¡con
chicas, Luis, con chicas!, sin las estrecheces del convento, sin los sabañones
del frío, sin los sermones del Cartujo, sin el frota que frota la tarima
encerada en las tareas domésticas de las mañanas –‘los trabajillos’ las llamaba
El Peque–, sin las palizas moralizantes del Senaquerib; más bien con las bromas
del director, con las carcajadas de
El cielo tenía que ser algo movido, un festival de
sinuosidades, un caracoleo de industrias gozosas, un cancionero con días de
flauta, con noches de verbena, con flores y perfumes por oler, con gritos y
algarabía, con chicas, como decía Santos. El vapor de cielo que describía don
Manuel González y que aprobaba el padre Constantino en las clases de historia
sagrada era tan difuso como las nubes de incienso de aquella hora santa que
había transformado sus rodillas en muñones dolientes.
Por un momento creyó que se habían convertido en fierro
rusiente, como decía Cereceda trasladando los sonidos de la fragua de su
pueblo. Cuando el Colás pone el fierro rusiente… El banco sin almohadilla lo
conseguía mejor que el herrero del pueblo de Cereceda. Las rodillas rusientes
le servirían de trampolín para la gloria, así se lo había pronosticado
Leturiaga. Cuando castigas el cuerpo, el espíritu asciende. Luis Murillo no
aspira a tanto; le bastaría con que su espíritu estuviera ahora vertical.
Siente en el cogote los Ora
pro nobis del hermano Benigno. Ya han recorrido los quince misterios del
Rosario. Aunque el prior ha iniciado el rezo de las Letanías en castellano, los
preconciliares responden calladamente en latín. También las velas tienen la
sonrisa risueña de los tiempos antiguos. El sacristán les ha puesto el anuleto
de latón para evitar que se derramen. Luis Murillo las mira fijamente para que
el incendio de la retina contrarreste el fragor de sus rodillas a punto de
estallar. Le empieza a quemar también el vientre.
Recurrirá
a
Salve Regina
mater
misericordiae
vita, dulcedo,
et spes nostra,
salve.
La voz calcárea del padre Zaberri rescata la fórmula almidonada
del baúl de las devociones y destroza toda la magia.
Ad te clamamus
exules
filii Evae
at
te suspiramus
gementes
et flentes
in hac lacrimarum valle.
Luis Murillo no entendió lo de este valle de lágrimas hasta
bien entrada la mocedad. Fue un descubrimiento pavoroso. El valle de lágrimas
estuvo a punto de anegarle cuando su padre oficial, el bueno de Rufino Alonso,
pasó a la gloria pronosticada por Senaquerib en su funeral. Se habló de que
acudiría también el Padre Provincial, pero por razones muy poderosas –tenía
concertada una entrevista personal con un ministro en Madrid– no lo hizo. Cómo
hubiera presumido el novicio ante sus compañeros. El Provincial estaba muy
ocupado por razones de su cargo y delegó en el padre Constantino su
representación. El oficiante estuvo espléndido. Nunca tuvo un campesino de
aquel pueblo exequias tan nombradas. Don Florentino, el párroco, actuó de
diácono, y el padre Gurmendi, maestro de novicios, de subdiácono, asistidos los
oficiantes por los servicios reverenciales de don Javier Alzueta, el prefecto
del noviciado, con sus modos aristocráticos y la alcurnia puesta en el gesto
altivo del mentón.
El novicio Luis Murillo participó tan sólo en el traslado del
féretro hasta el camposanto. Llovía aquel 13 de noviembre. Turbio cumpleaños el
de su madre. Las lágrimas de la señora Benedicta manaron profusamente hasta
anegar el valle. Nadie se pudo explicar por qué aquellas aguas duraron y
duraron días sin escurrir ni evaporarse. En medio de la ceremonia, los llantos
de la desconsolada viuda resquebrajaron las bóvedas espirituales del hijo que
había diseñado un mundo sin fisuras para acoger el alma de su padre adoptivo
junto a la del glorioso caído por Dios y por España que había sido su origen
terrenal. En el regazo del Padre Celestial morarían reunidos aquellos dos
benditos.
Ahora, en cambio, disuelta la figura del buen hombre que
cubrió una ausencia, anulada la imagen del héroe ficticio, preparada la
escultura de un triunfador con sotana dispuesto a ocupar un lateral en el
retablo del presbiterio, a pesar de ser su pecaminoso progenitor, el hermano
Luis Murillo no sabe en qué orden situar a tanto padre. El último de la lista
es definitivamente el padre prior, José María Zaberri, que carraspea al cruzar
junto a él como si le solazaran los sufrimientos que le ha inoculado con la
mirada, después de hacerle beber la pócima aromática en su despacho. Carraspea
de nuevo tras hacer una genuflexión ostentosa y pasar por delante ocultándole
durante unos segundos la visión del Santísimo Sacramento.
También el hermano Benigno carraspea para no decepcionar al
prior y abandona de nuevo el banco de atrás siguiendo sus pasos, repitiendo sus
gestos. En la sacristía le está ayudando a revestirse otra vez. Saldrán los dos
con la solemnidad requerida, muy puesto el segundo en su función de
turiferario. La ampulosa bendición del padre Zaberri moviendo arriba, abajo, a
izquierda y derecha
La señal de la cruz actúa como un bálsamo para las rodillas
del hermano Murillo. Ha sido justamente en el momento de inclinar la cabeza
doblando la cerviz cuando ha experimentado el alivio. Lamenta no haber
descubierto antes este remedio porque hubiera calmado muy pronto sus dolores.
Ochenta cerviflexiones por minuto. El sacristán hubiera sospechado que tenía
especial entendimiento con el Altísimo y estaría desflecado de envidia. También
se hubiera irritado el prior viendo al entrometido lego relacionarse con Dios
en directo, sin su permiso, a unos niveles teológicos por él no sospechados, conocidos
ni autorizados. Aunque la cuestión no trascendiera la mera fisiología.
La hora santa prosigue mientras Luis Murillo se esfuerza para
no perder la concentración. Por una parte, asiste a los desfiles en la pantalla
de su memoria; por otra, intenta hallar luz para resolver el conflicto que le
planteó la última sinceridad de su madre y las revelaciones posteriores de
Estráviz. Y también para aclarar la vieja cuestión que está reverdeciendo en su
memoria como un segundo cuchillo clavado en el alma. Una herida nueva que ha
desenterrado su sentido de la responsabilidad, que le reclama imperiosamente un
gesto de honradez. Jazmín, la adolescente que con tanto cariño le visita
regularmente en su invernadero, tiene derecho a saber la verdad absoluta sobre
su vida, sobre su origen. Lo hablará con Mila a despecho de precauciones y
componendas; ha terminado la etapa de las precauciones estúpidas; si la verdad
nos hace libres, si la quiere para él a pesar de dolores y agonías, no puede
negársela a quien más quiere en este mundo, no soporta pensar que pasarán otros
cincuenta años hasta que la niña descubra la realidad. Las cosas ya no son como
fueron hace cuarenta, cincuenta, sesenta… Pronto va a comenzar un nuevo siglo,
una nueva era, la era de la verdad.
La nueva entrevista que ha concertado sin fecha con Santos
Estráviz no le va a añadir nada sustancial. Los detalles le harán sufrir una
vez más. Hasta es posible que se cebe en el caso que le afecta, la muerte de su
padre auténtico. La visión del mundo de su amigo es muy parcial. Hay que saber
moverse entre lo aparente y lo real. ¿Y si lo que le tiene que contar no está
suficientemente documentado? ¿No es cierto que algunos periodistas aplican
aquello de “no permitas que la realidad te prive de una buena noticia”, de algo
sensacional aunque no esté suficientemente probado?
Santos es un extremista y un oportunista. Un hombre que está
contra todo, contra todos. Dice buscar la verdad hasta las últimas
consecuencias, pero la verdad desnuda no es posible entre los humanos: seríamos
peores que las fieras si todo se supiera hasta el extremo, hasta los últimos
detalles. Santos fue rechazado en
Vuelve a pensar en el próximo encuentro con su amigo. Será
breve la conversación que mantengan. Él no le revelará su fuente de información,
no le mostrará documentos, recurrirá al secreto profesional: los datos son
éstos, y punto, créeme Luis. ¿Qué le podrá añadir Santos, cómo le demostrará
que su padre es un simple ajusticiado, una víctima de alguna rencilla o
represalia vulgar que los frailes o quien fuera aprovechó para sacar partido
hagiográfico dadas las circunstancias de su muerte? Partido hagiográfico fue la
expresión que utilizó Lorenzo de Nora cuando volvió de Roma una vez apartado de
la causa de beatificación que allí gestionaba. Se le quedaron en la mente
aquellas palabras que no ha sabido interpretar hasta ahora. Partido hagiográfico,
claro.
Las nebulosas quedarán sin resolver con Santos. Llegarán a la
conclusión de aguardar acontecimientos; vamos a esperar, eso le dirá. La
beatificación del padre Mario es imparable, inevitable, salvo que se monte un
escándalo repentino. ¿Se atrevería él a desatarlo con los datos que ha ido
reuniendo? ¿Y el asunto del diputado Itúrbide? No tiene nada que ver, salvo que
proceden del mismo pueblo, y parece honroso en esta tierra tener un paisano que
es declarado beato y a poco que se apriete en Roma puede llegar a santo. A Luis
Murillo se le calienta la sangre. Piensa de nuevo en su padre y en los rumores
que le contó Santos. ¿Cómo permitir que un impío, incluso un sacrílego, suba a
los altares? ¿Apostará
Santos tratará de calmarle. Lo imagina más serio que de
costumbre. Las realidades que ha ido descubriendo le han sorprendido. Ni idea
de que eso fuera así. Su vista de lince y su olfato de perro de presa no le
habían conducido al tema hasta hace un par de meses. Ahora se explica aquella
preferencia del Peque por Luisito, y también la del padre Ricardo Armentia,
entonces Superior Provincial, la única vez que lo recuerda en el colegio
apostólico.
–Pues estuvo en varias ocasiones.
–Puede ser, pero yo sólo lo recuerdo una, y te estuvo
acariciando la cabeza. Me llamó la atención.
–Venía algunos días a reunirse con los frailes y El Peque me
llamaba discretamente porque él quería verme.
–¿Por algo especial?
–No lo sé. Me traía saludos de mi madre.
–Vaya, vaya…
El niño viejo da un
respingo con una mezcla agria de nostalgia y de rechazo. Los años no han pasado
en vano. El tiempo va imponiendo la prudencia. Luis Murillo se desanima. A él
le ha nacido un coraje que nunca tuvo, mientras que a los demás los va
desarmando la vida.
10. MIYO
El altar se ha oscurecido con la llegada del prior. Es él
quien brilla. Su explosiva capa pluvial hilada en oro eclipsa el esplendor de
Más allá se encuentra Lorenzo de Nora, el hombre que ocupó
altos cargos en
–Más allá no hay nada, créeme. Tú mismo lo sabrás si
profundizas.
–Entonces, ¿para qué tanto esfuerzo, tanto afán?
–Para llegar a esa convicción y asentar nuestra naturaleza de
hombres sobre las únicas bases solventes: el aquí y el ahora.
–¿Y después?
–El aquí y el ahora es el después. No hay otro.
–Eso destruye todas las esperanzas.
–Eso debiera abrir todas las conciencias a la vibración de la
realidad, a lo único existente, a lo inespacial y a lo intemporal. El espacio y
el tiempo son los elementos a través de los que se explica la realidad para
hacerse comprensible a los humanos. Sólo hay un espacio, sólo hay un tiempo. El
aquí y el ahora. La comprensión de esta verdad depende de la distancia a que
uno es capaz de situarse para contemplarla.
–¿Eso explica el fenómeno de los adivinos y su capacidad de
visión?
–Puede ser. Cuanto más se desprende uno de sí, cuanto más se
aleja del caparazón oclusivo que a todos nos envuelve, más capaz es de
recuperar el pasado y de avizorar el futuro. Todo está delante. Todo ha
sucedido ya. Al mismo tiempo. En un solo lugar cuya entidad es tan densa que
únicamente seríamos capaces de suponerlo, pero no de comprobarlo. Ni siquiera
podemos imaginarlo en toda su dimensión.
Algo semejante encontró Luis Murillo en el Arco Iris. Las
enseñanzas de Miyo en las charlas que completaban los cursos de jardinería
dejaron algo más que inquietudes en su mente. Quedó para siempre marcado por la
sensación de lo efímero, por el profundo significado de algunas situaciones
consideradas absurdas, por la vivencia de esas realidades superpuestas,
llamadas milagros, que pasan desapercibidas a la razón humana. La teoría y las
prácticas del primer curso fueron lo de menos. La crisis espiritual que todo
aquello le provocó tuvo salida en los ejercicios que a renglón seguido hizo con
la comunidad. La existencia de Dios era indudable. Múltiples pruebas la
garantizaban. Santo Tomás de Aquino y san Ambrosio habían aclarado el misterio.
Las ideas de Lorenzo de Nora eran fruto de la obcecación. Había perdido la fe,
un bien preciado que necesitaba mucha oración y mucho esfuerzo para mantenerse
vivo.
–Yo creo que si volvieras a pedir a Dios con humildad que te
devolviera la fe, se aclararían todas tus dudas –le dijo una tarde a su amigo
cuando regresó de Roma totalmente desacreditado.
Estaban sentados en la linde del
pinar, encima de Urkiz. El ambiente era cálido, menos húmedo que de ordinario.
Lorenzo miraba al horizonte que cerraban las cumbres despejadas del Aizpiri. En
las praderas pacían rebaños de vacas envueltos en sones difusos y amables.
Habían llegado hasta allí conversando blandamente, como quien fabrica serenidad
con las palabras. Luis Murillo trataba de apuntalar sus dudas con la afirmación
rotunda de unas creencias cada vez más inestables.
–Yo no tengo ya dudas, querido Luis.
–Pero es muy triste vivir así, para siempre, sabiendo que no
hay vuelta de hoja. Yo no podría soportar la idea de que estamos solos, de que
todo es mera apariencia, de que después de esto no hay nada.
–¿Alguien cualificado y en quien confíes plenamente te ha
hablado de sus vivencias con sinceridad?
–No, salvo tú.
–Pero estuviste el pasado verano en el Arco Iris y regresaste
con muchas dudas.
–Sí, pero las resolví a la semana siguiente, en los
ejercicios espirituales que hacemos cada año. Nos los dio el padre Ricardo
Armentia. Es un hombre que siempre me ha inspirado confianza, aunque apenas he
hablado con él. Lo que siento es que sigas con tus teorías. Y me extraña que no
las defiendas ante los demás, si estás tan convencido.
–Mira, yo no hago proselitismo. Tengo las ideas claras. Aquí
dentro no puedo hablar con nadie de esto. No me entenderían, ni siquiera me
atenderían. Me he resignado a vivir así. ¿Qué puedo hacer camino de los sesenta
años? Aquí, al menos, estoy tranquilo. Puedo meditar sobre la realidad, sentir
intensamente cada minuto, experimentar sensaciones simples pero profundas,
vivir el aquí y el ahora. ¿No era esa una de las propuestas fundamentales del
Arco Iris?
–Sí, lo era.
–Pues ya ves.
Yo tengo bastante con vivir lo mío intensamente, todo, hasta las cosas más
nimias. Por otra parte, cuando uno defiende con mucho ahínco algo de lo que
dice estar convencido, siempre pienso que en realidad no lo está, que le acecha
la duda. Quien está muy seguro de lo que piensa y de lo que hace, se limita a
vivirlo sin necesidad de que los demás lo aprueben. En todo caso lo comenta con
alguien de confianza, como hago contigo, pero sin intentar convencerle. Y sin
pedir opinión. Si llega, esa opinión se considera; si no, se respeta el
silencio del amigo. Yo estoy muy seguro de lo que pienso y de lo que hago. Lo
estoy para mí, lo cual no significa que valga para los demás. Y estoy muy
seguro aquí y ahora, porque me someto constantemente a la duda tratando de no
anclarme en dogmas inamovibles.
–Yo también tengo dudas, a veces muy fuertes. Pero no quiero
darles muchas vueltas. Me provocan angustia. Prefiero vivir tranquilo.
–Es una opción personal. Hay quien no consigue dar la espalda
a sus inquietudes por mucho que se empeñe. Yo he buscado honestamente donde he
podido, tratando de hallar respuestas personales a mis propias preguntas. Las
respuestas estereotipadas del magisterio y de las jerarquías no me sirven.
Antes de dármelas, ya las conozco. Son las mismas de hace tres siglos, de hace
diez o quince. Tengo la impresión personal de que nos engañan, de que sirven
intereses ajenos y a veces nefandos.
–Pero hay que ser humildes. Los humanos somos incapaces de conocer
los secretos de Dios. Nos basta con saber que somos hijos suyos.
–¿No es eso una gran soberbia? ¡Hijos de Dios, ahí es nada! Creo que la verdadera humildad es sentirnos lo que somos: unos animales con el cerebro más desarrollado que las restantes especies. Un cerebro que necesita llenar el vacío que fabrica, y lo hace inventando historias, entre ellas la de un ser superior que nos impone unos deberes colectivos y así nos libera, en buena parte, de nuestra responsabilidad individual. Un Dios que nos premia y nos castiga, es decir que nos obliga a comportarnos según unos principios que establecen los poderosos. El día en que los seres humanos hagan el bien y eviten el mal por el simple placer de sentirse capaces de ello, habrá dado nuestra especie un salto cualitativo. Mientras tanto, hemos de admitir la existencia de un ser superior como un mal menor, como el elemento moderador de nuestras relaciones y como una salida a la angustia que nos provoca el vacío de la mente. La última realidad de todo es la nada. O la aceptamos y obramos en consecuencia, o seguiremos dando tumbos inútiles durante los siglos que le queden a este planeta en desmoronamiento.
Hace algún tiempo que Luis Murillo no reflexionaba sobre
estos asuntos. Los acontecimientos de las últimas semanas le han desbordado.
Meditar sobre la nada fue un gran hallazgo. Se clarificaban muchas cosas, se
comprendían muchas actitudes. Allí lo aprendió, en el Arco Iris, no en el
convento. El segundo cursillo fue decisivo. Y no sólo por eso. Ahora podrá ayudarle
esa técnica. Dejar la mente en blanco.
Recuerda la noche de la semana pasada en la que se quedó a
solas meditando en la iglesia. Estaba seguro de que no había ningún fraile. El
más tardío en salir siempre, el tontuno del Benino, dejó la sacristía minutos
antes de que ocurriera el prodigio. Tenía que encajar la situación que le había
planteado la carta de su madre. Cuando comenzó con sus cánticos secretos, no
sabía lo que iba a suceder. La casi absoluta certeza de soledad, exceptuado el
ápice de duda sobre el fantasma de don Valentín que podía seguir agazapado en
el coro desde fechas infinitas, le permitía abandonarse a la práctica de gestos
y sonidos que le traían paz. Debía mantener cierta precaución en cuanto a las
reacciones del veleidoso espectro. Eran imprevisibles y súbitas. En más de una
ocasión, aquel mismo año, había interrumpido los rezos de los frailes con sus
intempestivas manifestaciones en forma de muletazos y de regurgitaciones
groseras más propias de un tragón orondo, como el hermano Benigno, que de un
ser famélico desterrado desde hacía decenios del convite terrenal. El caso es
que nadie pudo encontrar huella alguna sobre el suelo ni bajo los bancos que
denotase la actividad de aquel espantajo. Ni fue afectado por los exorcismos
que el prior ordenó en todo el recinto. Se bendijeron el coro, los pasillos por
los que transitaba y la habitación que había ocupado en los últimos años de su
vida, vacía desde entonces. Los síntomas volvieron a repetirse, sin que diera
resultado la vigilancia montada por el propio José María Zaberri en persona, ya
que ningún fraile se avino a ello.
Salvado el escollo del fantasma, Luis Murillo se hallaba en
pleno rito de pacificación mental. Alzaba y estiraba los brazos, bamboleaba su
cabeza hacia los lados, inclinaba el torso, respiraba con ritmo acelerado
acompañando todos sus movimientos con el susurro de los mantras interiorizados,
parpadeaba con los ojos a compás y sólo echaba en falta la música. Si fuera
capaz de convocar al espectro de don Artemio de Ocio, le invitaría incluso a
bailar. Le rogaría que primero se pusiera al órgano, le enseñaría a desdoblarse
y bailarían juntos la danza de los orígenes, ese canto al inicio de la
eternidad.
Veni Creator spiritus
mentes tuorum
visita
imple superna
gratia
que tu creasti
pectora.
El padre Zaberri ha entonado con la misma disonancia de siempre el himno de Rábano Mauro. No llegará el Espíritu Paráclito con su estremecedor oleaje de alas doblegando las leyes de la materia, ni alzará a estos frailes ramplones a la dimensión excelsa que sólo los afortunados alcanzan. No habrá voces poderosas que utilicen el lenguaje inaccesible de quienes han sido tocados en la frente por el punto de la inmensidad. Éste es un territorio donde reinan la sequía, las maneras huecas, el silencio soso.
La noche antepasada, en su soledad luminosa, tuvo una revelación. Cinco lustros antes la hubiera llamado Dios, pero ahora sabía, desde sus secretas experiencias en el Arco Iris, que se trataba de un prodigio interno y no trascendente. La poderosa vibración duró muchos minutos y sólo fue perturbada por un ruido impreciso que llegó del coro. Alguien podía haber entrado allí. Tal vez el padre Zaberri, sospechando un contubernio entre el fámulo y los fantasmas. Tal vez el Benino con su pomposa panza desconfiando de los fervores de aquel hermano al que consiguieron reducir a la insignificancia total una vez instalado en Roma el padre Ricardo Armentia, su protector. También podía ser don Valentín con sus muletas eternas, o don Artemio el viejo con la diestra alzada para caer sobre el teclado del órgano como un torrente rumoroso. Incluso pudiera tratarse del Cartujo dispuesto a sorprender amistades particulares ejercidas en sagrado, o el pecado solitario de un muchacho melindroso. Luis Murillo suspendió entonces movimientos y susurros. El aleteo enérgico de su mente le trasladó a las regiones donde el tiempo es uno, el espacio se vuelve compacto y la sonrisa celebra un rito permanente.
El pecado solitario lo descubrió el joven aspirante trepando
a los árboles. Era un cerezo con los frutos altos, porque los que nacieron al
goce de la mano habían sido atrapados por colegas más crecidos. También los
frailes del colegio apostólico levantarían el brazo en sus paseos,
contraviniendo la norma y dando camino a la gula. O don Eusebio Beltrán, que se
habría quedado con hambre tras la comida frugal y necesitaba completar el
postre. O hasta el aéreo don Artemio de Ocio, buscando arcángeles en el cielo y
acariciando la candidez rosácea de las cerezas entre sus dedos. Luis Murillo,
niño de doce años, tenía más hambre del alma que del estómago. Aquellas cerezas
incólumes eran un regalo que se disponía a disfrutar. Cruzó las piernas sobre
el tronco sonriente y trepó con impulso. Al tercer envite observó efluvios sorprendentes
entre sus piernas. Algo se le removía en la entraña prohibida, algo en aquellas
partes vedadas de su cuerpo que apenas conocía en profundidad.
–Cuando deban atender a sus necesidades o durante la ducha
semanal de los sábados, sean muy precavidos y encomiéndense a san Luis Gonzaga
–les había advertido reiteradamente El Cartujo sin descender a detalles.
Todos los apostólicos entendían la referencia, cada cual con
su interpretación secreta y algunos con sonrisitas sospechosas, como Garrido y
Cereceda. Santos se ponía serio y estiraba sus pómulos como avergonzado. Ibáñez
llegaba a ruborizarse. Magán se hacía el enterado y miraba para ambos lados.
Las cerezas colgadas del cielo fueron un regalo inalcanzable porque la naturaleza tomó otros derroteros entre las piernas del niño púber abrazado al árbol. Un agrado desconocido, como un gusanillo de luz gozosa, indudablemente pecaminoso por ser agrado, le ascendió desde las secretas raíces de su cuerpo primaveral y le invadió la espalda ascendiendo a la cabeza como una borrachera incontrolable. Se encontró húmedo, sudoroso y culpable. El primer pecado solitario de un muchacho medroso e inocente. Hubo más luego, en un secreto del que sólo fue partícipe el padre Miguel Lezaun, a quien un día de cuentas con Dios le pareció ver sonreír en la penumbra del confesionario.
Sonríe él también ahora, disimulada y amargamente. Sonríe
porque sabe que el prior le está clavando los garfios de sus ojos desde el
presbiterio. El Zaberri no sabrá a qué atribuir tanta sonrisa. No es burla,
pero tampoco iluminación. Un simple lego no tiene dotes ni recursos para la
mística. Reirá por tontería, por ignorancia, de pura memez. El calor del rostro
disminuye a medida que aumenta la inquina del prior. El hermano Murillo cierra
los ojos, recordando la noche antepasada. Avanza por un sendero lóbrego y
extraño. A su encuentro sale el padre Mario con la cabeza cubierta por un saco.
No lleva la aureola de beato, como hubiera cabido esperar. El simbolismo no
está claro. Ambos siguen su camino. Se cruzan sin mirarse. Poco después se oye
un grito agudo. Luis Murillo abre enormemente los ojos y ve una montaña blanca
en el mismo punto que ocupara minutos antes el Santísimo expuesto en
Estaba identificando aquel ruido del coro que lo mismo podía
proceder del fantasma de
–Hola, Luis, soy Santos. No me digas nada. Disculpa por la
hora. Necesito hablar contigo. Espérame mañana a las cuatro en la consulta.
El hermano Murillo salió de la cabina telefónica situada junto a la portería con la sensación de tener que emprender un viaje imposible. Todo estaba en silencio. Los frailes se habían ido retirando a descansar. Se sentía ágil después de la experiencia. Hacía mucho tiempo que no recorría sus venas una sensación tan agradable. Particularmente la de sus piernas y en especial las ramificaciones que riegan las rodillas. Ya en la cama, se las estuvo acariciando con un regusto adolescente. Retornaron a su memoria las sensaciones agridulces de su primer pecado solitario. Aquellas rodillas que aprisionaron el tronco del cerezo, que aprisionaron luego el tronco de otros árboles secretos, habían aprisionado años después, contra todas las leyes humanas y divinas, excepto las de la naturaleza, un tronco y unas extremidades de mujer sin que su pecado tardío pudiera ser absuelto por el padre Miguel Lezaun oscuramente sonriendo en la penumbra.
11. PERIODISTAS
En la consulta del dentista a las cuatro de la tarde. No hay
riesgos. Nadie sospechó nunca del doctor Carracedo. Nadie sospechará ahora.
Tampoco le sorprende que Santos Estráviz le cite en el lugar donde trabaja su
hermana, la ayudante del dentista. Por lo demás, con gorra y gafas oscuras
puede pasar totalmente desapercibido en la ciudad.
–Luis, antes de nada debo advertirte que vengo de incógnito,
como de costumbre, pero más. No comentes con nadie que me has visto. Cuando te
llamé anoche, simulé otra voz. Por una parte, no quiero que los frailes sepan
que ando tras este asunto. Por otra, la situación política se ha complicado con
los hallazgos de Basterra. ¿Te acuerdas de él?
–Claro que me acuerdo. ¿De qué se trata?
–Ahora no viene al caso. Vamos a lo nuestro. Parece ser que
han surgido dificultades de última hora en la causa del padre Mario. Roma está
pensando en demorar el asunto, en retirarlo de la relación de mártires que van
a beatificar en marzo.
Luis se ordena a sí mismo poner cara de sorpresa. Lo que
verdaderamente siente es pánico. Un pánico cerval. ¿Quién más lo sabe? Alguien
está manipulando la situación. El Superior General, el Provincial, el prior...
–Sí, ya sé que te sorprende, pero por lo visto hay algo
oscuro. En el periódico tenemos mucho interés por el tema. Los dueños no
perdonan ni una. Me han encargado el asunto. En realidad, lo he pedido yo. No
quiero que algún cateto lo desgracie. Enseguida he pensado en ti. Sé que te
pongo en un brete, pero quiero que me digas lo que pasa, si has oído algo aquí,
entre los tuyos.
–Mira, yo…
–Sí, sí. Tienes que decirme todo lo que sepas. Seguramente
entre los frailes se habrá corrido algo. Puedes confiar en mí. Las
informaciones serán del periódico, sin firma ni referencia a las fuentes. He
puesto esa condición a los jefes. Por otra parte, han llegado pistas de otro
origen, hay presiones políticas, digamos. Parece mentira, pero los mandamases de este
territorio también quieren manipular a los hombres ilustres nacidos aquí, sean
ángeles o demonios. Llevan decenios empeñados en controlarlo todo y arremeten
contra cualquiera que les haga sombra. A través de ellos se ha sabido que se
trata de un asunto grave.
¿Grave? ¿Será conocido ya en el Vaticano el pecado de la carne
de su padre verdadero cuyo resultado es él? ¿Se sabía todo desde hace tiempo,
antes incluso de que el afectado se enterara? Se inquieta, se apura. ¡Qué
vergüenza! Intentarán verle, entrevistarle, le preguntarán, le sonsacarán…
Ciertos periodistas buscan el sensacionalismo por encima de todo, el morbo,
cualquier cosa que venda. Tiene que ser fuerte. O hacérselo. Desde ahora.
–Pero, vamos a ver, ¿de qué se trata en concreto? No he oído
nada raro. Sólo sé que dentro de poco se celebrará la ceremonia en Roma y que…
–Mira, Luis, vayamos al grano. En primer lugar, parece ser
que hay dinero de por medio. Se dice que algunos miembros de la ponencia y de
la curia han sido untados. Se habla incluso del soborno de varios cardenales.
Luis Murillo respira. Que todo el mal vaya por ahí. Que
demoren la beatificación de su padre a causa de los manejos económicos de los
hijos. O de quien sea. Sí, los políticos pueden estar en el ajo. Se sabe que no
reparan en medios. Y tienen bastantes más que su Congregación. Un mártir del
nacionalismo les vendría al pelo para consolidar su ansia de poder. Que lleven
el asunto por ahí. Cualquier camino es bueno si evita que él esté en el
candelero. Prefiere su soledad, esa sombra austera que le ha acompañado en la
vida. Ya es bastante con la tortura personal que arrastra.
–¿No crees que han podido ser los políticos? Siempre están
intrigando y andan metidos en todo. La beatificación del padre Mario, un hombre
de sus ideas como siempre se ha dicho, les puede venir bien.
Le ha temblado la voz intentando hablar de su padre con
desapego. Pero tiene que ser fuerte. Desde ahora. Ni un titubeo.
–Lo hemos pensado. Es la primera hipótesis que barajamos. Parece
que el dinero fue abonado para avanzar, para agilizar el proceso. Si estuviera
detrás
–Mira, Santos, yo estoy al margen de todo, ya lo sabes. Hace
tiempo que no salgo de mi rincón, de mis jardines, de mi rutina. Por lo que he
oído siempre, esa gente es retorcida y capaz de cualquier cosa. Han podido
sobornar a los postuladores, a los miembros de la ponencia o a cualquier
persona relacionada con la causa para acusarlos luego de haber aceptado dinero.
–Hombre, visto así…
Santos Estráviz apoya el índice de la mano derecha sobre el
puente de las gafas y se queda mirando fijamente a su viejo colega. Alza las
cejas tres veces consecutivas, retira la mano, oscila la cabeza arriba y abajo,
aleja la mirada y se da dos palmaditas en las sienes.
–No está mal, no está nada mal, claro. Eso explicaría…
–¿El qué?
–Supongamos que hay cierta prisa por beatificar a vuestro
personaje para provocar luego…
–¿El qué? ¡Dime!
–Déjame pensar. Ahora gobierna la derecha, y si fueron los
franquistas quienes fusilaron al presunto mártir…
Santos tiene que pensar. También él va a pensar. No le gusta
nada aquel embrollo. Gente jugando con la santidad de su padre. Que si los políticos,
que si la curia, que si los cardenales, que si…
–Claro que todo pudiera ser simplemente una cortina de humo
para tapar el otro asunto –cavila en voz alta el periodista.
–¿Qué otro asunto?
Las rodillas de Luis Murillo se agrietan. Las siente
calientes y quebradizas, como si la hora santa hubiera comenzado mucho antes
que sus recuerdos. ¿De qué otro asunto hablaba Santos? En la iglesia hay un
silencio sepulcral invadido sólo por el chirrido del incensario que el hermano
Benigno voltea de forma mecánica. Lo voltea en un giro completo de trescientos
sesenta grados, con una regularidad pasmosa de la que no sería capaz ningún
artilugio mecánico. La trayectoria es perfecta, de progresión continua en el
sentido contrario a las agujas del reloj. Al mismo tiempo se desplaza el
sacristán por el presbiterio describiendo una órbita elíptica en torno al altar
donde se halla
Luis Murillo se abre los ojos con los dedos índice y pulgar
de cada mano porque duda de su cordura. A mayor dimensión perceptiva, mayor
sensación de caos. Ya no sólo gira el incensario a velocidad creciente, sino que
también participan en el baile
Una voz rastrera interrumpe su éxtasis. El padre Zaberri ha entonado otro himno desastrosamente. No tiene letra. Lo tararea el prior en medio de la nube que siguen provocando los giros locos del incensario en manos del hermano Benigno. Ahora ya no son verticalmente circulares, sino en plano horizontal. El sacristán acabará mareándose. Parece increíble que aguante tantas vueltas sin caerse. ¿Estará entrenado también en los ritos sufíes? Una de las cosas que aprendió Luis Murillo en el Arco Iris fue la danza derviche: interminables giros en el mismo sentido sin sufrir vértigo ni mareo. ¿Habrá estado también el Benino en el Arco Iris o en algún lugar semejante? No. Tontuno y gordote como es, hubiera sido el hazmerreír de cualquier secta. Después de desparasitarlo, lo hubieran puesto de patitas en la calle. Tanta grasa es un muro infranqueable para el más leve empeño espiritual.
Cantan los frailes, pero en sus oídos resuena con mayor
fuerza el eco de las palabras de Santos Estráviz prosiguiendo su
interrogatorio. Porque en realidad se trataba de un interrogatorio sutil que
conducía a un destino predeterminado.
–Bueno, hay otro tema bastante delicado. También quería
hablarte de eso. Sé que no estás al tanto de esas oscuras maquinaciones políticas,
pero ahora se trata de una cuestión más personal. Creo que tenemos suficiente
confianza, ¿no?
Una cuestión personal. Luis Murillo hace esfuerzos para que
no le tiemblen las mandíbulas. Siente que se le quiebra la voz, que le va a
faltar el aliento. Tendrá que controlarse al responder. Hay suficiente
confianza para hablar, claro. En realidad él ya había pensado confesarle a su
amigo el asunto. Privadamente, en absoluto secreto. De momento, lo dejó. Pero
ahora las saetas de la risa universal amenazan desde las almenas del
periodista. Lo sabe todo. Lo saben todos.
–Ha corrido el rumor de que el primer postulador de la causa
del próximo beato, el padre Emilio, tuvo durante su vida varios jovencitos
especialmente protegidos. Yo conservo algunos recuerdos, aunque tú tienes que
saber bastante más. Supongo que esto no te pilla de nuevas, ¿verdad? Ya lo
habíamos hablado alguna vez. El padre Emilio, al que llamábamos el Chopo, era
compañero del padre Mario. Estuvieron los dos encarcelados por los franquistas,
pero a él no lo fusilaron. Ya está muy mayor, pero me gustaría hablar con él.
Sigue en Roma, ¿verdad?
El viejo zorro ha aguzado la mirada. Luis Murillo se siente acorralado. Claro que no le pilla de nuevas. Un compañero de cautiverio de su padre. De su padre real, no del ficticio que también murió en la guerra. Siempre vivió con ese temblor solitario, el temblor de quien ignora la realidad, de quien sospecha que lo que le cuentan tiene claroscuros sospechosos. Sospechas extendidas imprecisamente en el ambiente. Sobre el verdadero padre del Benino nunca hubo dudas, ni sobre el de Santos, o del de Cereceda, o el de Garrido que le amenazaba con las ovejas, pero sobre el suyo sí.
–¿Por qué te apellidas como tu madre, eh, chaval?
El cabrito de Magán no perdona. Cuando no te puede machacar
por un lado, lo hace por el otro.
–Es que mi padre murió en la guerra.
Es capaz de dejarte las nalgas tuertas de un balonazo o el
alma temblando con su mirada mineral.
–¿Y eso…?
Las preguntas colgantes. Las horrorosas preguntas colgantes.
La sibilina pregunta colgante de Santos:
–¿Verdad?
–Bueno… es cierto. Había varios apostólicos a los que el
padre Emilio protegía de modo especial. Yo era uno de ellos, no es ningún
secreto. Supongo que por cuestiones de familia. En mi caso, el ser hijo de
viuda…
–Pero tú tenías un padre. Murió poco después que el mío, si
no recuerdo mal.
–Rufino Alonso era mi padrastro; mi verdadero padre…
¿Qué dice ahora? ¿Hace el ridículo afirmando una necedad ante
su amigo? Mi verdadero padre murió en la guerra. Es falso y cierto al mismo
tiempo. Su verdadero padre ficticio y su verdadero padre real. Qué confusión. Los
periodistas lo saben todo. Más de lo que cuentan. Su reserva de verdades les
sirve para lanzarlas como armas arrojadizas en el momento oportuno.
¿De qué tiene miedo? Está aturdido. ¿Es de ahora el pánico
que intenta trasladar a la conversación de hace dos meses? Entonces no sabía
aún… Sí que lo sabía. Tenía ya la carta. La había leído, tal vez en sueños. O
su madre le habría revelado el contenido en una aparición nocturna. Está
confuso. ¿Qué es el antes y el después? Iba a tener razón Miyo con su teoría de
la realidad.
–A mi verdadero padre no lo conocí.
–¿No lo conociste?
¿Hay sarcasmo en esa pregunta retórica? La mirada de Santos
es ahora limpia. Es posible que las cosas no vayan por ahí. No conviene
precipitarse ni temer lo que no tiene fundamento. Si supiera algo concreto,
hubiera empezado de otro modo. Menudo es su amigo.
–No, no lo conocí. Mi madre afirmó siempre que había muerto
en la guerra, que se habían casado un año antes, pero que un incendio destruyó
el Registro Civil y que no pudo demostrarlo. Por eso…
–¿Y el libro parroquial?
–No lo sé.
–Se quemaría también. Bueno, no tiene importancia. El tema es
otro. Parece que se sospecha de lo que El Cartujo llamaba amistades
particulares, ¿recuerdas?
–Claro que recuerdo.
–Pues por ahí van los tiros. Ya sabes con qué frecuencia
mariconean los frailes. Siempre ha ocurrido, y es normal. Por algún lado tienen
que estallar. No se puede comprimir la primavera a base de disciplinas y
cilicios. ¿Te acuerdas de Leturiaga? Menudo pinta ha resultado después de tanta
cadenilla. Algún día te contaré. Bueno, a lo que vamos: alguien ha acusado al
postulador de vuestro beato de haber desarrollado amistades particulares con
varios jovencitos, antes de llegar a Roma. Allí se le pierde la pista. También
se habla de alguna niña. ¿Qué sabes de eso? Quiero que me digas la verdad. Te
juro una discreción total.
–Hombre, tú mismo puedes saber lo que ocurría en el colegio.
Aunque él pasó poco por aquí.
–Sí, lo recuerdo; el más descarado era don Juan Vigil, al que
llamábamos El Individuo. Primero te metía mano por detrás y luego por delante.
Pobre hombre. No sé qué hacía allí. Cuando cruzábamos el pueblo en las tardes
de los jueves, se ponía colorado cada vez que pasaba una mujer. Qué ansiedades
debían chuparse él y algunos más.
–Pues es lo que había.
–Bueno, el tan don Juan no pinta ya nada. Puede haber
cincuenta como él, pero ninguno es aún una figura de
–¿A qué viene eso?
El hermano Murillo vuelve a sobresaltarse. ¿Dónde quiere ir a
parar Santos? ¿Habrá alguna sospecha que afecte a su padre? Si han investigado
su vida…
–Hombre, se trata de aclarar unas dudas que han surgido
porque en su momento hubo unas denuncias. Los archivos guardan muchas cosas.
Parece mentira lo que puede saberse al cabo del tiempo. La verdad es que si se
confirma que un próximo beato fue acusado de pederastia, la cosa está chunga.
–Hombre, todos los santos han pecado alguna vez –responde
apurado Luis Murillo–. Ya dice
–Pero se ha sabido a tiempo, antes de canonizarlos. Y se
supone que a partir de un momento, zas, la cosa se corta y empieza la santidad.
Ahora bien, en este caso, ¿quién nos garantiza que algo tan oculto no duró años
y años? El que salga ahora a relucir, da a entender que hay testigos dispuestos
a declarar. Los niños de entonces tienen ahora setenta años o menos. Se trata
no sólo del padre Mario, sino también de su principal valedor en los primeros
momentos, de quien inició su causa de beatificación, de su amigo íntimo durante
la guerra y el tiempo precedente, el padre Emilio.
–Bien, pues por lo que mí respecta, puedo jurarte una cosa. Siempre supe que era uno de los apostólicos a los que el padre Emilio protegía, siempre supe que ayudó a mis padres, quiero decir a mi madre y a mi padrastro, pero jamás intentó acercarse a mí las veces que hablé con él siendo niño. También es cierto que a partir del noviciado nunca volví a verlo en persona.
Le dijo toda la verdad. Nada sabe de las posibles aficiones
homosexuales del paladín de la causa de su padre. Nunca las ejerció con él ni
las descubrió con otros compañeros. Santos parece que quedó satisfecho con sus
explicaciones. Pero a él se le complica la situación.
Ha de seguir cavilando. En esta hora santa, hora aciaga de
sufrimientos y temblores, la esperanza de luz parece tan difusa como la
atmósfera irrespirable que ha provocado el incienso. ¿Debe llamar a su amigo y
contarle la verdad confesada por su madre?
12. EL DIPUTADO
No ha terminado la entrevista. Santos quiere seguir hablando.
Mila les ha servido un café. A Luis Murillo le sorprende el nuevo asunto,
aunque apenas le interesa. Pero deja que su amigo se lo explique para
distanciar su tema. No tienen que ver el uno con el otro, aunque espera que el
nuevo enredo desvíe la atención de los periodistas y de la gente. La cuestión
tiene su morbo. Un morbo más inmediato que el de la presunta pederastia del
padre Mario.
La primera noticia se la dio hace días un tal Abásolo en el Club de Prensa de Madrid. Santos le cuenta la entrevista.
–¿Sabes
lo que se dice del diputado Itúrbide, ese paladín furioso del separatismo? –le
dijo Abásolo llevándole a un aparte.
–No,
no lo sé, ¿a qué te refieres? –le respondió Santos con desgana.
El
chismoso le miró con precaución, con la distancia precisa para que no le tirara
de la lengua sin dejar de interesarse al mismo tiempo por lo que quería
contarle. Algo le pediría a cambio. Su mercancía parecía importante.
–Es
algo confidencial –le dijo bajando la voz.
–Tú
verás. Por mí no hay problema –le aseguró Santos.
–El diputado
Itúrbide ha presumido siempre de su raza, de su familia, de su sangre
diferente, ya sabes –comenzó Abásolo–. Él, ellos, con ocho generaciones
incontaminadas a sus espaldas, pretenden ser el prototipo de la estirpe, la
quintaesencia de nuestra etnia. Como aquello de la raza aria, ya ves,
retrocediendo siete décadas. Ellos son los puros. Los demás, maquetos. Mi madre
era andaluza, o sea que… Nadie sabe suficiente historia allí, ni tampoco algo
de biología. No hay razas puras, ni siquiera los pueblos endogámicos las
mantienen, ni los judíos con su filosofía excluyente, ni los gitanos ya. Pero
las afirmaciones gratuitas prosperan. La gente es bastante estúpida, parecen
borregos, no se dan cuenta de que los manipulan, de que detrás sólo hay ansias
de poder y dinero. Los nacionalismos quieren trocear el presente con cuchillos
viejos y miran el futuro con los prismáticos al revés.
–Estamos
de acuerdo, pero ¿de qué se trata? –le urgió Santos.
–¿No
te parece que lo del RH de la sangre es una pamema, una gran chorrada? ¿Cómo se
puede reclamar la identidad personal por un dato biológico común a millones de
sujetos en este planeta? Ni siquiera por las lenguas, que han nacido de la
dispersión y la distancia entre las tribus. Si Adán y Eva hubieran dispuesto de
teléfono, todos los seres humanos hablaríamos el mismo idioma. Podía haberlo
inventado Dios todo de golpe, jajajá. Estos tipos tienen un sentido de la
identidad personal tan frágil, a veces tan minúsculo, que han de agarrarse a
elementos accidentales para sentirse alguien. Aunque en el fondo se trata de
una estrategia de poder, al menos entre los listos, que no son muchos.
Abásolo
se demoraba. Parecía estar buscando un resquicio para introducir el tema. Había
bajado aún más la voz. Giró la cabeza para asegurarse de no ser escuchado.
–Lo de
la sangre es una memez –le dijo Santos–. Imagínate que a uno le hacen dos
transfusiones seguidas y se la cambian toda. ¿Qué define la sangre? ¿Uno es el
de antes o el de después? Si es el mismo, consistirá en otra cosa.
–Ya
veo que lo tienes claro –le interrumpió el colega.
–Y lo
de la lengua, a estas alturas, también, lo comprende cualquier tipo medio
inteligente. Dentro de un siglo todos hablaremos español, inglés o chino, y lo
demás será puro floreo cultural, como ahora el latín. Los idiomas domésticos
están bien, son un residuo cultural, parte de la historia, como tantas cosas.
Hay que mantenerlos en su dimensión y dejar que ellos mismos evolucionen. Pero
caminamos inexorablemente hacia el uso de una lengua planetaria, bien sea la
predominante por razones socioeconómicas o bien una elaborada tras la
convergencia de varias, el esperanto, por ejemplo.
–¿Tú
también hablarás chino dentro de cien años? ¡Qué bien!
–Mis
biznietos, tío, y los tuyos.
–No,
no, tú. Te contrataré de intérprete.
Los
dos rieron la gracia. Abásolo llevaba años en la información política. Con
muchas precauciones. Procedía de una familia de tradición nacionalista, pero
ahora los aborrecía. A su padre lo explotaron, lo engañaron de mala manera;
murió en la miseria. Su madre tuvo que irse de San Sebastián. Abásolo pensaba,
además, que eran cortos de inteligencia, que miraban el pasado en vez del
futuro, que soñaban con sus abuelos en lugar de pensar en sus nietos.
–¡
Tiempo
perdido, ilusiones estériles, desgaste inútil, eso es lo que iban a dejar a sus
herederos. ¡Qué poco alcance, basar la identidad de un pueblo o de una persona
en su lengua! Como si no existieran elementos más sustantivos en el ser humano.
Pero había poco que hacer frente a las mentalidades tribales, fanáticas y
frenéticas, hasta frenopáticas, salvo dejar que el tiempo y el peso de la
realidad las fueran diluyendo.
Ahora
estaba a punto de tener en sus manos un argumento contundente. Una precaución
vestida de miedo le hacía dudar antes de lanzarse a por los últimos datos. Para
eso necesitaba la ayuda de Santos. Sus ojos brillaban como los de una fiera que
detecta la presencia de su presa pero debe sortear antes una trampa para darle
caza.
–Me
vas a guardar el secreto. Es importante. Luego te enseñaré una copia de los
documentos que pueden poner todo este tinglado patas arriba. Falta el último.
Necesito tu ayuda para conseguirlo. Y tu juramento de que no revelarás a nadie
el tema hasta que lo tengamos todo en la mano. Si me ocurriera algo en las
próximas semanas, hazte cargo del asunto. Me tienen vigilado y sus tentáculos
llegan hasta aquí. Se supone que van a reaccionar violentamente en cuanto se
enteren de que estamos tras la pista verdadera.
–Estoy
impaciente por enterarme de qué se trata –le dijo Santos–. Vamos, suéltalo ya.
Sabes que puedes confiar en mi silencio. Secreto total mientras no digas lo
contrario.
–Verás.
El asunto lo controla un tal Basterra que trabaja en el archivo de
–¿José
Javier Basterra? ¿El maño?
–Sí,
el mismo. No sé si es maño o no. Pero supongo que tienes acceso a él.
–Vaya
que sí, nos conocemos desde niños. Tiene un año o dos más que yo, pero
estuvimos juntos en un colegio de frailes. Un tipo inquieto. Hace tiempo que no
lo veo. ¿Qué es lo que ha descubierto?
–Atiende
y repito: de momento es secreto total. Jugaremos con el dato cuando llegue el
momento.
–De
acuerdo, de acuerdo. No sé a qué viene tanta precaución.
Abásolo
volvía a mirarle con distancia. Tal vez dudaba aún. ¿Temía haberse equivocado?
–No me
lo digas si es algo grave y te compromete. O si no confías en mí.
–Hombre,
no se trata de eso –se disculpó Abásolo–. Además, te necesito en esto, ya te lo
he dicho. Nadie mejor que tú. Hay que conseguir un documento más. Es la clave.
–¡Bueno,
suéltalo ya! –le dijo Santos con impaciencia–. Te guardo todos los secretos que
sea necesario. Busco ese documento donde y cuando tú me digas. Lo robo, lo
escribo, lo falsifico si es preciso, pero dímelo de una vez, joder.
Abásolo
se decidió a hablar.
–Escúchame
bien: Basterra ha encontrado unos registros de la antigua Casa de Beneficencia,
de hace unos cincuenta años, donde aparece un tal Roberto Itúrbide Lasa, ¿te
suena el tipo?
–¡No
jodas! –respondió Santos sobresaltado–. ¿En
–Te lo
digo. Los documentos son auténticos. Señalan el día exacto en que un huérfano
de año y medio, llamado Roberto y llegado cuatro meses antes desde un pueblo de
Cáceres, es adoptado por Ramón Itúrbide y Casilda Lasa, vecinos de Amúriz, con
todos los beneficios y circunstancias señalados por la ley.
–¡Un
extremeño de diputado! –exclamó entonces Santos alzando la voz.
–¡Calla,
loco!
Abásolo lo miró con los ojos silenciosos. No
necesitaba explicarle lo que significaba aquello. Una baza brutal en las
actuales circunstancias. El hombre que estaba basando su estrategia política en
la singularidad de la raza, tenía sangre lejana. El informante sonreía.
–Tendrá que demostrar que le hicieron una transfusión total a
los pocos días de llegar a Euskadi –susurró con sarcasmo.
Ahí estaba la cuestión. Santos se había entusiasmado con el tema. Exquisito bocado para un periodista. Le temblaban los ojos al contarlo. Con pelos y señales lo había relatado. Disfrutando como quien ha resuelto un enigma antiguo, como quien ha desvelado los arcanos de un misterio.
A Luis Murillo le tiemblan ahora las pantorrillas porque el
reto le alcanza a él. Su amigo le ha metido en un buen lío, pero al menos la
otra tormenta se ha alejado. Aunque sólo por unos días. Lo que tarde en
conseguir que Basterra acepte el soborno. Menudo encargo. Con chantaje de por
medio. Hay asuntos de faldas que el viejo colega debe ocultar a toda costa.
El padre Zaberri vuelve a la sacristía escoltado por el hermano Benigno. Hay un redoble a campanas de dolor en las sienes del fraile lego. Una pesadumbre en el corazón le acusa de haber tenido distracciones durante la hora santa. Le han llegado desde todos los puntos cardinales existentes y desde los que aún están por descubrir. Distracciones del cielo y del infierno, del purgatorio y del limbo donde ha vivido tanto tiempo en cuestiones de política. Desde que supo que el hermano de Zubía guardaba una pistola en casa, desde siempre ignorando la realidad cercana, la palpitante entraña de los días. Ahora las armas circulan por las calles con carnet de identidad. Y él va a tener que entrar en el fuego cruzado si acepta el plan que Santos le ha propuesto. Sólo le faltaba esa complicación. La política, esa maravillosa actividad humana que poco a poco ha ido prostituyéndose. Todo lo corrompe el tiempo y la gente. Se acaba la inocencia de un niño, se acaba la pureza de las intenciones, se acaba la rectitud del pensamiento, se acaban la honestidad, la integridad, la solidaridad… todo lo bueno se acaba para dar paso y triunfo a las mediocridades. Él también es un mediocre, un fraile mediocre como la mayoría de los que conoce. Tiene que reaccionar. Está a tiempo. Ha de reparar su oscuro pecado. No quiere ser más tiempo un mediocre. Lorenzo de Nora no lo era. El Zaberri, sí. Peor: es un malvado. Así pasó lo que pasó.
13. JOSÉ MARÍA ZABERRI.
–Le he pedido que suba, hermano Luis, para comentar con usted
algunas cosillas antes de que empiece la hora santa.
La voz del prior es falsa, algo irreal, como si estuviera
hueca por dentro y por fuera. Le añade una sonrisa turbia, medio burlona, el
gesto de un cazador que acaba de ver cómo cae en la trampa su presa inocente.
Se acaricia el mentón con la mano izquierda mientras con la derecha alcanza una
botella situada en lo alto de la alacena que acaba de abrir.
–Tómese una copita de este licor. Le animará. Es incluso
mejor que el que hemos probado en la cena. Yo no voy a beber porque el médico
me lo tiene prohibido. De buena gana le acompañaría, pero con lo de antes tengo
más que suficiente.
Le ha servido una generosa copa de esa botella con etiqueta
indescifrable que acaba de poner sobre la mesa.
–Ande, anímese; es un licor alemán que me ha traído de Munich
un antiguo compañero del seminario. Apenas he podido probarlo, ya le digo, pero
es riquísimo. ¿Qué le parece?
La austeridad del Zaberri. Licores exquisitos en su alacena
secreta. Frenado por la prohibición del médico. Pero él tiene que probarlo y
responderle. Desconoce esos lujos y sólo con Mila… Rápidamente la aparta de su
pensamiento.
–Está muy bueno, padre.
–Ande, apúrelo, que no tenemos mucho tiempo.
De repente la actitud cambia. El prior se le queda mirando
fijamente, arruga el entrecejo y achina los ojichirris.
–Mire, hermano Luis. Voy a ir al grano. Hay algunos problemas
en torno a esta comunidad que me exigen la máxima atención. Esta tarde he
tenido ya algunas entrevistas con varios hermanos y ahora le toca a usted. No
quiero dejarlo para mañana.
Es falso. Desde el invernadero ha visto salir al prior poco
después de comer. Hacia las cinco ha oído comentar a dos frailes que paseaban
por el jardín que el prior no volvería hasta la cena. Que había ido a
entrevistarse con el obispo en la ciudad. Las cosas no encajan. Está
confundido. Se pone en guardia.
–A lo que vamos. Quiero que me diga a qué fue usted antes de
ayer al dentista. –Consulta una libreta con pastas negras de hule el prior–.
Mejor dicho, el día anterior, el lunes por la tarde.
–Pues… a una revisión de los puentes. Me han estado
molestando bastante durante la última semana. Avisé al ecónomo.
–Bueno, bueno, está bien. Pero… ¿con quién se encontró usted
allí?
–Había varias personas en la consulta.
–¿A las cuatro de la tarde?
Se sabe pillado. Alguien pudo escucharle la noche anterior,
cuando llamó Santos. Tendrán pinchado el teléfono. También pudieron verle
recibir la cita durante la mañana del día siguiente, cuando llegó Jazmín al
invernadero con el frasco de abono concentrado. Otra posibilidad es que hubieran
sospechado de la repentina petición de consulta dental sin haberle oído una
sola queja previa. Cabe incluso que le hubieran seguido hasta allí.
Suena el teléfono y el prior lo atiende. Aquel respiro
momentáneo le sirve a Luis Murillo para buscar una escapatoria. Dirá la verdad.
Confesará haberse encontrado con Santos Estráviz porque éste le quería pedir
consejo. ¿Pedirle consejo a un pobre lego, a un fámulo que se ocupa del jardín
y de labores menestrales? ¿Cómo no se ha dirigido a él, el prior, el superdotado
teólogo y moralista, experto en las Sagradas Escrituras, hermeneuta, un
candidato firme a la silla episcopal a poco que el Vaticano rastree en
También puede obviar el nombre del impío, de aquel rebotado,
del azote de clérigos y jerarquías, del odiado periodista que no pierde ocasión
de zaherir a
–El lunes no había consulta. Ayer y antes de ayer tampoco. El
doctor Carracedo está fuera.
–Es cierto. Me atendió su enfermera, la señora Milagros. Para
cosas de poca importancia…
–¿Para cosas de poca importancia hay tanta prisa?
–Me insistió en que fuera. Tampoco me advirtió que no estaría
el doctor. Incluso me dijo que mejor a las cuatro, porque tenía las horas
ocupadas y al día siguiente lo mismo.
–Bien, bien, –dice el padre Zaberri mientras aguza sus
ojillos de lechuza parapetados tras las gafas de concha vieja–. O sea que la
ayudante del dentista le calmó los dolores y ahí terminó todo.
Un sonrisilla sardónica acompaña la ralentización de las
últimas palabras. Mucho retintín, como queriendo decir algo más. Pero nada sabe
sobre Mila. La fallida confesión fue con un cura anónimo en la parroquia de San
Martín. El secreto sacramental le protege, aunque esté pendiente de absolución
episcopal. Debiera ser un tema zanjado que habrá de solventar con Dios si
alguna vez lo encuentra. Aunque también con los hombres. Siente el peso de su
conciencia. Es cada vez más urgente. No dio nombres, ni fechas, ni datos.
Aunque… quién sabe. Precaución, por si
acaso.
–¿Se refiere a si hablé con alguien además de con la señora
Milagros?
–Eso quiero que me diga.
–Podía habérmelo preguntado directamente.
–Quería que fuera usted sincero.
–Y lo soy. Allí me encontré con un compañero de la infancia,
alguien que estuvo aquí de niño, cuando esto era un colegio apostólico.
Estuvimos charlando un rato.
–Vaya, hombre. Un compañero de la infancia. Está bien. ¿No
sabe quién es Santos Estráviz? ¿No conoce lo suficiente a ese reptil, a ese
esputo del demonio?
–No creo que…
–¡Crea o deje de creer me da lo mismo! ¡Le prohibo en nombre
de la santa obediencia que vuelva a hablar con él! ¿Qué le dijo? ¿Qué
porquerías le contó? ¿Por qué quedó con él?
–Estaba allí de visita. Es hermano de la señora Milagros. No
me contó nada de particular.
Llaman a la puerta. El prior se levanta y acude. Unos siseos
a ras de suelo no le permiten identificar al interlocutor ni enterarse del tema
que tratan. La conversación sube de tono.
–Espéreme aquí un momento; vuelvo enseguida.
Luis Murillo echa un vistazo al despacho. Ha cambiado mucho desde que lo vio por última vez. Tiene muebles nuevos y cortinas distintas. Es más grande que cuando lo ocupaba El Peque. Lo recuerda vivamente de entonces porque le tocó limpiarlo una temporada. Al menos don Enrique tenía sentido del humor. Aquellas gafillas en la punta de la nariz, sus ojos de gato feliz y su pequeña estatura le hacían un ser próximo. Todo lo contrario a esta sabandija del Zaberri, dispuesto al tijeretazo, preparada siempre la ponzoña, con la boca arqueada para escupir dardos. ¿Gente así puede ser amiga de Dios? ¿O la divinidad acogerlos en su seno? Va a tener razón Santos. Dios está a lo suyo, sin entrar tanto en nuestra danza como pretendemos.
–Por la misericordia de Dios hemos sido redimidos –lee
Senaquerib desde el lado de la epístola.
El Benino no es todavía sacristán, pero tiene el mismo rostro
tontuno. Leturiaga debe llevar la cadenilla aplicada al culo, porque no para de
moverse en el extremo del banco. Los mayores ocupan siempre la izquierda de la
iglesia. La misericordia de Dios le debe importar un pimiento a Magán porque
dormita. Los carraspeos del Lobo no consiguen despertarle. El Cartujo estará
pensando en acercarse y zarandearlo, como hacía los años pasados, pero ahora no
es de su incumbencia.
Ya están en la consagración. Pronto verán la magnificencia de
Dios. Senaquerib se lo ha advertido. Los apostólicos saben que se va a producir
un milagro. Tanto más grande cuanto que hay que poner todas las arrobas de fe
del mundo para que se realice. Cereceda baila de rodillas sobre el banco, como
de costumbre. Le habrán vuelto las ganas de mear. En casi todas las misas le
entran las ganas, a veces desde el principio. Si es al final se aguanta, pero
cuando no puede más sale disparado tras la consagración. Si uno no asiste a la
consagración, no vale la misa. Luego vuelve para la comunión.
Oh, Señor, yo no soy digno
de que entres en
mi morada,
mas di una sola
palabra
y mi alma quedará
sana.
Nunca oyó cantar a Cereceda, ni a Garrido, ni a Santos, ni a
Magán. Leturiaga sí cantaba, y Golvano y Durán. No estaba entonces el Zaberri
para confundirlos con sus semitonos de derribo. Don Saturio llevaba la batuta
con energía y en el órgano ponía
Desde la ventana se ve
¿Dónde querrá ir a parar el prior? Sabe que el lunes vio a
Santos Estráviz, su cuñado emocional, un hombre en combate permanente contra el
tartufismo y la mentira. Sospechoso de buscar la verdad, a despecho de clases
dominantes, de jerarquías oficiales y de intereses políticos. Peligroso por no
ceder a la fantasía eclesiástica ni al chantaje económico. Insobornable.
Arremetiendo siempre contra tanta basura como hay parapetada en partidos,
instituciones y gobiernos. Declarado enemigo del nacionalismo radical que
divide al país y propicia la violencia fanática. El Zaberri sabe que se vieron.
Afortunadamente, él no lo ha negado. La explicación será la de la simple
coincidencia, una pura casualidad.
Nada extraño que Santos vaya a visitar a su hermana. Normal que lo haga de incógnito en una ciudad donde es tan conocido como perseguido. Es mal visto por los independentistas, ha sido amenazado por los terroristas y no tiene sangre de mártir. Una aparición pública sería un reto con resultados dramáticos. No lleva escolta. Prefiere disfrazarse y acudir de incógnito. Ahora bien, si el prior se ha enterado, alguien más lo sabe. Su amigo podría estar todavía allí. Le ha encomendado una misión difícil. Luis Murillo se lleva las manos a la boca. Los puentes empiezan de nuevo a molestarle. Las encías se le están abriendo. Toda la dentadura parece arderle.
El fuego, que empezó por las rodillas, abrasa ya todo su cuerpo. Senaquerib afirmaría que es un don divino. Pondría la mirada en alto y hablaría de la zarza de Moisés. Pero el arbusto que ardía en el monte Oreb no llevaba un fraile dentro. A Luis Murillo se le consume el alma, esa concentración de materia nerviosa que se apoya en la columna vertebral cuando está cansada. Intenta respirar profundamente, como aprendió en el Arco Iris, pero los nubarrones del incienso le provocan una tos metálica. Le arde la dentadura; las mandíbulas se le desencajan por el pánico. Le ha mirado el padre Zaberri desde el presbiterio con sus ojillos de ratón airado antes de regresar a la sacristía. Siente el torturado lego que de los suyos brota humo.
El prior tarda en regresar. No ha sido un momento, sino media
hora ya. Ha vuelto a sonar el teléfono. No lo coge, no está autorizado. Suena
por tercera vez. Se asoma cautelosamente a la puerta. Nada. Nadie. La
insistencia del comunicante le sobresalta. Tal vez debiera… Pero no. Esperará a
la próxima. Llega la cuarta llamada. Silencio. La quinta. Los intervalos son
más breves cada vez. Un minuto de silencio y la sexta. Debe hacer algo. El
prior se lo agradecerá. Pero no, no está autorizado. ¿Y si va a buscarlo? ¿A
dónde? ¿Quién lo reclamó? ¿Con quién está? Suena otra vez el teléfono.
Son siete llamadas en media hora, cada una de siete repiques, cada vez más próximas entre sí, con una urgencia que se mastica en el silencio del pasillo al que se asoma sin cesar el desorientado fraile. Si hay una octava, descolgará el teléfono. Han pasado treinta y tres minutos desde que salió el prior con su misterioso visitante.
Don Javier Alzueta ha descolgado el teléfono y hace girar la
manecilla reclamando línea a la operadora de la centralita. El novicio Luis
Murillo aguarda trémulo junto a él. El prefecto le hace señas para que se
siente. La cosa va para largo, porque responden que no hay comunicación con el
pueblo donde viven sus padres. Se suceden los gestos de impaciencia. Las
blasfemias están prohibidas aunque se suelte la manecilla y caiga al suelo con
estrépito. Qué mala es la prisa. Tiene que ser el Provincial quien autorice el
viaje del novicio. El coche de línea sale dentro de treinta y tres minutos.
–Faltan sólo treinta y tres minutos para que arranque el autobús –dice Javier Alzueta devolviendo su reloj a la faltriquera.
Luis Murillo está tan trémulo como entonces. Ahora el tema es
su otro padre, el verdadero. Suena el teléfono.
–Buenas noches, dígame. (…) No, no está. Ha salido un momento
y no tardará en volver. ¿Quiere que le diga algo?
No quiere nada. La hosquedad del comunicante corresponde a la que usa casi siempre el demandado. ¿Primos hermanos? ¿Era Javier Alzueta primo hermano del padre Gurmendi, aquel gordinflón sarnoso que le zahería a la menor ocasión? No, el prefecto de los novicios era un tipo flexible, con alma de almidón y cuello duro, elegante en la ironía, secretamente comprensivo, más tolerante en la intención que en las maneras, a las que él mismo vivía condicionado. ¿Qué habrá sido de su vida? ¿Habrá montado algún negocio telefónico o una parada de coches de alquiler?
–No se preocupe, que si el Provincial autoriza el viaje y se
ha ido el autobús, haré que le lleven en un coche de alquiler. En ese caso
iremos con usted el padre maestro y yo.
Otro padre más, un hombre insoportable el Gurmendi, siempre
despreciándole, siempre ridiculizándole. Si hubiera conocido entonces su
relación con el Superior General se hubiera quedado de piedra, un cura pastoso
congelando sus risitas chabacanas… Aunque quién sabe. Se decía que no se
llevaba bien con el padre Mario. Hubiera sido contraproducente.
Se quedó definitivamente huérfano varios años antes de la muerte de su padre verdadero. Funcionaban horriblemente los teléfonos, con aquellas interminables vueltas al manubrio pidiendo línea; se escapaban los autobuses regulares, se apuraba el prefecto contrariado por el exceso del gasto, se encogía el espíritu ante el drama de una madre desolada, se avecinaba un refuerzo de la orfandad ya ejercitada en los penúltimos años, crecían los comentarios despectivos de aquel otro prior, casi tan nefasto como el Zaberri pero más bobo, sin la pinta de sutileza que éste pone en todo cuanto hace, dice o calla.
–Así que estuvo usted hablando con ese engendro de Satanás,
vaya, vaya.
Es la llamada definitiva. El Zaberri coloca la mano sobre el
micrófono del aparato:
–Seguiremos hablando –y le hace gestos de que se vaya.
Luis Murillo sale despacio, para no interrumpir. Se demora
cerrando la puerta. Le baila un poco la cabeza. Será la bebida. Antes de abandonar
el pomo, oye sin poder evitarlo que el prior dice al otro lado:
–Sí, señor Itúrbide.
14. JAZMIN
Jazmín abre la puerta del invernadero. No ve a nadie. Entra.
El hermano Luis estará regando. No. El hermano Luis la contempla desde el
macizo de peonias en plena explosión estival. Ella no vivirá las vicisitudes
que a él le atosigan. No tendrá que temer por el buen nombre de su padre. Ni
santo, ni beato, ni venerable, ni siervo de Dios siquiera. Siervo de la gleba a
lo sumo, un minúsculo artesano de la tierra vegetal que el destino ha hecho
deslizarse por entre sus dedos para gloria de esas divinidades llamadas aromas,
texturas, colores, formas…
Luis Murillo se acerca. A pesar de tener todos los
aliviaderos levantados, el ambiente es irrespirable en el interior. Los trece
años de la chiquilla yacen desvanecidos sobre un montón de estiércol. El
jardinero la ve a través de la puerta entreabierta. Su sobresalto pone una grúa
en cada brazo para levantarla y sacarla de allí. La tiende sobre el césped,
trae precipitadamente agua en una regadera y le rocía la frente mineral. El
mareo la ha dejado fría, quieta, estática. Paulatinamente se reanima, abre los
ojos, se contorsiona un poco, parpadea. Sonríe el sol.
–Pensaba que te habías muerto –suspira el jardinero
intentando poner un punto jocoso en su voz.
–No sé qué me ha pasado –responde Jazmín con su vocecita
tibia.
–Un simple mareo. En estos días no se puede estar en el
invernadero sin mascarilla, muchacha. Entre el calor, la humedad y los vahos de
la tierra estercolada, no hay quien aguante. Pero no te preocupes, que no ha
sido nada. Ten cuidado la próxima vez.
Mamá le ha dado un papel, que ella saca de la abertura de la blusa. Dentro de la caja de quelato de hierro hay algo más. Cuando ella se vaya, que lo abra. Que mañana volverá con los bulbos que hay que plantar este otoño en el parterre de la entrada.
Don Patricio está enmarañado tras los brezos limpiando la
hojarasca del magnolio marchito que intenta reavivar a base de una mezcla de
estiércol y turbas minerales que colocará por tercera vez en los pequeños hoyos
cavados alrededor del enfermo. Un ruido en la fronda, como de balón perdido,
atrae su atención. Vuelve a lo suyo. El ruido se repite. Sólo caen en las inmediaciones
grumos de tierra humedecida.
–¡Esos, esos! –grita.
Ya están esos
mozalbetes otra vez. Seguramente el Santitos y su panda. Son incorregibles.
Tendrá que avisar a don Enrique.
–¡Os voy a frotar el
cogote! ¡Que yo también tengo puntería! –añade mientras regresa a su base.
Las voces del valetudinario y las risitas de los apostólicos
agazapados tras el seto se confunden. Ha dicho El Peque que a los ancianos se
les puede llamar valetudinarios. Valetudinario quiere decir viejo jocoso aun
siendo achacoso, explica el director. Don Saturio Antón les ha advertido en
clase de literatura que se trata de un pareado horroroso, mejor dicho horrible;
él mismo se ha corregido al darse cuenta de que estaba reforzando el horror. El
Benino, sin embargo, se ha pasado tres días repitiéndolo en el recreo, en las
filas, en el comedor, durante los trabajos matinales y lo acompaña con una
risita desgraciada; menos en la iglesia, no tiene otras palabras en la boca:
–Decir viejo gozoso y achacoso es horroroso. Decir viejo
gozoso y achacoso es horroroso. Decir viejo gozoso y achacoso es horroroso,
jajajá.
Bobo y tontuno el Benino. No se sabe por qué lo protege el padre Constantino.
Abre los ojos Luis Murillo, a despecho del sol, para no perderse ningún gesto de Jazmín, que desaparece tras la tapia que separa los jardines de la calle. El antiguo camino es ahora un paseo elegante bordeado de chalés, la zona residencial más preciada de aquel viejo pueblo tan bien comunicado con la ciudad. No lo hubiera podido suponer hace sesenta años. Son casi sus primeros recuerdos. Recorría con su madre a pie el camino desde el pueblo hasta el convento para recibir la aportación mensual de los frailes. Es un paseo y un paisaje que se repite distorsionado en sus sueños.
Ahora mismo se le está representando con extrema viveza,
mezclado con otros episodios de la infancia: la noticia de que pronto tendría
un nuevo padre, de que irían a vivir a un pueblo cercano, de que ya no era
necesaria la ayuda de los frailes, de que él ingresaría en el colegio
apostólico en cuanto tuviera la edad… El mismísimo Rufino Alonso acude a su
encuentro, entra en la iglesia y camina hacia el presbiterio de espaldas,
mirándole a los ojos con una sonrisa dulce. A medida que se acerca al altar, su
figura se desvanece. Luis Murillo mueve agitadamente la cabeza. No sabe si para
recuperar o para apartar aquella visión. Al mismo tiempo siente un pinchazo
interior, una sensación extraña, algo como un dolor impreciso en el vientre.
Los huracanes del pasado vuelven a bambolear su memoria.
Un plazo de nueve meses fue suficiente en el firmamento de los sentidos para que brillara la estrella de Jazmín. No sólo fue el tacto y sus estremecimientos, sino el aroma insuperable del Anaïs–Anaïs que le ascendía a regiones inalcanzables, el retintín de la risa fresca, un terciopelo esponjoso y lúbrico envolviendo todas las sinuosidades, el caramelo en los ojos dispersos por las honduras del cosmos, aquellos suspiros infinitos y aquel ¡Más, Más! interminable, indefinible, inabarcable, pero dotado de toda la carga de comprensión que pueda percibir un corazón humano.
Hay un frasco vacío de Anaïs envuelto en el papel que oculta
el plástico opaco que se halla dentro de la caja del quelato de hierro. Aquel
perfume vale por todo un rosario de poemas, por toda una eternidad de
nostalgias, por toda una cofradía de anhelos y suspiros y esperanzas. Mila
vive, Mila palpita bajo su bata blanca de ayudante de dentista, bajo la aureola
discreta de su mirada distante y soñadora, bajo aquella voz de fagot enternecido
que alimenta los tímpanos, que amansa las alteraciones de esa sinfonía
inacabada que en breve archivará la eternidad.
Hermano Luis: le envío con Jazmín unas muestras de… Demasiado
papel para tan corto mensaje. La tinta simpática es tan antigua como el amor,
como el dolor, pero vive tan olvidada en estos tiempos como la propia escritura
artesanal. Es todo un gozo la caligrafía, el arte antiguo de diseñar
sentimientos con el baile de los dedos, de poner el punto personal en el
discurso de los labios, de plantar prometedores brotes en los campos recién
amanecidos del papel de barba intonso antes de que vengan a posarse en él
ansiosamente las abejas.
Milagros no sabe nada. Nunca le ha hecho mención del tema. Si
él lo hubiera conocido entonces, en la época de la efervescencia plena, no
hubiera podido ocultárselo. Pero quizá ahora tampoco pueda. Ella ha detectado
algo. Sé que algo extraño te pasa, nunca te he visto así, le dice. Claro que
algo le pasa. Más que pasarle, le agobia. No es capaz de permitir que las cosas
sigan como están. Mañana le enviará una carta con Jazmín. Santos la
interpretará. Sabrá a la hora en que el hermano Murillo acudirá a
El plan es perfecto. Jazmín volverá al día siguiente con
nuevos bulbos para plantar en otoño y a por los esquejes encargados. Ninguna
sospecha. La verán salir con su amiga Mónica, como de costumbre. Ha venido dos
días sola, pero eso no tiene importancia. Los jardineros del convento han
gozado siempre de mucho crédito en la ciudad. Ya era famoso el invernadero de
don Patricio incluso en aquellos tiempos de penuria en que las gentes se veían
obligadas a preferir una remolacha a una dalia. Sólo los crisantemos gozaban de
privilegio especial, porque había muchos difuntos que decorar.
Los crisantemos eran las únicas flores que Rufino Alonso
permitía en el huerto por deferencia a su esposa viuda. No solamente servían
para adornar la tumba de su presunto antecesor en el tálamo, sino también,
aunque a escondidas, la de un amigo que luchó por
Luis Murillo no tiene crisantemos en su jardín. Si por alguna
casualidad figuraran entre el blando ejército de sus flores, los hubiera
arrancado nada más enterarse de la noticia. Los beatos no necesitan
crisantemos. Esas flores suplicantes son a lo sumo para las almas en pena.
Rufino Alonso había tenido tiempo suficiente para purgarlas todas, y en cuanto
a ella, ninguna madre es pecadora para un hijo bien nacido. Estaban todos en el
cielo, danzando a trío en medio de risas desiguales, conmiserándose de la pobre
condición humana, ajenos por completo a las penurias mentales que afectaban
ahora al desventurado hijo.
¿Tendría que sincerarse algún día con Jazmín para evitarle
futuras zozobras? También el presunto padre de la muchacha había naufragado en
un viaje a América. El hombre que ahora convivía con su madre, el ingenuo
Matías, no tenía dónde colocar los crisantemos en las fechas de noviembre. El
mar estaba demasiado lejos como para acercarse descalzo hasta él cada año y
confiar a las olas una botella sellada con una flor dentro. Lo hizo sólo la
primera vez, recién conocida Mila, llevando de la otra mano a la pequeña Jazmín
que sostenía el mensaje lacrado.
–Mi papá murió en América –le contestó la primera vez que se
vieron a solas tras la ceremonia.
Al hermano Murillo se le escaparon dos lágrimas. Los seis
años de la niña sólo vieron un signo de cariño. Sólo un signo. Ni besos, ni
abrazos, ni confidencias hondas… para siempre. Mejor para nunca. ¿Viviría el
resto de sus días en aquel desierto, en aquel destierro? ¿Tendría que fundar
una nueva orden, otra Pía Congregación para zambullirse en los afanes de la
santidad y olvidarse del fruto de sus debilidades? ¿Debilidades?
No sabe cuánto duraron las debilidades de su padre. No sabe si él fue fruto de la primera o de la tercera debilidad, como lo es Jazmín. Seguramente el padre Mario era más fuerte y sólo tuvo una debilidad. Y su madre sería más recatada y sólo tuvo un desliz. Él era débil y Mila un volcán, una sima insaciable. A pesar de todos los pesares, a despecho de todas las precauciones, sonaron pronto los clarines anunciando a Jazmín. Habían llevado la cuenta gloriosa: once, doce, trece… No era posible verse más de una vez cada dos o tres semanas. Las muelas no se deterioran tanto en la madurez como para realizarles más de un control semestral; las estaciones climáticas son únicamente cuatro, aunque puedan improvisarse floraciones de entretiempo; las visitas permitidas a la madre doblemente viuda en el asilo eran dos al mes, más una en Navidad y otra por su santo; aun rescatando las escapadas al camposanto, no podía añadir más de tres días al año. Todo sumado dio trece. Para el decimocuarto encuentro, ya campanilleaban las estrellas en el firmamento.
15. ALBERTO GOLVANO
–¿Recuerdas a Golvano? –le dijo antes de ayer Santos, después
de soltarle lo del diputado Itúrbide.
–Vaya si lo recuerdo. Era un chaval muy afable.
–Y el intelectual que hablaba con Ortega, con Unamuno, con
Marañón, con unos cuantos más. Incluso con Kant, con Hegel, con Kierkegaard y
con Schopenhauer. No los leía: hablaba con ellos. Era un pequeño Saturio Antón.
–Era de los mayores. Dos cursos más viejo que nosotros. Vaya
que sí.
–Suena para delegado del gobierno en el reparto de cargos que
están haciendo tras las elecciones generales. El que nombraron nada más ganar parece
que va a renunciar.
El rubio Golvano está metido en política. Desde que la
derecha consiguió el gobierno, las cosas se han puesto más duras.
–En la sede del partido están eufóricos –dice Santos–. Ya
andan cavilando en la forma de dar más leña aún a los independentistas con la
mayoría absoluta que ahora tienen.
–¿Qué quieren hacer?
–Restaurar la pena de muerte, como primera medida.
Luis Murillo levanta los hombros. Al arsenal en que se ha
convertido la vieja pistola del hermano de Zubía se le encenderá la sangre y
correrán nuevamente ríos de dolor. Nunca la fuerza ha muerto por la fuerza. Se
ha agazapado, se ha pegado al terreno, se mimetiza con el paso rutinario de los
días y de las gentes, pero no desaparece. Golvano lo va a tener crudo.
–¿A estas alturas? Me parece una barbaridad.
Al hermano Murillo le siguen pillando un poco lejos estas
elucubraciones de Santos. Tras la entrevista que mantuvieron el lunes por la
tarde en la consulta, se ha presentado esta mañana de sopetón a verle,
acompañando a su sobrina. Bigote estrepitoso, gorra calada hasta las cejas y
gafas de sol monumentales a prueba de los ojichirris del prior. Sería tremendo
que el Zaberri apareciera detrás del invernadero donde se han refugiado los
dos, mientras Jazmín riega las begonias del exterior una a una.
–Ya he visto el plan. Está bien. ¿Crees que Basterra te
dejará hacer?
–No lo sé, no lo sé.
–Bueno. Toma esta minicámara. ¿Te explico cómo se usa?
–Sí, claro.
–Es sencillísima. El expediente tiene que estar en la sección
de las adopciones. Las carpetas están ordenadas por fechas. Se trata de algo
breve, un par de folios. Haz triple toma de cada página, por seguridad. Acabas
en cinco minutos. Vamos a ensayar.
La cámara abulta como una cajetilla de tabaco. Está preparada
para eludir los controles de seguridad. Basterra se fiará de un fraile
irrelevante, de un infeliz que es además compañero de la infancia. Cualquier
ocasión es buena para echar una cana al aire en horario laboral. Con treinta
minutos tiene suficiente. Oye, pichurri, me acerco en un santiamén. Acaba de
llegar un viejo amigo que… No tardo nada.
–No hay novedades, ¿verdad?
–No, ninguna.
–Si por alguna causa no resulta el plan, tú tranquilo. En
caso de que lo veas muy liado, o si hay gente esperando, déjalo para otro día.
Lo saludas y le dices que volverás. Pero a las once no suele ir nadie a ese
negociado porque saben que es la hora del café. A veces de algo más, ya me
entiendes. Tú aparece diez minutos antes.
–De acuerdo.
–Lo de Golvano parece cantado. Nos vendrá bien si lo nombran.
A pesar de las apariencias, tiene mucho cuajo. Lo machacaron los últimos años
que pasó aquí y se la tiene jurada a esta gente. Ha pedido el puesto en estos
momentos en que se barrunta el cambio de responsabilidades, como te he dicho.
Están eufóricos con los resultados.
–Pero si Alberto era un hombre blando, un filósofo, un poeta…
–Lo era o lo parecía, pero la vida va encastillando las
praderas de todo el mundo y cada cual se monta sus parapetos. Primero son
defensivos, pero pronto pasa la gente al ataque. Es la mejor defensa. Incluso
los tipos de buen corazón, como Alberto, no tienen otro recurso para sobrevivir
en esta jungla.
–Sí, tal vez.
–Te lo digo por lo siguiente: tú no sabes nada de lo que te
conté el otro día, de los dineros que han corrido en la causa de beatificación,
¿verdad? Pues bien, esta mañana me he entrevistado con tres personas. He hecho
algunas averiguaciones y se confirman las sospechas sobre la procedencia del
dinero y las contraprestaciones. La cosa es más complicada de lo que parece.
Ahora hay dos fuentes de financiación y alguien que intenta sacar tajada. Aquí
entran Golvano y los suyos. Están comprando voluntades.
–No entiendo nada.
Ni entiende ni le interesa entender. ¿A qué tanto misterio,
tanta intriga, tanta conspiración? Qué pérdida de tiempo. Siempre ha sabido en
su fuero interno que todas esas
cuestiones le importan infinitamente nada.
Como la mayoría de las noticias que circulan por el mundo. Hará lo que le
pide Santos en el archivo de
–Por muy duro que nos parezca, amigo Luis, aquí se acaba
todo.
Miyo le confirmó en el Arco Iris aquella lejana sospecha que
anidaba en su interior desde el día en que leyó precipitadamente unos apuntes
de Saturio Antón sobre el pupitre de su celda. Parecía estar escuchando su voz
metalizada tremolando al viento, pronunciando un discurso universal. Lorenzo de
Nora pensaba algo parecido, pero lo decía con más sencillez, quizá con más
corazón. Don Saturio se expresaba con mucha contundencia y cierto
enrevesamiento en aquellos papeles que pudo leer en su habitación:
“Después no hay nada. Repugna a la razón un más allá en la que ésta no participa. Bastante ha participado en el más acá fantaseando situaciones, fabricando respuestas e improvisando reacciones para explicar lo que no tiene fundamento. Dada la limitación de nuestros conocimientos sobre la mente, se nos escapan sus posibilidades operativas y las sustituimos por elucubraciones llamadas Dios, los ángeles, los santos, los demonios, el cielo y el infierno. Creamos la escatología por simple pánico a la desmembración del cuerpo. El resultado de abrir las puertas del cielo es el mismo que el de abrir la tumba a los diez años de una muerte: no hay nada sustancial. Quedan residuos materiales en el segundo caso; en el primero encontraríamos un sudario mental, si pudiera hablarse de eso. Todo ha vuelto a su origen: la materia y la conciencia universales, indiferenciadas, son simples pozos energéticos capaces de individuarse en los diferentes niveles de la vida, de lo mineral a lo angélico, todo efímero, tan caduco el rey de la tierra como el de los cielos. Si a la razón repugna adorar a uno, ¿por qué habría de adorarse al otro? ¿Simplemente por ejercer en otra dimensión? Es como si un sauce considerara su dios a un lagarto o como si una manada de búfalos se inclinara ante una caña de bambú mecida por el viento”.
El apostólico ha interrumpido aquella lectura porque, además
de ser sacrílega, la retranca del Cojo por el pasillo pone en peligro su
seguridad. ¿Qué hacías ahí leyendo los papeles privados de don Saturio, eh,
gañán? ¿Querías dar el cambiazo a las notas de este mes? Ahora mismo se
enterará el señor director. Tú sabrás lo que le vas a decir a don Enrique, cómo
se lo vas a explicar. Pero no le mientas, ¿eh? Mentir es pecado y los
mentirosos van al infierno.
Cuando llega El Peque para leer las notas, Luis Murillo no tiembla. Le puede caer un cate en literatura, pero nada más. El Cojo no le pilló leyendo aquel atropello a la teología. A nadie se lo puede comentar, pero ya está dando anticipadamente la razón a Santos Estráviz para cuando éste le diga, poco antes de abandonar el noviciado, que los curas no creen en Dios.
Ni el calor ni el olor van a variar sustancialmente por la
meada que ha echado el visitante en un rincón del invernadero. Han entrado con
las mascarillas puestas. Jazmín sigue fuera, entretenida con las begonias.
–Hazlo allí mismo, donde yo. Algunas plantas lo agradecen.
–Bueno, pues como te iba diciendo, necesito que llames a
Golvano y le preguntes cualquier cosa. Sé que te llevabas bien con él hasta que
se fue de aquí. Sé que sigue siendo un hombre piadoso, que os estima y que es
devoto del padre Mario. Recordarás que testificó a su favor en la causa porque
su hija pequeña sobrevivió tras dos días perdida en la nieve, aquella excursión
que costó la vida a tres de sus compañeras.
–Sí, lo recuerdo.
–Pues llámale. Pero no lo hagas de mi parte. Que sea
iniciativa tuya.
–Y… ¿qué tengo que decirle?
–Empieza como quieras. Trata de averiguar algo sobre el caso,
si ha recibido más favores del futuro beato, si sabe de algún otro milagro.
Dile si va a ir a Roma para celebrarlo. ¿Tú vas a ir?
–Eso me han dicho.
–Pues mejor. Dile a Golvano que vas a ir, que te gustaría
verlo allí, o durante el viaje. Anímate.
–Tendré que pedir permiso al prior. Alberto está en Madrid,
¿no? Sólo podemos llamar dentro de la provincia.
–Pídeselo. Para eso te lo dará.
–¿Y luego?
–Me interesa mucho saber si piensa ir a Roma.
–¿Por qué?
–Es un tema reservado. Por ahora no puedo decirte más.
–Hombre, es que… Mira que andas con misterios.
–Lo que te pido es muy sencillo.
–¿Y por qué no se lo encargas a alguien? Yo ya tengo bastante
con lo de Basterra.
–Nadie lo puede hacer mejor que tú. Golvano no va a
sospechar.
–¿Es que tiene algo que temer?
Santos se ha quedado pensativo. Luis Murillo no le pierde el
gesto. Siempre intrigando, siempre espiando: a Don Quijote y a Sancho Panza en
–No es eso, no. Se trata de otra cosa. Siento no poder ser
más claro. ¿Sabes dónde nació el padre Mario?
–No. Sé que era de por aquí, pero nada más.
–¿Y dónde nació el diputado Itúrbide?
–Tampoco. Será también de...
–Claro, de Amúriz, ya te lo he contado.
–No me acordaba.
–Bueno, pues el padre Mario también era de Amúriz.
–No lo sabía.
–Haz alguna deducción. Los nacionalistas quieren un nuevo
santo en su iglesia particular. No les basta con san Prudencio de Armentia, san
Ignacio de Loyola, san Valentín de Berrio-Ochoa, el beato Francisco Gárate y
algunos otros mitos, como San Fausto y san Formerio. Ahora quieren actualizar
el santoral con los mártires de la guerra civil. Y no pierden comba. Itúrbide
está empeñado con el padre Mario, el primer santo de su pueblo, o beato, por
algo hay que comenzar. Y ya sabes lo de Itúrbide, una paranoia como otra
cualquiera.
–Me pierdo en esas cosas, demasiados santos hay ya, tú por
ejemplo, jajá.
Humorada repentina de Luis Murillo que su amigo sonríe.
–Bueno, volvamos a Golvano. ¿Vas a poder llamarle? Estoy
seguro de que sí. Hazme el favor. Es muy importante para mí.
–Lo haré.
–Gracias. Tengo que volver pronto a Madrid. Dentro de unos
días te llamaré por la noche, después de cenar. Seré el representante de
Agromundi o cosa parecida, y te preguntaré si necesitas abono para los
tulipanes. Tu respuesta ‘Sí’ significará que ya has fotografiado el documento.
Te seguiré preguntando y me responderás ‘También’ si sabes ya las intenciones
de Golvano sobre el viaje. Si aún es pronto o no sabes nada concreto, me
respondes ‘Tengo que mirar’; en ese caso volveré a repetir la llamada dos o
tres días después.
–Bien. No sé a dónde me va a llevar todo esto, pero lo haré.
–Es tu ocasión, Luis. Nunca te han dado una oportunidad para
que sientas las cosquillas de la vida. No te quejas en público, pero siempre he
leído la desazón en tu mirada. Siempre has sido un espejo de la soledad. Hubo
una época en la que no. Algo había que te transformaba. No lo sé. Cada uno
tiene sus secretos.
Su oportunidad; le hace temblar ese pensamiento. Ahora tiene
su oportunidad, pero va por otro camino distinto al que imagina Santos. El
periodista puede haberse enterado de lo de Mila y saber que Jazmín es su hija;
es capaz de guardar todo eso en la recámara para obligarle a participar en las
operaciones que ahora está urdiendo. Luis Murillo se vuelve a sentir incómodo.
–Si no puedes llamar desde aquí, hazlo desde casa de mi
hermana.
Un relámpago casi imperceptible ha cruzado la mirada de Santos. ¿Lo sabrá todo el intrigante? ¿Oculta sus conocimientos? Cuando antes ha dicho que estaba seguro de que lo iba a hacer, parecía tener todos los dados en el cubilete. Luis Murillo se estremece al oír la sugerencia. No ha dicho llama de la consulta, sino hazlo desde casa de mi hermana. ¿Le habrán visto él o sus agentes entrar allí? Hace años que no ha vuelto, desde la boda de Mila con Matías. Ahora la ve cuando va al dentista; sólo la ve, salvo un día en que… Pero Santos no puede saberlo, a no ser que la propia Mila…
16. MILA
La calorina quieta del mediodía adormece casi todos los
recuerdos. Pero hay uno que se alimenta de la penumbra en que ha quedado la
habitación al volver las contraventanas. El riki-riki gris de la cigarra se
entrecruza de vez en cuando con un aleteo cansino de gorriones. Los plataneros
silvestres de
–Hay dos chavalas con
Garrido ha dado la voz de alerta. Magán se queda sin su
principal competidor, dueño único de todos los balones, porque a Cereceda le ha
dado un repentino calambre y se retira cojeando hacia el parque. Se han ido
Estráviz, otros dos y él, seis en total. Pronto son cuatro porque Garrido y
Cereceda desaparecen tras los macizos de cañas que ocultan el estercolero. Es
el camino de regreso de las chicas.
Pero Garrido y Cereceda lo van a hacer mejor. Han tendido el
sedal en el camino de regreso. Tropezarán, caerán ellas al suelo y gritarán.
Acudirán veloces los aspirantes, agazapados tras un seto. Las ayudarán a
levantarse, como unos caballeros, y no tendrán más remedio que cogerlas del
suelo. Hasta es posible que deban llevar
alguna en brazos hasta el invernadero por si se ha roto una pierna o se
ha torcido los tobillos. Estos dos saben latín. Lo han hecho otras veces. Y
ellas colaboran. Se quejan, pero no oponen resistencia. Como si lo estuvieran
esperando. Son un poco descarados Garrido y Cereceda, porque las están tocando
por donde quieren. Además no las llevan al invernadero, sino al césped que hay
detrás del aligustre. Allí no los ve nadie, excepto Santos y Basterra, que se
han acercado reptando. La hermana de Artaza está de pie, como presidiendo la
ceremonia. Los dos grandullones dan masajes en las piernas doloridas a las otras
dos, tumbadas boca arriba. Los muslos se mueven juguetones en un quiero no
quiero que tiene más de aceptación que de rechazo. Las risitas de
Un calambre barre sus nostalgias. No supo qué hacer entonces,
sino mirar. Sintió también arder su sexo, pero no siguió adelante. El Cartujo
les había advertido: ¡cuidado con las chicas! El fuego del infierno amenazaba.
El demonio acechaba disfrazado de mujer, se escondía tras aquellas jovencitas
que enseñaban descuidadamente sus muslos y se dejaban hacer. Corrían las nubes
del pecado por el firmamento dispuestas a derramar su azufre. Le iba a arder el
alma. Aquella tarde, después del paseo, el crepúsculo le ayudó a encontrar un
cerezo. Tal vez volviera a sonreír en la penumbra del confesionario el padre
Miguel Lezaun.
El fuego del cuerpo lo han templado ahora los recuerdos. Si el Zaberri hubiera sospechado la escena tras el invernadero, todos estarían condenados al infierno para siempre: actores, actrices y espectadores. Aquellos diez minutos que consagraban la santidad de los instintos hubieran requerido treinta horas santas para expiar las culpas de los aspirantes que salpicaban a todo el colegio apostólico. Luis Murillo aborrece sus palpitaciones vanas de aquellos días, su apocamiento. Envidia la soltura de Garrido, la de Cereceda sobre todo, y le produce un tintín de disgusto que Magán tuviera ya novia por entonces a despecho de las monsergas de los frailes sobre la castidad. ¿Qué pensarían los tres cuando les hablaban de la pureza? ¿Acaso el Lobo, que los tenía ya bajo su jurisdicción cuando manoseaban a las chicas, era más tolerante que El Cartujo? ¿Cuando uno es mayor se vuelve más tolerante
Sí. La tolerancia se llamó para él Mila. Había rebasado los
cincuenta. Ella tenía treinta y seis. Separada, sin hijos, libre, recién
regresada de América tras despedirse del hospital donde ejercían ella y su
exmarido. Se encontraron en los cursos del Arco Iris. Ella acudía a uno de
medicina naturista, él al segundo de jardinería. Sólo coincidían durante las
comidas, en las charlas de Miyo y en algunos descansos. Hubo algo en la mirada
de ella que le intranquilizó las dos últimas noches. Durante la fiesta de
despedida, común para todos, hablaron. Allí surgió el flechazo. Vivían muy
cerca el uno del otro. Hicieron el viaje de regreso juntos en el autobús de
línea. Luis Murillo no le ocultó su condición. Ella lo había adivinado. Muy
pronto apareció el nombre de su hermano mayor, Santos, que había estado de
joven en aquel convento. La sorpresa de Luis fue mayúscula. ¡La hermana de
Santos Estráviz! Nunca le habló de ella. Había nacido tras irse él del
noviciado. Del segundo matrimonio de su madre. Mila, recién instalada en la
ciudad, acababa de conseguir un empleo en el hospital. Por las tardes trabajaba
en la consulta del doctor Carracedo.
–Precisamente es nuestro dentista.
–¡Qué casualidad! ¿Nos veremos pronto entonces?
–Claro que sí. Tengo que hacerme una revisión en cuanto pase
el verano.
Luis Murillo no acertaba a situarse. Mila, la hermana de su viejo
colega, estaba moviendo algo en su interior. Se alzaba una cortina sutil dando
paso a un fuego que iluminaba sentimientos ocultos cada vez más ardientes, más urgentes.
Él se esforzaba en identificar aquello como un cariño fraternal. Ella sería la
hermana que no había tenido. Un aliento fresco de mujer, sin los dobles lutos
de su madre, sin la inseguridad respirada hasta entonces, sin los ojillos del
prior sospechándolo todo. La ayudante del odontólogo al que acudía la comunidad
le daría un trato especial. A los cincuenta años no se puede descuidar la
dentadura. Hay que reparar todas las caries, hacer una periodoncia, instalar
los puentes precisos para que la arquitectura mandibular no se desplome.
–En menos de un año quedará todo como nuevo, hermano Luis.
El doctor Carracedo era un artista. Y su ayudante, una
aventajada discípula. Nunca había tenido una enfermera tan diligente. Luego
vino la fractura del fémur, al caerse del magnolio que estaba arreglando. No se
pueden hacer alardes en la cincuentena. Mila aprovechó una sustitución en el
hospital para adjudicarse el turno de noche. Allí se confirmó el hechizo. Allí
las manos y las bocas alcanzaron sensaciones hasta entonces desconocidas para
él; pronto supo que para ambos.
–Con mi marido era horroroso, te lo juro. Un animal, un bruto
carnicero que me penetraba como si me tuviera abierta en canal en un quirófano.
En terminando su función, se lavaba las manos y se iba. El post-operatorio me
lo tragaba yo sola. Así desde el principio. No habíamos ensayado, como ahora
hacen los jóvenes.
Llegó el anuncio de Jazmín tras el décimo tercer encuentro. El suelo tembló bajo sus pies y el cielo sobre sus cabezas. Algo había que hacer. Mila inició de inmediato el proceso de divorcio para consumar la separación legal. Necesitaba tramitar los papeles en América y se imponía un viaje. Pidió la baja laboral durante un año. Tiempo suficiente.
El padre Zaberri ha vuelto al altar, esta vez solo. ¿Dónde se
ha metido el sacristán? El tontuno del Benino se habrá despistado entre sus
fantasías. Sentirá mareos o ganas de vomitar, no va a ser él el único. El prior
sale ahora a pelo, con su sotana vieja, sin revestirse de lujos pluviales. ¿Es
cierto o se lo imagina? Va a soltar su plática, su sermón, esa retahíla de
vulgaridades, de lugares comunes. Pero no. Suena la campanilla señalando la
elevación de
–Padre, me acuso de que voy a tener un hijo.
–Eso… no es ningún pecado, hijo mío. ¿Ha sido también
voluntad de su mujer?
La manía de llamar hijos a todo el mundo. Y la de ser llamado
padre. Lo que llevaba Mila encima era un hijo, lo que llevó su madre en el
vientre era un hijo, nada más. A su padre le llamaron padre por algo que no
tenía nada que ver con que lo fuese. Y él era padre aunque nadie se lo diría
nunca en público; tal vez tampoco en privado. Quizá, algún día, andando el
tiempo, escuchara en un susurro de ternura la palabra ¡Papá!
Siente una convulsión. ¡Papá! Imagina a Jazmín ejerciendo felizmente ese derecho verbal. ¡Papá! No puede pasar más tiempo sin contarle la verdad. Lo hablará con Mila. No se puede privar a nadie de esa realidad sustancial: conocer sus orígenes, saber a ciencia cierta cuál es y dónde está la fuente de su vida. ¿Va a desaparecer sin dejar rastro? ¿Quedará en manos de su amada la papeleta de la revelación? ¿Tendrá el valor de dejarla sola? Más que valor, cobardía. Ésta es su oportunidad, el modo de saldar una deuda pendiente, de resarcir con la verdad su pecado… ¿Pecado? ¿Es el amor pecado? ¿Dios nos proporcionó un corazón amoroso y un impulso pasional para que pecásemos? Lorenzo de Nora lo tenía claro: no hay pecado salvo que uno haga un mal directo y a conciencia. El pecado no es haber engendrado a Jazmín, sino negarle ese conocimiento. Pecó el padre Mario al mantenerle en la ignorancia. No hará él lo mismo. Si quiere y respeta a su hija, le debe una confesión. Ya tiene trece años, ya puede entenderlo. Y podrá abrazarla justificadamente. Y podrán llorar de emoción los tres juntos. Lo hablará con Mila.
El párroco de San Martín espera una respuesta. Le ha
preguntado si el embarazo ha sido también voluntad de su mujer. Siente un gran
apuro, pero debe contestar.
–Es que… no tengo mujer.
–¿Entonces?
–Mire, padre, es que no estoy casado.
Padre, una fórmula, la réplica debida a quien te llama hijo. En ese orden. ¿El huevo o la gallina?
–Los curas se atribuyen competencias que no les corresponden
–afirmaba Santos Estráviz con mucha contundencia–. Voy a dinamitar el invento
desde dentro –añadía apretando las mandíbulas.
Javier Alzueta le dejaba decir y hacer durante los meses que aguantó en el noviciado. Se divertía con sus macanas. Pero el barrigón del Gurmendi no lo toleraba. Lo enfiló desde el principio y lo expulsó en cuanto pudo. Luis Murillo sintió mucho su marcha. Le dejaba en cierto modo huérfano de hermano. Ahora estaba seguro de que, para Santos, ni él ni Mila habían cometido pecado alguno. Cuando se enterara, les daría un abrazo a los dos. Aún no sabía si estaba al corriente. Pudiera ser, porque el astuto periodista lo sabía todo. En tal caso, el silencio abonaba la idea de la tolerancia. Su fallido hermano hubiera hecho buenas migas con Lorenzo de Nora si se hubieran tratado. Aunque discreparan en algunas cosas.
–Bueno, hijo, bueno, ¿y cómo ha sido?
–Pues mire, no sé muy bien…
–¿Lo ha hecho con su novia? ¿La ha preñado? ¿Cuándo fue?
¿Cuánto tiempo de compromiso llevaban? ¿Cuántas veces cohabitó con ella? ¿Qué
edad tiene? ¿Lo saben sus padres? ¿Los de ella?
–No es mi novia.
–¿Y tampoco va a serlo ahora? Tiene usted que arreglarlo
inmediatamente. Dios Nuestro Señor le perdonará si yo le perdono y usted se
arrepiente de su pecado. Ella debe también confesarse. Después, para remediar
en parte, en muy pequeña parte su culpa, tendrán que casarse. Lo antes posible,
antes de que se note el embarazo. Hay que evitar el escándalo dentro del pueblo
de Dios. Si no son novios formales, háganse cuanto antes.
–Es que no puedo tener novia.
–¿Por qué no? Usted
puede tener novia como todo el mundo. Y casarse cuanto antes. Sería una manera
de reparar en parte el pecado cometido, ya se lo he dicho. Que la criatura
nazca dentro de la ley de Dios.
–No, yo no puedo… tengo voto de castidad… soy religioso.
–¡Hijo mío! ¡¡Pero hijo mío!!
Su madre no lo hubiera dicho mejor al enterarse del crimen más abominable que pudiera cometer aquel pobre hijo, salvo el de ser padre. Luis Murillo temió la excomunión. Las palabras del cura levantaban vientos de anatema. Aún se estremece al recordarlo. Le temblaba hasta la eternidad del alma.
–Mire, hermano, eso es gravísimo. No puedo continuar
escuchándole. Le ordeno que pida audiencia a monseñor. Peligra la salvación de
su alma.
Hermano. Ahora hermano. A un hermano no se le perdona lo que
a un hijo. Se puede fusilar a un hermano. En la guerra se habían dado casos. En
el fondo, todos los fusilados eran hermanos de los fusiladores. Los curas
afirman que todos los humanos, sin distinción de razas ni condición, somos
hijos de Dios, por lo tanto hermanos.
–Todos somos hijos de Dios y hermanos en Cristo –repetía Senaquerib en las clases de historia sagrada.
–Le ordeno que pida audiencia a monseñor –le dijo secamente
el cura de San Martín.
Monseñor, el obispo. Si fuera arzobispo, mejor. ¿Cómo lo iba
a hacer? Tendría que pedir permiso al prior para solicitar audiencia a
monseñor. Tendría que explicarse con el Zaberri. Aquella confesión interrupta
no tuvo continuación. El hermano Murillo no cumplió la orden, aunque lo había
intentado. Condenado por su hermano sacerdote al paredón del palacio episcopal,
prefirió el vinagre de su conciencia a las balas de monseñor.
Lo había intentado en vano. Una tarde tomó el urbano, llegó a la ciudad y, sin permiso previo, se dirigió a la plazoleta donde se levanta el palacio episcopal. Aprovechó una salida convenida de antemano y aprobada por el prior para encargar en la ferretería las herramientas que necesitaba. Arrinconado en una esquina, frente al palacete neoclásico, tembló. Llamaría a la puerta y pediría hablar con el señor obispo. Tendría que explicarse, dar razones para la audiencia solicitada, justificar la urgencia. Temblaba. Su mirada correteaba por el espacio intermedio en espasmos de ida y vuelta. Llevaba allí más de una hora, quieto, cuando le pareció que la tarde oscurecía. Se levantó un vendaval y observó que una figura triste, en todo semejante a él, circulaba por la plazoleta a velocidad constante con los brazos extendidos. En todo semejante a él, pero revestida de un sayo penitencial. Al pasar junto a la puerta del palacio se detenía, giraba todo el cuerpo y se inclinaba reverente. Luego proseguía la carrera repitiendo la inclinación al completar otra vuelta. Curiosamente no cruzaba nunca frente a él, aunque la trayectoria era perfecta y circular. El paso de tres viandantes interrumpió la visión. El sol brillaba con fuerza y el viento se había calmado. Su respiración seguía siendo afanosa.
Ahora sí está el sacristán haciendo la corte al celebrante.
Han vuelto los dos al presbiterio sin pasar a su lado, como venidos de los
comienzos de
17. EL SALÓN
No está Saturio Antón. Don Artemio el joven mira
atravesadamente hacia el pupitre solitario como gritando ¡Ay, Dios mío! El
pupitre está situado junto a la ventana, con la luz entrando por la izquierda,
en sentido inverso a lo que pediría el respeto al señor director. Saturio Antón
no ha acudido al tiempo de reflexión comunitario. Nuevamente su pupitre está
vacío. Tampoco está Artemio de Ocio con su filosofía delirante colgándole de la
mirada, con la caída burlesca de su labio inferior, con ese apoyo matizado a cualquier
transgresión inteligente.
–¡Situs inversus! –gritó cuando descubrió el cambio de
posición de aquel pupitre, echando sus lacios cabellos al otro lado de la calva
y colocando su palma abierta sobre el pectoral derecho mientras tendía el otro
brazo hacia el removido mueble señalándolo jocosamente con un giro de la muñeca
repetitivo y quedón.
El día en que el heterodoxo contravino las formas de
distribución mobiliaria del Peque, hacía sol y todos los frailes estaban
ausentes del salón de la comunidad. Luis Murillo fue el encargado de trasladar
el pupitre junto al ventanal en el momento de los trabajos matinales,
interrumpiendo la limpieza de la habitación del músico.
–Ven y sígueme –le había dicho don Saturio con grave empaque evangélico.
Tras el paréntesis de la siesta y el reclamo de la campana,
han acudido al salón todos los frailes. El hermano Luis lo recorre con la
mirada y se pregunta en quién podrá confiar. Desearía no equivocar la elección.
A sus casi sesenta y cinco años tiene ya instalada la desconfianza en medio del
entrecejo. Lo primero que debe averiguar es lo que saben los demás sobre el
asunto, sobre todo el padre Zaberri. Quizá no sepan nada. Tal vez su madre lo
confesó a un sacerdote confiando en que nunca lo revelaría. Pero él tenía que
saberlo. Por eso le escribió una carta. Hay cosas que una madre sólo puede
contar a través de una rejilla, no cara a cara, y como último remedio a través
del papel: una confesión por escrito.
¿Y si le hubiera dejado vivir con sus antiguas creencias? Inútil.
Siempre supo que había algún misterio en los ojos de su madre. Aquella frase
cazada al vuelo el día de los fieles difuntos anidaba desde los ocho años en su
memoria.
–Hay que hacerlo como si fuera cierto –dijo su padrastro con
un tono que desenmascaraba el simulacro.
Rufino Alonso se avino al homenaje ficticio durante nueve
más, pero también las manos de un hombre bueno tiemblan cuando llevan mentiras
en forma de flores. Aquel año cayeron al barro antes de que se divisaran los
cipreses del camposanto. Llegaron doblemente sucias al pie de la fosa impostora
para no diferenciarse del recuerdo. Fue un día turbio que Luisito Murillo
guardó para siempre enlodazado en su memoria.
Si estuviera entre los frailes Saturio Antón, le confesaría
su secreto. A pesar del fiasco en literatura, a pesar de la falsa acusación de
haber copiado. No le guarda rencor, y nada mejor para demostrárselo que
entregarle las cuitas más hondas de su alma. Ahora tendrá ochenta y tantos.
Hace muchos años que voló. Aún lo puede encontrar. Tal vez a través de Golvano,
aunque hubiera sido más rápido recurrir a Santos. Pero el periodista está
husmeando la presa. No, por medio de Santos no. Lo intentará a través de
Golvano. Incluso el mismo Alberto serviría para…
También hubiera confiado en don Artemio el viejo-Don Quijote-La
Moña, pero ya entonces tenía más de cien años, quizá doscientos. Había vivido
la guerra, varias guerras, la de África, la de Cuba, incluso la guerra de
–¿Sabes si aún vive
–Seguramente. Algo habrá hecho, porque no era carne de
estercolero. Andará por ahí.
–Sabes que se fue del convento tres o cuatro años después de
ti, lo sabes, ¿verdad?
–No lo sabía, pero no me extraña. Aquí ya le hubieran
enterrado.
El prior quiere enterrarle a él, a don Saturio Antón que no
viene a compartir con el resto de los frailes el tiempo de calma en la sala de
la comunidad a pesar de haberse puesto el pupitre como le ha dado la gana, a
don Artemio de Ocio que prefiere tocar el violín a esas horas, a don Eusebio
Beltrán por hablar de sus congojas, a don Armando Velázquez por cojear, a don
Valentín Diago por el estruendo de sus muletas, a don Juan Vigil por meter mano
a los apostólicos… Al que enterraría después de estrangularle con sus propias
manos, o viceversa, es decir estrangularía con sus propias manos después de
enterrarle, es a Santos Estráviz. Por descreído, por blasfemo, por nihilista,
otra vez por descreído, por periodista, por zumbón, por periodista de nuevo.
–Algunos periodistas son unos estúpidos engreídos que no
saben dejar a la gente en paz. Todo lo revuelven, todo lo trastornan, lo
quieren averiguar todo. Las cosas hay que dejarlas como están, transigir,
perdonar. Si los religiosos cometemos errores es por ignorancia, no por
malicia.
Echa el Zaberri hierro por los ojos. Hierro furioso. Echa por
las comisuras anuncios de babas blanquecinas. Mira al hermano Benigno
reprochándole su rostro tontuno. Hicieron bien en negarle los estudios. Fraile
de a pie, hermano lego y punto. Como mucho, sacristán.
Quienes tienen la luz por la derecha miran con nostalgia el
rincón que ocupó el mítico pupitre de don Saturio Antón, otro réprobo siervo de
Satán. Luis Murillo observa las orejas coléricas del Zaberri que intentan
detectar síntomas de disconformidad. Sus ojos perrunos olfatean presa. Lo de
los periodistas le trae a malas.
–¿¡Quién informa a esos mentecatos de lo que ocurre dentro de
los conventos!? –brama en los minutos de las comidas en que permite
conversación.
Santos Estráviz y otros colegas llevan años dando voces contra el fariseísmo de los curas y repitiendo consignas contra los sepulcros blanqueados. Defienden un retorno a la esencia del Evangelio, abogan por la teología de la liberación y sueltan otras monsergas del mismo estilo. Con eso dan cancha a los descreídos, a los nihilistas, a los ateos. El Zaberri y los responsables de otras congregaciones están que trinan cuando lo comentan en sus reuniones.
–Mira, Luis, los nihilistas somos simplemente inteligentes.
Hemos llegado a la misma conclusión a la que llegarán todos los mortales, sólo
que antes. Desde ahora sabemos que no hay más allá, que todo se cuece aquí.
Pero algunos, como yo, estimamos que para poder convivir hay que tener unas
normas, unos principios. A los creyentes, sin embargo, los entiendo muy bien.
Estoy con ellos en parte. Si son sinceros, viven con mayor consuelo. Aunque yo
pueda prescindir de la fe, hay gente que no puede. Porque en general no
abandona uno la fe, sino que es ella quien te abandona. Yo he dejado que la
vida me conduzca y sigo respetando a quienes creen en Dios. Puede ser
simplemente una tabla de salvación frente al vacío de la mente y a las
preguntas sin respuesta racional, pero cada cual ha de ser coherente con su
capacidad de soledad. Evidentemente, no estoy de acuerdo con
Santos Estráviz no ha visto el brillo de
–Nosotros, quienes reflexionamos e investigamos honestamente, somos los pioneros de una ciencia en la que todos los humanos se doctoran, quieran o no, cuando mueren. Ahí acaba la cosa. El cuerpo se va a la tumba y lo demás vuelve al pozo espiral de donde salió. Llámalo Dios o cosmos, qué más da. Cuando se produce la conjunción bioquímica que da lugar a una nueva vida, se ponen en marcha los procesos de apropiación en todos los niveles. El nuevo ser se consolida con factores hereditarios y elementos ambientales. Lo mismo que tira de teta o biberón, tira de gestos, de actitudes, de palabras, de ideas. Somos un simple resultado. Si hubiéramos nacido tres mil kilómetros al sur, nuestras condiciones y convicciones serían distintas. Somos un resultado destinado a desaparecer para dar paso a otros resultantes del mismo o parecido signo. Igual que los manzanos o las abubillas. El empeño de las religiones por la trascendencia individual es ignorancia o coartada. Les interesa explicar el principio y el final de la vida para tranquilizar la inquieta mente humana. Y para dominarla.
Santos Estráviz vuelve a pedir la palabra en medio del
incendio de su mente. Una marejada de ideas está a punto de sumergir a Luis
Murillo en la confusión definitiva. Todo oscila a su alrededor. Uno de los dos
oídos le hierve. No sabe cuál. Antes era el otro. Tampoco acertaría a
señalarlo. Tal vez le está ardiendo la parte más misteriosa del cerebro y sólo
escucha el crepitar de los oídos. A Santos le repica mucho el tema de la vida,
de su transmisión. Vuelve sobre él a la menor oportunidad. ¿Sabrá lo suyo con
Mila? Y esa forma de mirar a Jazmín, como intentando buscarle los parecidos…
¿Habrá sido capaz de leer también en los ojos ingenuos de su sobrina? Una
muchacha inocente lleva grabados en la retina conocimientos que no posee su
mente.
–Me sublevo ante muchas cosas, sobre todo ante la tortura
mental que imponen algunas religiones a sus más fervientes adeptos en temas que
atañen al cuerpo. Ese machacar con la castidad, con el sexo como elemento pecaminoso.
En lugar de santificarlo, como hace el tantrismo o de darle cauce natural, lo
pervierten y desgracian a las víctimas. O las absurdas teorías sobre el ayuno,
cuando la alimentación bien orientada es una actividad sagrada que favorece la
salud del espíritu. Pero no, hay que machacar todo lo que sea placentero. El
freno a la procreación que imponen algunas confesiones a sus ministros, por
ejemplo la católica, es un atentado contra la especie. Ya se encarga la
naturaleza de determinar qué sujetos son estériles. Entre los granos de trigo
hay algunos infecundos. Pero no le deciden ellos, no son tan insolentes.
–Bueno, sobre el ayuno yo te diría…
–Sí, ya sé, es un método de limpieza, de higiene corporal. Me
refiero a los abusos, a la penitencia sin sentido.
–¿Y tú crees que procrear es una obligación para todos los
seres vivos?
–Sí, una obligación colectiva, una ley profunda. Hasta
–Es una opción individual.
–Claro, pero obligatoria. No puedes ejercer el ministerio sacerdotal si estás casado. Y menos el episcopal. Qué disparate. Ni dedicarte a una vida espiritual intensa en una institución eclesiástica. Claro, el matrimonio es para la clase de tropa, ya lo dijo hace tiempo un iluminado de pacotilla.
Un respiro endulza la conciencia de Luis Murillo entre los
hilos tensos de su mirada. Su mente vaga entre conversaciones y comentarios
locos; la memoria recorre inquietudes, temores, nostalgias, deseos. El padre
Zaberri ha dado seis o siete bendiciones con
El padre Zaberri ha dado una bendición nueva con
Credo in unum Deum
pater
onmipotentem
factorem caeli et terrae
visibilium
omnium
et invisibilium.
La calma ha durado poco. También el canto gregoriano lo
revienta el oficiante. Ha entonado el Credo con su voz acartonada, espesa de
humo y mala leche. Credo in unum Deum.
Parece que se va recuperando. Lentamente se va recuperando.
¿En qué cree realmente él? Camino de la vejez no puede uno seguir engañándose.
Ya es tarde para casi todo, porque nadie va a durar los dos o tres siglos de
don Artemio el viejo, ni el fantasma de don Valentín es una realidad
permanente. Le queda al menos la dignidad de no vivir engañado. Ejercerá esa
dignidad tras más de medio siglo manteniendo el compromiso secreto de no
defraudar a su madre, de no abandonar
La mirada bobalicona del Benino le enerva. Eligió convivir
con él. Tendrá que seguir haciéndolo. Y sustituyéndole. Aunque estudió algo,
hace funciones de fámulo. Los otros frailes de la comunidad son don o padre. Los
que se dedican a la docencia sin cantar misa son don, los sacerdotes, padre. Ellos
simplemente hermanos. El hermano Luis, el hermano Benigno. En los tiempos
anteriores, los hermanos dedicados a labores menestrales eran también don: don
Eusebio, con los ganados en Urkiz, don Armando en la sastrería, don José en la
carpintería, don Avelino en la enfermería. Ellos no.
Aquí en la sala de la comunidad lo tiene casi enfrente, no
detrás, como en la iglesia. Cuando lo suple en la sacristía, acaba con el
estómago avinagrado de tanto esputo como hay por los rincones. El aliento
fétido que le llega cuando está en el banco posterior, arrastra cualquier
indulgencia residual que pudieran contener las preces mecánicas que ambos
comparten. A veces parece tranquilo situado a la derecha del altar mientras
asiste al oficiante. Si empezara a carraspear, hasta el Santísimo Sacramento
huiría horrorizado inventándose unos pies.
Lo mismo que ocurre en el Salón de la comunidad. De vez en cuando hay
carraspeos discretos para frenar la tortura descomunal de los suyos.
–¿Qué lee usted, hermano Luis?
–La ‘Teología de
–¿Aún no ha terminado con el libro? Lleva más de diez años
con él, según creo –comenta el prior con los ojos aviborados.
–No, no lo he terminado. Es muy largo y de letra menuda. Y me
cuesta mucho leer sin gafas.
–Pues póngaselas.
–Se me han quedado viejas, no me sirven.
–Vaya, hombre, quiere usted ir a la moda.
–No, sólo cambiarme la graduación.
Vuelve el hermano Murillo a la ‘Teología de
18. LOS DESERTORES
–Todos conocen a Manuel Grisalén, ¿verdad? En esta clase ha
estado durante los tres últimos meses, aquí ha estudiado con ustedes, a la
capilla acudía con todos, lo han visto en el recreo y en los paseos, ¿verdad?
Pues bien, atiendan, porque ha sucedido algo muy grave.
Una oleada de pánico sobrevuela las cabezas de los
apostólicos. Don Federico Lasa, el Chivo, El Abuelo, con su barbita blanca, con
su boina negra sin capar que lleva puesta siempre, incluso en la iglesia –se
dice que por concesión papal–, acaba de anunciarles el desastre.
–Escuchen con atención lo que les voy a decir y no lo olviden
nunca.
Los ojos del Abuelo, normalmente serenos, son como incendios
antes de arder. Las mandíbulas prietas, las ojeras rayadas, el cuello girando
tenso y al acecho. No habría más silencio si la clase estuviera vacía, todo el
colegio apostólico vacío, el mundo entero vacío. Treinta pares de ojos ejecutan
la más perfecta sinfonía de silencio que ningún músico haya podido componer.
–Manuel Grisalén, que era compañero suyo hasta ayer, que
parecía tan buen chico, que comulgaba todas las mañanas… ¡acaba de sacar el
billete para el infierno!
La oleada de pánico se desploma sobre las cabezas de los
aspirantes a fraile. El silencio es ahora símbolo perfecto del terror. Grisalén,
Manolo, un chico normal, simpático, buen compañero, víctima de las ferocidades
de Magán como casi todos los que intentan jugar al fútbol.
–Magán le ha cascado los huevos a Grisalén, jajajá –cacareaba
Cereceda en el recreo siguiente–. Miradlo allá sentado. Se los ha escachuflado.
El verano que viene se le reirán todas las novias que tenga.
Ahora están todos contritos y en silencio. El Abuelo pasea entre las filas de pupitres con aliento delator. Está husmeando despacio por si detecta algún otro miasma sospechoso entre los apostólicos, alguien que esté cavilando sacar otro billete infernal con cualquier disculpa; tiene que evitarlo, tiene que mantener a aquellos infelices en el sendero del bien y de la salvación eterna que les proporcionará con seguridad su perseverancia en la vocación.
Nadie supo jamás si el primer desertor de aquel primer curso
fue devuelto a su casa por culpa de la novia. ¿Le pillarían alguna carta
comprometedora? El prefecto les leía todas las cartas, las de entrada y las de
salida. ¿Qué malicia puede esconder una carta amorosa a los once años? ¿Hubo
quizá otra razón? Se dijo más tarde que don Juan Vigil, El Individuo, le metía
mano, que los pilló El Cartujo pecando contra la santa pureza y que fue preciso
deshacerse del apostólico para no complicar al fraile sudoroso. Ese fue el
rumor.
La
santa pureza. Grisalén pecando contra la santa pureza con don Juan Vigil. El
Cartujo indultando al fraile, no al apostólico. ¿Un niño es impuro por
naturaleza? ¿Un corruptor? El Individuo había pecado contra la pureza más tarde
con varios compañeros, con Ibáñez por ejemplo, Luis Murillo lo sabía, había
pecado con él mismo, sin su consentimiento, él no era un corruptor como
Grisalén, pero no les habían pillado. El suyo con El Individuo era un pecado pequeño,
un pecado venial, porque apretar las nalgas era un pecado venial y dejárselas
apretar otro venial también, dos pecados juntos o un pecado doble en realidad,
a saber qué diría de ello el padre Royo Marín en su catecismo moral.
Seguramente poca cosa. Porque su pecado terrible, su pecado absoluto contra la
pureza fue con Mila. Un pecado tan extraordinario que ni siquiera se le habría
ocurrido pensarlo al famoso dominico. Tal vez por eso no lo podía perdonar el
párroco de San Martín, porque no lo alcanzaba a comprender. Tal vez por eso le
envió al señor obispo, porque un obispo sabe más que un párroco, aunque
seguramente no tanto como un padre dominico. La pureza. ¿Qué era la pureza? ¿No
quiso delicadamente a Mila? ¿No la trató con dulzura? ¿Unir dos cuerpos en ley
natural es impuro? ¿Sus votos con los frailes eran más fuertes que sus votos
con la naturaleza? ¿Qué pensará ese Dios que contempla su dolor y su
perplejidad desde el ojo blanco de la custodia? Si es que Dios tiene capacidad
de pensar, cosa que negaban Santos Estráviz por intuición y seguramente don
Saturio Antón por convencimiento.
También
Lorenzo de Nora pensaba eso, aunque no lo manifestaba claramente. Lo suyo era
más bien agnosticismo. Sobre lo que sí tenía las ideas claras era sobre asuntos
como el sexo. Pensaba que la mayoría de los frailes no tenían un concepto
definido de su voto de castidad. Le daban excesiva importancia, se aferraban a
él como un tótem imposible de abarcar. Les habían inoculado el precepto sin un
proceso de reflexión suficiente y carecían en general de un conocimiento
directo del tema.
–Yo sí
he tenido novia, hermano Luis, corrí un poco el mundo en mi juventud y sé de
qué va el sexo muy de cerca. No voy a entrar en detalles, no son necesarios. Lo
que sí he visto en nuestra Congregación, y también en otras, es que los frailes
se obsesionan con el tema a determinada edad, y eso les desasosiega hasta
extremos patológicos.
Seguía
hablando en voz baja, como si sus pensamientos pudieran herir los oídos del
fraile amigo. Luis Murillo escuchaba sin pestañear. Quería alguna luz para su
propia controversia íntima, sin decidirse a confesarle su experiencia amatoria
con Mila y las consecuencias habidas. Estaba enfermo, tenso y con una gran
depresión al mismo tiempo.
–Cuando
se reprime de modo absoluto la libido, sobre todo en la etapa adolescente,
surge inconscientemente una valoración excesiva del sexo que perjudica
muchísimo a los afectados en la edad adulta. Dan al tema mucha más importancia
de la que tiene y desenfocan su vida a consecuencia de ello. O se refugian en una autosatisfacción
decepcionante, o estallan por el camino de la pederastia o de la homosexualidad,
o abandonan en busca de sexo femenino a toda costa. También ocurre entre los
casados que sufrieron una educación excesivamente
represiva en su adolescencia. Gente que deserta de su camino, que vive de forma
desequilibrada sus emociones y sus afectos. Hay muchos casos dentro y fuera de
los conventos.
Luis Murillo seguía escuchando sin intervenir. Daba vueltas y vueltas a su caso. Terminaría por confiarse a él. Su hermano en religión era un hombre sabio. Había estudiado y vivido mucho. Había vivido también antes de ser fraile. Quizá eso consolidaba su vocación, su camino personal, a pesar de las asechanzas del ambiente. No iba a desertar. Tampoco él lo haría. No se atrevió cuando fue el momento.
No hubo más deserciones aquel curso hasta el verano. El Chivo seguía ennegreciendo con su boina sin capar todos los firmamentos del mundo. Nadie más quería ser facturado directamente a las calderas de Satán por aquel vejestorio que el padre reclutador de su época debía haber fichado en alguna fragua. Ya no temblaron con espanto las cales recientes del aula, ni la pizarra negra como el infierno para el que había sacado billete Grisalén. Pero el demonio siguió haciendo su trabajo y consiguió que hubiera más apostólicos expulsados los siguientes años, aunque en lugar de las voces cavernosas del Chivo provocaran las lágrimas impotentes del Malayo.
Antes de comenzar la hora santa ha pasado casualmente Luis Murillo por el aula de entonces, ahora convertida en sala de televisión para la comunidad. Aún tiembla por las paredes la voz iracunda del Chivo, del Abuelo, don Federico Lasa. Su mirada oculta traspasa los muros cuando el aula está en silencio y una desazón de misterios inunda los pasillos próximos. Nunca le ha gustado al fámulo limpiar aquella parte de la casa.
–Después de barrerlo todo bien, disponga las sillas en orden
y coloque tres de ellas detrás de las mesas –le ordena don Moisés Serrano, el
administrador del colegio. Antes, cuando aún era un apostólico, se llamaba
ecónomo. Él ha seguido llamándolo así. Don Moisés puede tener también la edad
de don Artemio el viejo. Su cuerpo de piel grisácea puede estar ya disfrutando
de la eternidad.
–¿Dónde pongo la presidencia? –pregunta Luis Murillo.
–Aquí. El padre Emilio hablará en el centro antes de
sentarse, así que ponga en este lado las mesas.
Lo barrerá todo bien, pero es demasiada basura. La maldición
del Abuelo impregna todavía los muros del aula. Para complicar la situación,
asoma por la puerta el morrillo del Benino como queriendo ayudar. Luis Murillo
prefiere la chamusquina de los demonios que se llevaron a Grisalén antes que el
aliento pestilente del otro fámulo.
–Me sirvo bien yo solo para barrer y ordenar el aula, hermano. Puede irse. Muchas gracias.
¿Hermano? Lo llamó aquel día hermano. ¿La costumbre, la
regla? ¿O tal vez porque el recientemente nombrado Superior General, cuya
atención que a veces parecía cariño, se iba a Roma y todo se reblandecía en su
alma como una nostalgia sin desempolvar? Pero no, no era su hermano. Ahora lo
sabe. No es hijo del padre Mario. No hay fraternidad sin peleas, sin alborotos,
sin risas compartidas, sin migas esparcidas, sin secretos comunicados, sin
complicidades. Con el Benino sólo hubo y hay distancias. No tantas, sin
embargo, como él desearía, por ejemplo en la iglesia.
¿Por qué el Benino no se convertirá en desertor? A pesar de
sus sesenta y tantos años. Para gente tonta y boba siempre hay sitio en alguna
sacristía. Aunque resultaría una deserción a medias, en claroscuro, no como la
de Saturio Antón o la de Artemio de Ocio, que fueron clamorosas. Ni siquiera
como la de Alberto Golvano o la de Vicente Gorbea, Matusalén. Gorbea desbancó a
Senaquerib del protagonismo bíblico. Con su tremenda calva y sus ojillos
diablunos reunidos sobre la nariz, se convirtió en el prototipo de la deserción
científica.
–Las formas sinuosas de las órbitas paráclitas conducen a la
formulación de una ley hipercéntrica: la masa craneoencefálica del padre
Constantino, dividida por el círculo de la coronilla y multiplicada por el
diámetro de sus orejas desplegadas, da como resultado un caos geométrico cuyo
principal exponente son esos esbozos de cuerno único dispuesto a brotarle por
detrás de la frente.
El hermano Vicente ensañaba su labia contra cualquier
contrincante. Había hecho estudios superiores y se sentía completo uniendo el
sarcasmo con la chanza. Su calva crecía más que la de sus competidores. A los
dieciocho años, ya profeso, y hasta los treinta y dos en que desertó, llenó de
risas hirientes las aulas de su discencia y su docencia. Su calva crecía y
crecía hasta alcanzarle la cintura y las partes bajas del vientre. Sólo era
visible lo que sobresalía del cuello, pero los íntimos de Matu sabían que la
tragedia continuaba detrás del horizonte. Con aquella lacra definitiva no podía
sino desertar. La depilación total del pubis no era entonces todavía un
atributo masculino. La virilidad necesita su imagen.
–Un religioso ha de ser persona de mucha salud para poder
afrontar las penalidades de una vida sacrificada y penitente –declaraba
periódicamente El Cartujo como prólogo a su campaña de difusión de las
cadenillas.
Leturiaga también desertó, a pesar de su musculatura y de su afición al cilicio. Menudo pinta el Leturiaga. Santos Estráviz le ha seguido la pista en la capital. Dedicado ahora a los negocios, no perdona cliente, y mucho menos clienta. Con mucho esmero conduce a las jóvenes hacia su trasdespacho decorado con cadenillas doradas en las paredes y un látigo negro retozando en el jergón. Desertaron igualmente Cereceda, Garrido, Durán y Magán, cada cual con sus razones y frustraciones. Magán lo hizo a los pocos días de ingresar en el noviciado pretextando que allí no había campo de fútbol. Cereceda y Garrido lo hicieron antes de que les llegara el turno porque sabían que allí dentro no entraban las chavalas al jardín ni siquiera con el más peregrino empeño. Durán aguantó más, no mucho. Con su carita de bueno no dio síntomas alarmantes del trajín que se traía dentro, ni motivo alguno para que el padre Gurmendi lo fichara. Pero sus movidas le fueron conocidas luego a Luis Murillo. Durante un tiempo mantuvieron buena relación. El paso de los días fue disolviendo los afectos.
En la reunión convocada por el padre Emilio, antes de partir
definitivamente para Roma, estuvieron presentes todos los miembros de la
comunidad. Entonces eran más de treinta. El revitalizador de
El padre Emilio habla y habla, pero no fija en él la mirada ni una sola vez. Luis Murillo sospecha que ya no es su protegido porque se ha hecho mayor. Le nace como un vacío íntimo, la sensación de haber perdido todos los puntos de apoyo. El desconcierto le lleva a pensar en su madre, a la que ha vuelto a ver hace dos semanas, tras más de un año de ausencia. La señora Benedicta es una viuda aún joven con el rostro envejecido prematuramente. Ha regresado a la ciudad, dejando el pueblo donde está enterrado Rufino Alonso y donde han quedado varadas las escasas ilusiones de su segundo matrimonio. Con voz lúgubre ha recomendado a su hijo humildad, mucha humildad. Parece como si la hubiera adoctrinado también el zafio padre Gurmendi. La humildad que ella misma practica en la lavandería del hospital donde le ha buscado trabajo don Moisés. Agradecimiento eterno al ecónomo del colegio apostólico que, además, le ha nombrado a él su ayudante.
Fue entonces cuando Luis Murillo se planteó por primera vez
un futuro distinto para su vida. Sentía, por un lado, el reto de la novedad y,
por otro, un cierto vértigo ante lo desconocido. De forma inesperada comenzó a
dudar de su estado. Ya habían abandonado Estráviz, Garrido, Cereceda,
Leturiaga, Magán y muchos otros compañeros, aduciendo que no tenían vocación.
La crisis fuerte se producía durante el noviciado. Entraban allí en danza los
reclamos de la carne y el desconcierto del espíritu.
Una extraña memoria le presenta ahora línea a línea el relato de Durán que encontró casualmente hace algunos años. Lo leyó muchas veces, poseído por el aliento morboso que desprendía, y lo conservó oculto en un cuaderno hasta que la sensación de complicidad resultó abrumadora, no sólo por el contenido de la historia, sino sobre todo porque su antiguo condiscípulo murió poco después en un accidente de tráfico. Habían mantenido los dos buenas relaciones. Durán era entonces viajante de comercio y pasaba a visitarlo por Zapiain de vez en cuando. Le gustaba escribir. Decía que debía aquella afición a los frailes y que disfrutaba haciéndolo. Luis Murillo había leído algunos de sus cuentos, pero lo que recuerda ahora, como grabado a fuego, es la narración de añoranzas contenidas en un pliego que apareció doblado dentro de un libro que le trajo de regalo en una de sus visitas. Era un manual sobre el cultivo de las plantas de interior, de gran formato, en el que de modo casual había quedado aquel relato escrito con una intención indefinida. De modo casual, porque Luis Murillo nunca admitió que lo fuera de forma intencionada. Durán no era un entrometido, sino un hombre respetuoso, y jamás había lanzado ninguna insidia sobre las privaciones eróticas de los frailes. El escrito podría pertenecer a su diario, ser un fragmento desgajado ocasionalmente, algo redactado a vuelapluma en espera de incorporación. Era privado, al parecer, pero no pudo evitar leerlo. Cuando se dio cuenta, no podía detener su vista ansiosa. Lo que contaba era algo muy familiar. Recreaba la misma atmósfera que él había vivido. Aunque el concreto episodio del monte no pudiera suscribirlo. Ahora recuerda el fraile la peripecia con la sensación confusa que provoca alguien que ya no vive sobre este planeta, pero que sigue respirando en la mente de quien lo recuerda. Revivían las maneras de Durán en su memoria, revivían sus gestos y sus sonrisas tiernas.
Ayer tuve que hacer un viaje de trabajo a Zigoibar. Son los territorios de mi infancia. También de mi adolescencia. Terminé pronto la faena, tenía el día por delante y decidí recorrer algunos de los lugares más añorados de entonces. Me dirigí primero al punto donde solíamos ir de excursión los colegiales de vez en cuando (lo que llamábamos un ‘paseo largo’) al pie del monte Arbala. Hay allí unos prados espléndidos y unos bosques de robles y hayas maravillosos. El heno estaba recién segado y liberaba un aroma tierno, incomparable. Hacía años que no lo disfrutaba así. Cerca hay un pequeño restaurante de carretera, cerrado ese día, que antes era aún más pequeño y más humilde. En él probé la gaseosa por primera vez, a los trece años, un día de excursión, tras pedir permiso al Malayo que controlaba nuestros movimientos. También allí cerca, tres años después, quise ligar por vez primera con una muchachita de Londio, la mayor de dos hermanas, que junto con su prima se dedicaban a calentarnos la vista a los novicios sabiendo que las espiábamos detrás de las ventanas. Vivían al lado del convento, en una casa con jardín donde se ponían a jugar siempre que hacía buen tiempo. Tenían aproximadamente nuestra edad, quince o dieciséis años, quizá algo menos. El frontón de nuestro patio lindaba con su casa, y solíamos tirar fuera la pelota para tener que ir a buscarla por las inmediaciones o a su jardín, casi todo él con césped crecido. Aunque ellas estuvieran por allí y la vieran caer, no nos la devolvían, sino que esperaban a que fuéramos a recogerla. A veces la escondían más y, mientras la buscábamos, brujuleaban entre risitas y saltos que nos dejaban ver sus muslos desnudos. Había en su jardín zonas con desnivel que eran especialmente propicias para ‘buscar’ la pelota hacia el suelo y otras cositas hacia el cielo. Ellas se divertían viendo nuestros intentos y muchas veces facilitaban la labor poniéndose como a subir a los arbolitos que por allí había. Cuando nos acercábamos mucho donde estaban, buscando por allí la pelota perdida, se recogían la falda entre risitas y se iban, lo que aún nos calentaba más. Este juego era necesariamente limitado: había que regresar al frontón con la pelota antes de que el padre Gurmendi se mosqueara por la tardanza. Los que salíamos a por la pelota éramos siempre los mismos. Había cierto aire de complicidad, aunque tratábamos de disimularlo. Le habíamos cogido gusto a la aventura. La moral de entonces tenía muchas limitaciones y no había que dar a entender que la naturaleza era más fuerte que las normas. Las tres muchachitas se divertían también de otra manera. Las dos hermanas eran morenas y particularmente guapas; la prima era pelirroja y muy provocativa, con la faldita más corta y más volátil. Después de las comidas, sabían que algunos novicios las espiábamos por las ventanas entornadas del segundo piso, donde estaban los dormitorios y donde podíamos subir con el pretexto de descansar un rato. Sabían que éramos aspirantes a frailes, pero no creo que tuvieran clara la noción de que pronto haríamos voto de castidad. Yo recuerdo que me apostaba en un lugar desde el que veía bien el jardín y un flanco de su casa. A esas horas, si el día era bueno, solían estar allí la hermana pequeña y la prima. Se tumbaban en el suelo a tomar el sol, sobre la hierba, muchas veces con las piernas al aire y jugueteando entre ellas a tocarse. Varias veces, en tiempo de lluvia, les sorprendí un enredo aún más provocativo. Se sentaba la prima en el umbral de la puerta, bajo un balcón que les resguardaba del agua, y se quedaba a su lado la hermana pequeña, de pie. La pelirroja era la activa y la otra dejaba que su prima le acariciase las piernas y subiera por ellas metiéndole mano. En esos momentos yo me ponía como un mulo y tenía que aliviarme como podía. Deseaba locamente ir corriendo allí y empezar a jugar con las dos, tocarlas y estrujarlas a gusto. Recordaba que durante las vacaciones del verano anterior había tenido un lance, sólo una tarde por desgracia, con una prima mía y su amiga (eran también de mi edad), que consistía en quitarles una figurita de plástico que ellas se pasaban de una a otra. Yo las perseguía y las acorralaba en un rincón de la escalera donde vivía mi prima y achuchaba a la que llevara la figurita escondida mientras ella se defendía (es un decir) y trataba de pasársela a la compañera del juego. Cuando lo conseguía, yo iba a por la otra. Procuraba fracasar en la recuperación de la pieza, sobre todo si era mi prima la que la tenía, porque con su amiga me encontraba más a gusto, menos condicionado, y también a ella la veía entusiasmada. Se había ido escondiendo la figurita cada vez más adentro a medida que avanzó el juego. Tratar de sacársela de entre los pechitos era una delicia, lo mismo que cuando la apretaba contra su vientre o se la colocaba entre los muslos, primero abajo y luego más arriba. Este mismo juego hubiera querido hacerlo con las dos primitas de Londio, sin el freno que significaba la proximidad de la familia (aquella tarde del verano estaba mi padre en casa de su hermano, mi tío, mientras yo jugaba con mi prima y su amiga). Con la mayor de las hermanas intenté el primer ligue de mi vida, en una romería en la que coincidimos. Aunque con mucha reticencia por parte del padre Gurmendi, pero apoyados por el prefecto del noviciado, don Javier Alzueta, un fraile que pretendía ser moderno, acudíamos a algunas de las que se celebraban en las ermitas al pie del monte Arbala. Fue en la de Santa Lucía, el primer domingo de mayo. Lo recuerdo como si lo viera. Ayer estuve paseando en soledad por la misma campa. Yo me había apartado del grupo nuestro después de comer. La había visto al llegar y estaba alucinado con ella y con su vestidito ligero de verano. Los demás estaban en un corro, hablando con el párroco del pueblo y con varios catequistas. La encontré bebiendo agua en la fuente. Su postura me permitió ver más de lo que hubiera esperado y menos de lo que deseaba. Me encorajiné. Eché a un lado los prejuicios que aún mantenía y le propuse que fuéramos a dar un paseo por el bosque próximo. Debió adivinarme la intención. Me sonrió y me dijo que no podía ser. Me conocía de sobra. De las búsquedas por su jardín. Ni ella, ni su hermana, ni su prima querrían tener nada serio con un aspirante a fraile. Lo pasé muy mal. Estuve tentado de escaparme varias veces del convento. Los sábados por la noche oíamos la música del baile que había en la plaza del pueblo. Me hice algunas pajas y al principio no me las confesé. Cuando no pude más, se lo vomité todo al padre Gurmendi. Le conté la verdad y decidí dejar el noviciado.
Finalmente
Durán, a pesar de su carita de bueno y de todas sus virtudes, fue otro
desertor. Le podían las mujeres. No tenía vocación. O si la tuvo, no supo
preservarla. ¿Se podía ser fraile gustándole a uno las mujeres? Sí, Luis
Murillo hace un gesto afirmativo con la cabeza que, inesperadamente, parece calmarle
un tanto el dolor corporal que le inunda. A él le gustaban, pero se sobrepuso.
Nunca sería un desertor. Los que se fueron del colegio apostólico, del
noviciado, o después, como don Artemio de Ocio o don Saturio Antón y tantos
otros, o no tenían vocación o fueron infieles a la gracia de Dios. Pero él sí
la tenía. Desde su más temprana edad la recordaba. Había nacido con ella
irremediablemente, por voluntad divina. Su madre le había convencido. El padre Emilio
también, con su mirada profunda. Lo mismo que El Cartujo, que parecía hablarle
a él cuando se dirigía al grupo. Pero sobre todo, consolidando el cultivo
previo, el padre maestro en el noviciado. Allí se separaba el grano de la paja.
Él fue grano; Durán y otros, paja.
–Es
fundamental la vocación que uno recibe de lo alto para pertenecer a nuestra Congregación
–repetía el padre Gurmendi–. Han de estar ustedes atentos para percibir la
llamada, y para atenderla, sin dejarse guiar por motivos secundarios o vanos.
Seguía el gordinflón adoctrinándoles sobre otros asuntos referentes a la vida religiosa. Un tema del que no hablaba demasiado era el del matrimonio. Sus ideas se resumían del siguiente modo: los buenos cristianos renunciaban a todas las mujeres conocidas y por conocer para casarse con una sola a la que serían fieles toda la vida. Si conocían a cien, por ejemplo, renunciaban a noventa y nueve. Los frailes lo tenían fácil, porque en vez de renunciar a noventa y nueve, lo hacían a cien; total una más, no era mucho mérito. La vocación había que mantenerla a toda costa, sin dejarse guiar por motivos secundarios o vanos, repetía.
¿Había
sido un motivo vano o secundario la voluntad de su madre que desde niño le
condicionó? En los difíciles momentos que siguieron a su viudedad, cuando él,
ya profeso, le planteó la posibilidad de abandonar
La pesadilla se ha repetido a lo largo de los años, variando los personajes y los contornos. A veces el mensajero era un pájaro enorme que se abatía sobre él en medio de los prados que rodean Zapiain, intentando atraparlo con sus garras. En otras ocasiones fue el padre Gurmendi quien le miraba con desprecio mientras intentaba introducirle por el cuello un trozo de papel negro. El aterrado soñador intuía que aquél era el tan temido billete infernal. Los agobios nocturnos se incrementaron más tarde, cuando apareció en escena el padre Zaberri, su interminable azote. Le perseguía con su memez patizamba y le bizqueaban los ojillos cuando estaba a punto de alcanzarle. Los episodios más horribles tenían lugar sobre un tejado de pronunciada pendiente por el cual era muy fácil resbalar y precipitarse al vacío. También era horrorosa la sensación de estar encerrado en un ascensor de recorrido interminable que, cuando se detenía, oscilaba de tal modo que resultaba imposible apearse sin caer por el hueco de la caja. Era el ascensor que subía hasta el sexto piso donde tenía su consulta el doctor Carracedo.
Luis Murillo mira a su alrededor con los ojos de la rutina.
Contándose él, son ahora diez los frailes que celebran la hora santa. Murieron
los ancianos, se fueron la mayoría de los adultos y ya no hay adolescentes que
rediman el futuro. José María Zaberri habla a menudo de los desertores con
audacia airada. No los envía ya al infierno, como hiciera El Abuelo, porque tal
vez tampoco cree en su existencia.
–Ni en Dios ni en el diablo creen los frailes –le aseguraba una
y otra vez Santos Estráviz antes de desertar.
El padre Mario desertó de él, de su hijo verdadero, antes de
nacer. El padre Emilio también lo hizo en cuanto profesó en
El tiempo no avanza en esta interminable hora santa. Ahora es mortecino el vaho del incienso. El padre Zaberri sigue con sus insidias detrás. Carraspeando insistentemente, ha conseguido que el Benino escupa su somnolencia con gorgoriteos secos, se levante del asiento y acuda al presbiterio a reavivar la lumbre.
19.
Es un silbido como de veneno, un rumor parecido al chirriar de unas cuerdas metálicas frotadas con esparto. A Luis Murillo se le crispan las encías. Desde las rótulas le asciende una dentera ósea, el alarido de los nervios sobresaltados por ese sonido penetrante que hace tiempo le alteraba muchas noches hasta el punto del insomnio. Le enervaba pero le complacía, una combinación extraña. Hacía tiempo que evitaba cruzar en los atardeceres brumosos por el pasillo donde se encontraba la habitación del músico. Era entonces cuando se comenzaban a escuchar los lamentos del violín. Ahora, en este punto apacible de la hora santa, ha vuelto a oírlos y le enervan más aún. Se volvería hacia el lugar que ocupa habitualmente el músico de ahora, el padre Fernando Galo, en el penúltimo banco, pero es uno de los ausentes en esta hora santa; es también el más joven de la comunidad, con apenas cincuenta años. Si el músico estuviera, no destrozaría los tonos con tanta impunidad el memo del Zaberri.
Tratando de buscar una explicación, Luis Murillo se acercó
una tarde de primavera, hace más de dos años, a la habitación del músico. Sabía
que lo encontraría allí porque desde el invernadero había escuchado el órgano
electrónico que el padre Fernando tenía en su cuarto. Cuando llegó a la puerta
estaba sonando un clavecín. El lego no llegaba a comprender cómo podía gustarle
a alguien aquella sucesión de monotonías metálicas. Desde siempre supo que los
músicos, incluidos los de su Congregación, eran unos tipos bastante raros.
Llamó en cuanto se produjo una pausa.
–Pase, pase. ¡Adelante!
Abrió lentamente la puerta y pidió permiso para entrar. El
músico se había levantado para recibirle. Con su característico movimiento de
pómulos, que no respondían ni a sonrisa ni a palabra, le estaba invitando a
pasar. Luis Murillo entró con cuidado en aquel santuario de los goces
sensoriales.
–Pase, pase, hermano Luis. Pase y siéntese. ¿A qué se debe el
honor? ¿Qué se le ofrece? Dígame.
–Mire, padre Fernando, he venido a verle porque quiero
hacerle una pregunta, si me la puede responder.
–Con mucho gusto. Usted dirá.
–Bueno, tal vez no sepa que yo de niño, siendo aspsirante,
limpiaba esta habitación.
–¡Qué casualidad! Pues no, no lo sabía. Seguro que estaba más
limpia que ahora seguro, ¡ja-ja-já!
La risa nerviosa de Fernando Galo intranquilizó al fámulo,
que hizo un gesto de contrariedad. Siempre le había pasado lo mismo con los
profesores de música y con la gente que tocaba algún instrumento. Pero había
ido allí a resolver un asunto que le tenía en vilo, aunque no acertaba a
plantearlo.
–Está bien, está bien. No me irá a decir que le emocionan
esos recuerdos, al cabo de tanto tiempo.
–No, no es eso. En fin, a lo que he venido. ¿Ha oído usted
hablar de don Saturio Antón?
–Sí, por supuesto. Fue uno de mis antecesores, aunque no
llegué a conocerlo. Creo que abandonó
–Sí, bastantes.
–Usted lo recordará bien, supongo, porque sería uno de sus
profesores. ¿No dirigía el coro? Creo que fue una época muy floreciente para la
música, cuando esto era un colegio apostólico. Había además otro hermano
dedicado a la música un tanto estrafalario, según he oído decir.
–No lo sé. Para nosotros era una especie de genio. Se llamaba
don Artemio de Ocio.
–Sí, eso es, don Artemio. Me había quedado con el nombre.
–Don Saturio era el segundo músico, después de don Artemio.
Luego fue el primero, cuando don Artemio… desapareció.
–¿Desapareció?
–Eso se dijo.
–Sí, algo me suena. Fue hace muchos años, ¿no?
–Puede hacer cuarenta y cinco.
–¡Vaya! Casi no había nacido yo. ¿Tantos como cuarenta y
cinco, eh?
–Sí, esos hará, más o menos.
–El tiempo corre que vuela.
–Desde luego. Dígamelo a mí, que voy a cumplir sesenta y
cinco, y casi no me he enterado de la vida.
–No diga eso, hermano Luis, que no es oro todo lo que reluce.
Usted ha vivido a fondo. Sólo hay que verlo. Es mucha la gente que ha corrido
mundo sin parar y está completamente vacía. Bueno, volvamos a lo nuestro.
Antes, dígame algo sobre ese don Artemio, usted que lo conoció, porque he oído cosas
contradictorias. ¿Qué años tenía cuando desapareció? Al menos aproximadamente.
–Nunca lo he sabido. Yo siempre lo conocí mayor. Le
llamábamos don Artemio el viejo. Había otro don Artemio, que era el joven. Al
músico le habían puesto varios motes. Unos le decían Don Quijote, otros
–O sea que era muy mayor.
–Sí, para nosotros viejísimo. Sobre su edad se decían muchas
cosas. Bueno, incluso me han contado hace poco algo sorprendente.
–¿Como qué?
–Pues… según un antiguo compañero de clase, que a veces viene
por aquí, don Artemio de Ocio… vive todavía.
–¡Imposible!
–Eso mismo digo yo, pero parece que alguien lo ha visto.
–Vamos a ver: ¿cuántos años tendría cuando usted lo conoció?
–Unos setenta.
–¿Y cuando desapareció?
–Diez más. Tenía yo veinte, si no recuerdo mal.
–Entonces no puede ser. Si hace cuarenta y cinco años tenía
unos ochenta, hoy pasaría de los ciento veinte. Sería noticia, se sabría. Un
hombre de ciento veinte años es una celebridad, viva donde viva. La prensa y
los medios de comunicación no lo dejarían en paz. A no ser que…
–¿En qué está pensando?
–No, no, en nada. Se me había ocurrido una tontería.
Luis Murillo no se sorprendió de la reacción del padre
Fernando. El maestro de música estaba sobre la pista. Su habitación era
contigua a la que ocupó
–Usted no toca el violín, ¿verdad, padre Fernando?
–Ni una nota. Jamás lo he intentado. El violín me produce
dentera.
–Pero… lo escucha a menudo.
–¿Yo? ¡Nunca! Me desasosiega. Es como si me abriera las
carnes. Sobre todo un violín solista. Únicamente los aguanto agrupados en una
orquesta, siempre que no sea de cuerda. En una sinfónica, quiero decir.
–Entonces, ¿no es usted el que pone esa música de Paganini que
se oye a veces desde el pasillo?
–¿Paganini yo? ¡Ni por asomo! Además de tocar el violín con
la ayuda del diablo, era un ateo y un blasfemo. Un degenerado. No se me
ocurriría poner un disco con su música jamás.
–Sin embargo…
–Bueno, ahora que me lo dice, creo recordar que hace un par
de años, poco después de comenzar el curso, oí algo que me extrañó. Había
vuelto del conservatorio antes de lo previsto y me pareció escuchar lejanamente
el sonido de un violín. ¿Paganini? Tal vez. Llevaba prisa y no presté atención.
Lo había olvidado. Salvo aquella vez, no recuerdo por aquí…
Estaba claro. No era él, no era nadie. Fernando Galo repudiaba el violín y odiaba a Paganini. Ni siquiera de testigo podría servir. Sus clases en el conservatorio de la ciudad lo tenían ocupado todas las tardes. Los sábados y los domingos atendía el órgano de la parroquia de San Martín. Se esfumaba la única posibilidad. Al final de aquella galería de celdas sólo vivían el músico y el padre Eduardo, que tenía unas orejas como cazuelos y no distinguiría un cascabel de un cencerro. Jamás había querido saber nada con la música, ni siquiera con la litúrgica. Desde el piso de abajo no era posible que se oyera nada, porque la construcción del colegio era robusta e impenetrable. Además, en la galería inferior, en el segundo piso, no había ninguna habitación. Sin embargo, el violín sonaba en los atardeceres brumosos del otoño y del invierno con acentos de nostalgia y melodías de Paganini. A él sí le gustaban los instrumentos de cuerda, pero aquella música sin origen le arruinaba las noches. Estaba seguro de que procedía del cuarto contiguo al del maestro de música.
Hace más de dos años que no ha escuchado el violín del
atardecer. Desde que pasó por la habitación de Fernando Galo a comentarle el
misterio, desapareció la magia. Como si el propio don Artemio de Ocio hubiera
estado escuchando al otro lado del tabique que separa las habitaciones. El
hechizo pareció conjurado por los ensalmos mentales del padre Fernando
negándose a recibir aquel regalo diabólico. Quedó enterrado el fantasma de don
Artemio que interpretaba la música de Paganini llenando los crepúsculos de
oscura melancolía. Tras la conversación con el músico, pasó Luis Murillo varias
veces por la segunda galería para confirmarlo. Antes había estado a punto de
avisar al padre Zaberri por si se trataba de un caso diabólico. Hubiera
conseguido cierta estima del prior. Finalmente no se decidió, temiendo su
sarcasmo.
Luego ha vuelto a escuchar el violín en algún concierto de los que dan por televisión. Pero nunca lo ha oído de forma tan estridente como ahora. Ese sonido, desvaído a pesar de su extremada violencia, está a punto de destrozarle los tímpanos. El insoportable chirrido se asemeja a un canto funeral, al desgarrado himno de una espada que lo desgracia todo, que le despoja de sí mismo, que le deshace a fuego los músculos, los huesos, los nervios y la sangre. Pero de pronto siente un alivio. El ruido se diluye lentamente. La penumbra parece como avivarse y tomar forma humana. Haces de luz difusa dibujan un rostro que le sobresalta. Al mismo tiempo recibe un golpe en el vientre. De allí le brota una amargura tan imprecisa pero tan visible como una llama lejana. No es ni un pinchazo ni un espasmo, sino algo de mayor frondosidad. También de allí nacen los trazos que están dando color al retrato. La imagen crece en dimensión e intensidad. Por un momento el lego se identifica con ella. Pero no es su retrato, atenazado por la angustia, sino una figura juvenil que se niega e envejecer animado por las palabras de un proscrito. Finalmente se le desprende algo semejante a un peso interno y oye el estallido de una voz que pronuncia un nombre: Lorenzo de Nora. El hermano Luis siente un estremecimiento al reconocer al eterno amigo.
20. LORENZO DE NORA
La
actuación de Lorenzo de Nora en los ambientes vaticanos como provisor de la
causa había tenido efectos contradictorios. En un comienzo, el proceso de
beatificación del padre Mario experimentó un impulso notable, tras la etapa
inicial desarrollada por el padre Emilio. Todo el mundo hablaba maravillas de la
gestión del nuevo provisor, alababa su presteza y su habilidad. Luego las cosas
se torcieron y la situación se estancó. Se le echó la culpa del parón, se le
retiró la confianza y quedó confinado en un destino oscuro e impreciso de los
recovecos vaticanos. Parece ser que, pasado un tiempo, intentó recuperar cierto
protagonismo al margen del sistema, a través de una institución universitaria
vinculada a la teología de la liberación. Era un disidente. La curia romana se
sobresaltó por las manifestaciones del antiguo provisor. Mantenía posturas
extremadas sobre la vida religiosa y una actitud personal muy distante de la
dictada por la jerarquía. Acusaba a
Hubo
revuelo en
Llegó
a Zapiain tranquilo, sin mostrar amargura ni resentimiento. No hizo
manifestaciones de ningún tipo, no se quejó de nada y admitió el régimen de retiro
espiritual que, no sin recelo, le dio a conocer el padre Zaberri. Las
instrucciones llegadas de Roma eran claras. No convenía ensañarse con él,
porque conocía muchas de las interioridades eclesiásticas y el escándalo podría
ser aún mayor si se veía forzado a hablar para sobrevivir. Había que procurarle
una existencia plácida, sin sobresaltos ni obligaciones. Debía saberse un
proscrito a quien se deja tranquilo con la condición de que no moleste. Ni
siquiera se le permitiría dedicarse a la enseñanza. Ninguna actividad definida.
Ya se encargaría él de ocupar su tiempo. El padre Zaberri, no obstante, tenía
su propio plan.
Los
días que precedieron a la llegada del proscrito, Luis Murillo estaba en
permanente tensión. No era primavera, sino la entrada del invierno, pero las
plantas del invernadero se contagiaron de su aliento y quisieron florecer. Iba
y venía el jardinero por sus dominios en un delirio gozoso imaginando tiempos
de frambuesa cuando escuchara al querido y admirado compañero.
Recordaba
sus últimas palabras cuando acudió a despedirlo en la ciudad a la estación del ferrocarril
que iba a tomar hacia Madrid para volar desde allí a Roma. Había pasado tres
meses de retiro en Zapiain tras su regreso de América, preparándose para el
cargo de provisor, sustituyendo al padre Emilio. Fue un tiempo intenso para
ellos. Se conocían desde hacía treinta años, cuando el joven universitario optó
por abandonar la vida laica e ingresar en
La
llegada de Lorenzo de Nora a Zapiain para preparar los asuntos vaticanos
coincidió con la tremenda crisis que sufrió Luis Murillo a causa de sus
relaciones con Mila. Ya le había negado la absolución el párroco de San Martín
y ya había intentado el fámulo entrevistarse con el obispo para suplicar su
perdón. En medio del enorme desconcierto, pasó varios días sin comer y varias
noches sin dormir. Se disculpó diciendo que había perdido el apetito, que
sentía náuseas, que tendría algún trastorno en el estómago, que no era cosa de
importancia y que el ayuno lo curaba todo. Siguió atendiendo el jardín como
pudo, bebiendo solamente líquido, hasta que sufrió un desmayo y hubo de guardar
cama. El médico de la comunidad lo visitó y diagnosticó fatiga nerviosa. A los
pocos días llegó Lorenzo de Nora.
Luis
Murillo sintió que renacía al verlo. No quedaba nadie a su alrededor en quien
pudiera confiar, nadie que pudiera orientarle. Cada uno de los frailes estaba
en sus afanes, toda la jornada ocupados con sus clases y sus rezos. Una vez al
día le visitaba don Marcelo, encargado de los asuntos sanitarios y cada dos
días el superior. Sólo el otro fámulo, el hermano Benigno, aparecía con más
frecuencia para llevarle la comida. Ya habían hablado antes, pero cuando entró
Lorenzo en su habitación aquella tarde, se supo a salvo. Había llegado al
paroxismo y estaba a punto de estallar. La presencia del amigo le relajó.
Enormes lágrimas de emoción y esperanza le impidieron hablar durante muchos
minutos. Le tranquilizó el recién llegado con palabras de ánimo mientras le
apretaba con fuerza la mano. Luego, sin otro preámbulo, le pidió que le hablara
de su enfermedad. Luis Murillo supo que aquellos ojos le leían el alma. Ya
había pensado hacerlo en cuanto supo que llegaba a pasar una temporada larga,
de modo que no lo dudó y comenzó a relatarle demoradamente su relación con
Mila.
Lorenzo
de Nora no se inmutó en ningún momento. Sonreía apaciblemente y animaba a su
amigo a proseguir cuando el hombre se envaraba. La confesión fue convirtiéndose
en un torbellino de sentimientos encontrados. A medida que avanzaba en el
relato, volvían a la luz las sensaciones luminosas del enamoramiento, ahogadas
instantes después por el peso de la culpa. Mezclando risas nerviosas con
lágrimas, Luis Murillo reconstruyó su aventura pasional ante los ojos apacibles
del confidente. Aquella narración de su pecado, que había comenzado entre la
vergüenza y el pánico, acabó dejándole un sabor dulce, antes incluso de que
Lorenzo de Nora hiciera su primer comentario.
–Muchas
gracias, Luis, por tu confianza. Creo que has hecho bien en no acudir al obispo
para pedir perdón. Esas fórmulas medievales no tienen sentido ya. La vida
avanza, aunque la comprensión de la inteligencia vaya tan lenta.
Le habló sosegadamente de la naturaleza humana, de la presión del sexo y de la tendencia universal a la procreación. Una persona como él había aceptado la renuncia a una edad suficientemente madura y tras haber conocido el amor humano. Su caso, por el contrario, como el de tantos muchachos llevados a los seminarios, colegios apostólicos y aspirantados en plena infancia, era muy distinto. Encerrados entre cuatro paredes, no sólo físicas sino sobre todo mentales y emocionales, no eran capaces de tener una perspectiva equilibrada del universo erótico, de sus impulsos pasionales, del atractivo femenino y de las necesidades afectivas que a todo ser humano acucian. Se trataba de renunciar sin conocer y sin experimentar, grave error de los tiempos que habían vivido. La conversación fue larga y relajante. El lego le rogó que volviera al día siguiente para seguir hablando. Aquella noche durmió como hacía semanas no lo había hecho. Al poco tiempo se encontró repuesto. El médico que lo volvió a visitar no se explicaba tan repentina salida de la depresión.
Súbitamente
envejece la imagen de Lorenzo de Nora. Es él, no cabe duda, pero la cosa es
imposible. ¿Será su alma resucitada? No sabe ya qué pensar Luis Murillo sobre
las almas. ¿Siguen envejeciendo en la ultratumba, de forma que cuando se
aparecen al cabo de los años se les nota la edad? Sí, don Artemio de Ocio
estaba preocupado por el asunto. Ahora recuerda otra conversación entre Don
Quijote y Sancho Panza, sentados ambos junto al porche del patio en una tarde
lluviosa de junio que les impedía el paseo habitual. El aspirante pudo
escucharlos a través de un ventanal entreabierto junto al que se había
apostado. Llevaban ya un rato hablando.
–Mire,
don Eusebio, ese tema desborda los conocimientos teológicos más conspicuos,
créame. Se le ocurren a usted unas cosas…
–No
crea que es cosa mía, don Artemio. Se lo he oído a dos muchachos que discutían
en el pajar de Urkiz mientras amontonaban el heno.
–¿Y
qué decían?
–Uno
que el alma no tiene edad y el otro que sí, que envejece con nosotros.
–¿Nada
más?
–No
pude escucharlos mucho tiempo, porque se hubieran dado cuenta. Algunos de estos
mayores se traen unos temas de conversación, que ya, ya. Luego le diré lo de
los Papas.
–¿Los Papas?
¿A esas alturas llegamos?
–Sí,
don Artemio. Un día escuché a tres de los mayores discutir sobre qué Papa
reinará en el Vaticano después del Juicio Final, cuando resuciten todos con los
cuerpos y almas que tuvieron, como dice la doctrina.
–Buena
la tenemos, don Eusebio. ¿Qué piensa usted?
–No se
me ocurre nada, don Artemio.
–Pues
mire lo que le digo, don Eusebio: esos chicos son el futuro. Nosotros hemos
caminado a tientas y a ciegas durante mucho tiempo, sin atrevernos a plantear
ciertos asuntos que nos complicarían la existencia. Pero vienen años distintos
en los que se abrirán los ojos y las mentes de quienes deseen acercarse a la
verdad.
–Parece
usted un profeta.
–No se
me desmelene, don Eusebio.
–Bueno,
a lo que vamos. ¿Usted qué piensa de eso? Seguro que ha leído alguna teoría
nueva, por lo que me dice.
–Sí,
he leído algo, pero sobre todo he pensado mucho. Uno de los privilegios de la
vida monástica es que puede dedicarse tiempo a la reflexión. Pero también es un
riesgo considerable. Las conclusiones a las que uno llega son a veces
preocupantes. Desde luego, el futuro no será como el pasado en casi ningún
aspecto
–Y eso
de que el alma envejece, ¿cómo lo ve usted?
–Pues
le diré, y no se me asuste: creo que sí. El alma es un núcleo vivo, y todo lo vivo
sigue un proceso de principio a fin.
–¿O
sea que el alma nace y muere?
–Eso
pienso.
–Entonces,
¿qué queda luego?
–Ceniza mental.
¿Será la imagen de Lorenzo de Nora simple ceniza mental? La aparición no es una fantasía porque está despierto, le duelen las rótulas y sigue escuchando el ronroneo del padre Zaberri tres bancos detrás. Cuando el Benino ha vuelto a salir hacia la sacristía, ha cruzado por delante del rostro de Lorenzo, que ha hecho un gesto de extrañeza. Durante unos segundos se ha interrumpido la magia. La avalancha de los recuerdos ha quedado borrada momentáneamente, pero ahora vuelve crecida.
Regresó
el prestigioso fraile a Zapiain, una vez caído en desgracia dentro de los círculos
vaticanos. Se dijo que venía enfermo, a recuperarse. La verdad era distinta y
cruda. Su postura respecto a muchos asuntos concernientes no sólo a la causa
del padre Mario, sino también al desarrollo mismo de la vida religiosa, había
provocado el cese de la confianza de las jerarquías. Luis Murillo lo comprobó pronto.
Se convirtió en confidente de un hombre, tres años mayor que él, cuya postura
ideológica iba varios decenios por delante de su época. Un claro ejemplo del
riesgo que significa pensar, al que aludía don Artemio de Ocio, bastantes años
atrás, en sus conversaciones filosóficas con su pareja peripatética, el bueno
de don Eusebio Beltrán.
–Entonces,
¿crees que la vida religiosa tal como la desarrollamos ahora no tiene sentido?
–Prácticamente
ninguno. Es una amalgama de creencias, obligaciones y ceremonias rutinarias que
nada aportan al individuo ni a la comunidad. Estudiando el proceso de las
órdenes religiosas en los últimos siglos se ve que, a partir de Trento, han ido
tomando las armas morales y teológicas al servicio de una causa siempre
externa. Los misioneros se lanzaron a la evangelización de los nuevos
territorios descubiertos en África, Asia y América con un fanatismo destructor.
Nada de lo que encontraron allí tenía sentido religioso para ellos. Y no lo
tenía porque eran incapaces de reconocer las trazas del espíritu en algo que no
fuera puramente mental. Trasladaron e impusieron conceptos al servicio del
poder político que los financiaba. Sirvieron de avance al imperialismo, no al
desarrollo de la conciencia.
–Varias
veces te he oído referirte a eso, al desarrollo de la conciencia. Cuando
estuviste aquellos tres meses, antes de ir a Roma, ya hablabas de ello.
–Es lo
que me ha preocupado siempre y lo que me hizo entrar en esta Congregación. Pude
haber elegido otra, hubiera sido lo mismo. En ninguna de las que conozco he
encontrado un camino que recorrer en esa dirección. Tal vez lo haya en alguna
orden contemplativa,
–Eso
es lo que tratamos de conseguir con la meditación, me parece.
–No,
lo que llaman aquí y en casi todas partes meditación, es simple reflexión
mental. La verdadera es otra cosa. No nos enseñan a usar las técnicas
meditativas auténticas por ignorancia o por miedo. Hay quien sí sabe lo que es
meditar, y lo que sucede cuando uno medita, pero no se atreve a decirlo porque
se quebraría el sistema.
–No
entiendo lo que quieres decir.
–Se
trata siempre de la misma cuestión: el poder. Hay varias maneras de conseguirlo
y de mantenerlo. En la vida religiosa están los votos y ese simulacro de
interiorización a través de la liturgia y de la mal llamada meditación.
–¿Cómo
es la verdadera?
–Es conocida, antigua y eficaz, pero peligrosa. Por eso se ha ocultado sistemáticamente. Meditar significa vaciar la mente, permitir que se abra la conciencia al verdadero conocimiento de la realidad, que es al mismo tiempo simple y compleja porque pertenece a un estrado distinto del proceso intelectual que habitualmente manejamos.
El rostro ceniciento de Lorenzo de Nora sonríe en un plano que oscila lentamente, subiendo y bajando, yendo de derecha a izquierda y viceversa, acercándose y alejándose, girando a veces hasta quedar en oblicuo. Luis Murillo se estremece recordando cómo temblaron sus esquemas mentales cuando el desterrado le confesó que, hasta donde él había podido llegar, Dios no tenía forma ni destino, ni era una entidad preocupada por los seres humanos. En ese mismo momento la voz raposa del Zaberri entona de nuevo un himno eucarístico que deshace la visión.
21.
Sin
necesidad de girar la cabeza, Luis Murillo está contemplando los vitrales de la
iglesia. Los ve de frente, en un plano previo al altar, aunque en realidad
están en el muro izquierdo. Son cuatro. Representan escenas evangélicas.
Siempre han sido cuatro, pero ahora son cinco. A pesar de hallarse delante, no
impiden la visión del presbiterio donde sigue expuesto el Santísimo. Forman una
especie de telón transparente que oscila de izquierda a derecha ocultando
alternativamente las dos vidrieras situadas en los extremos. A pesar del
movimiento, la central permanece quieta, estática, pero se prolonga hacia uno u
otro lado sin perder su posición. No consigue identificar las figuras que
contiene ni la escena que éstas forman. A ratos le parece que es una
representación de la vida, porque hay una mujer y un hombre desnudos y
abrazados, pero luego los amantes se transforman en unos ancianos de largas
túnicas negras y mirada triste, con los brazos extraordinariamente largos hundidos
en la tierra.
Luis
Murillo se sacude la cabeza para espantar la alucinación. Cierra los ojos con
fuerza. Los aprieta como si entre sus párpados pudiera aplastar aquellas
figuras cambiantes, pero la visión continúa ante él, ahora sin el trasfondo del
presbiterio. De pronto cesa la oscilación de los vitrales. Todo está quieto
unos instantes, hasta que las figuras centrales parecen tomar vida. Los dos
ancianos, de la mano, avanzan hacia él. Llevan la cabeza cubierta por una
capucha del mismo color oscuro que sus túnicas. A medida que se acercan se les
perfila más el rostro. Luis Murillo está a punto de gritar porque en la mujer
cree reconocer a su madre. El hombre que la acompaña no es Rufino Alonso, pero
tampoco un desconocido. Fija insistentemente la mirada en él, como queriendo
decirle algo. De repente lo identifica a pesar del paso del tiempo: ¡es el
padre Mario quien lleva de la mano a su madre!
Al
mismo tiempo que lanza un grito siente un fuerte golpe en la cabeza y las manos
del padre Zaberri agitándole por los hombros.
–No se
duerma, hermano Luis –musita con rabia a su oído el superior.
Aquellas
palabras le queman el aliento afanoso con el que ha despertado. Está seguro de
no haberse dormido ni un segundo, de haber cerrado los ojos voluntariamente
para espantar la visión.
–Disculpe,
disculpe –dice entre ahogos al padre Zaberri, que permanece en pie de guerra a
su lado como esperando una explicación.
El
altar está en su sitio, el Santísimo sigue allí, el humo aromático lo inunda
todo después de que el hermano Benigno haya avivado los rescoldos del
incensario. No se atreve a girar la cabeza para comprobar si los vitrales son
como siempre cuatro o han admitido un quinto en el centro del lienzo izquierdo
del templo.
A
pesar de lo extraño del fenómeno, no es del todo nuevo para él. También creyó
ver un quinto ventanal en la sala de reuniones del colegio el día en que fue
convocado a la asamblea preparatoria del viaje para asistir a la beatificación
del padre Mario. Fue hace un par de semanas, con la presencia del emisario del
Capítulo General, que recorría los centros de
Estaban
todos los miembros de la comunidad, presididos por el padre Zaberri, más otros
frailes llegados de varios colegios, en total unos treinta. Había también dos
personas ajenas a
El
enviado de Roma había llegado con el tiempo justo y se estaba aseando. La
reunión sufrió una demora de veinte minutos durante los cuales Luis Murillo no
dejó de temblar, temiendo encontrarse con la mirada entre tierna y compasiva
del doctor Lombarte. Finalmente se presentó el emisario y comenzó a exponer los
temas pertinentes. En el momento en que empezó a hablar, el hermano Luis estaba
mirando los ventanales de la izquierda, cuatro también, que de repente se
convirtieron en cinco. Los contó repetidamente y tuvo que apartar la vista
porque estaba seguro de su número. Durante toda la sesión evitó volver hacia
allí los ojos para no tener que comprobar de nuevo que el quinto ventanal daba
al vacío. Por los otros cuatro había visto las luces pálidas del atardecer y
las siluetas de los árboles de
No
tiene la idea muy clara, pero ahora Luis Murillo quiere como recordar que en la
comida de aquel día, el padre Zaberri también obsequió a los reunidos con una
copita de licor que él mismo sirvió de una bandeja que contenía tres botellas
distintas. Piensa de igual modo que pudo ser el alcohol quien le provocó los
temblores antes de la reunión y la alucinación
mientras se celebraba, pero no puede descartar que todo se debiera al
estado de ansiedad que le producía cualquier tema relacionado con el padre
Mario desde que supo por la carta de su madre que él había sido su verdadero
progenitor.
La presencia de los dos invitados tenía una justificación bastante clara. El primero era el médico que les atendía en casos especiales, y aquél lo era. Se trataba de un viaje largo, para un tema importante que provocaría cansancio y emociones fuertes. Entre quienes iban a acudir a la ceremonia de beatificación predominaban las personas mayores que debían someterse previamente a una serie de pruebas para proteger su salud. El empresario turístico cargaba con la responsabilidad de los quince autocares que saldrían de la ciudad para realizar una ruta de ocho días, tres de ida y tres de vuelta, más los dos de estancia en Roma. La expedición iría acompañada de un equipo de dos médicos y tres enfermeras, comandados todos por el doctor Lombarte.
Luis
Murillo cree adivinar ahora las razones de aquellas insistentes miradas por
parte del médico, a las que se sumaron enseguida las no menos preocupantes del
emisario romano. ¿Estarían ambos informados de la paternidad carnal del próximo
beato? La atención que le dedicaban hacía suponer que sí. Quizá el doctor
Lombarte conocía la existencia de la carta. Al ingresar en el hospital, habrían
revisado el bolso de la anciana. ¿La habría leído alguien antes cerrándolo
luego sigilosamente? Si era así y estaban informados, ¿qué esperaban de él?
Nadie parecía atreverse a tratar el asunto. ¿Tendría que hacer declaraciones explícitas
sobre el contenido de la misiva materna? ¿Le harían confesar lo que sabía por
un camino que se parecía tanto al sigilo sacramental? La información privada
que da una madre en su lecho de muerte es un enorme secreto que no debe
revelarse a nadie por la fuerza. Aunque ellos ya lo supieran o lo sospecharan,
él no tenía ninguna obligación de confirmarlo. Seguramente lo averiguaron con
malas artes. Tal vez presionaron a la mujer a partir de vagas informaciones.
Era posible que hubieran intentado sobornarla tiempo atrás, en su época de
mayor penuria, cuando murió su marido, el pobre Rufino Alonso. Si ya lo sabían
todo, ¿qué querrían ahora de él?
Por un
momento temió que saliera a la luz el asunto y que tuviera que declarar
públicamente. Fue quizá entonces cuando vio un quinto ventanal que daba al
vacío. Pero siguieron tratando temas intrascendentes. ¿Qué importancia podía
tener la hora de salida de los autobuses? ¿Qué más daba si se contrataban
espacios informativos en cinco periódicos y en siete revistas de alcance
nacional para convocar el viaje? ¿Qué significaba una revisión médica más o
menos, cuando el veneno corría por todas las venas de la vida cegando las
miradas? ¿Por qué no planteaban de una vez el problema fundamental? ¿No era una
mentira, una falacia, un engaño todo aquel montaje? ¿Iban a seguir con su
proyecto, sin admitir al menos que el venerable padre Mario había tenido un
desliz de tal calibre que, de ser conocido por
Aquella
reunión podría haber estado dirigida por Lorenzo de Nora. En tal caso todo
hubiera sido distinto. Pero el amigo había muerto hacía más de dos años. Una
muerte repentina y misteriosa. Amaneció rígido una mañana en su cama. Se habló
de un ataque al corazón. Tenía una salud vigorosa, paseaba con regularidad,
comía frugalmente. Había superado su defenestración personal y social, además
de la administrativa. No había motivos razonables ni factores de riesgo que
pudieran explicar aquella muerte. Luis Murillo tuvo sus sospechas, pero debió
callarlas, como siempre. La tarde anterior, su amigo fraterno había tenido una
larga conversación con el prior en su despacho. Durante la cena lo encontró
extraño, como mareado y poco comunicativo. Incluso le pareció que tenía mal
color. ¿Habría sido obsequiado con algún misterioso licor de hierbas como él
mismo? Ahora puede sospecharlo. La idea le hace estremecer; le duele todo el
cuerpo. Respira afanosamente y trata de relajarse. Lorenzo se retiró a
descansar aquella noche antes de lo habitual. Dijo que sentía extraños mareos,
pero que no sería nada. Fue el propio Zaberri quien lo encontró cadáver en su
lecho. Luis Murillo sospecha ahora con fuerza. ¿No acude normalmente el
criminal al escenario del crimen? ¿No son abundantes los casos en los que el
asesino avisa a la autoridad de que ‘casualmente’ ha encontrado a su víctima?
¿No participa en el duelo con muestras exageradas de pena? A una hora demasiado
temprana había acudido el prior a la habitación del disidente, sin dar tiempo
al tiempo para expresar el silencio de una ausencia. Las oraciones matinales se
hicieron por él. El Zaberri puso un énfasis inusitado en la homilía que
pronunció durante el funeral, elogió en exceso al finado, todo el mundo pudo
advertirlo pero nadie lo comentó luego. El
hermano lego no consiguió rezar ninguna porque una emoción oscura ahogaba
su garganta. Tampoco consiguió ver al difunto, que fue retirado
precipitadamente por los servicios funerarios de la ciudad siguiendo
instrucciones del prior. Lorenzo de Nora podría haber dirigido aquella reunión
si hubiera sido un ser sumiso. Los tiempos se confunden ahora en la memoria
alterada del hermano Murillo. ¿Había muerto ya su amigo para entonces? Sí,
porque de Roma llegó otro mensajero y sólo habían pasado dos semanas; o quizá
no tanto, tal vez eran sólo dos días, aunque era posible que se tratara de dos
meses. Se agita la cabeza y quiere desechar tanta acumulación de doses en su
mente.
El emisario del Capítulo General ocupaba en la
asamblea su puesto, eso le parece claro ahora. También recuerda que el
pensamiento se le iba hacia el hombre sabio que había conocido en su temprana
madurez. No le interesaban en absoluto los asuntos que se estaban tratando en
la asamblea, en cuanto supo que nadie abordaría el punto álgido de la cuestión.
Sin saber por qué, le vino a la mente una reflexión de Lorenzo de Nora que se
le había quedado grabada a fuego:
–Donde hay sangre, acuden las sanguijuelas.
Las
campas de Larrate, a dos kilómetros de Londio, eran uno de los destinos de los
paseos que daban los novicios los jueves por la tarde. No era preciso atravesar
el pueblo para tomar el camino que ascendía hacia el monte Erala y que luego se
desviaba hasta aquellos prados donde pastaban apaciblemente las vacas. No había
peligro de tropezarse con personas o actitudes que distrajeran a los jóvenes de
su concentración en los temas del espíritu. Luis Murillo solía aprovechar estas
salidas para entablar conversación con el hombre a quien tanto admiraba.
–Te oí
decir hace algún tiempo que el cielo y el infierno están en este mundo, más que
en el otro, y que no tenemos que preocuparnos tanto por lo que haya después de
la muerte.
–Las
cosas que yo digo, Luis, no hay que tomarlas al pie de la letra. Son
pensamientos que sólo valen como punto de partida para una reflexión. Escucha
al padre Gurmendi, que ha estudiado mucha teología y está convencido de lo que
dice. Yo hablo siempre con la inseguridad del que busca. No conviene airear las
dudas propias ni crear fisuras en la certeza de los demás. Cada uno de nosotros
tiene que buscar su camino. Aunque vayamos en cierto modo de la mano, los pasos
los da cada cual.
Luis
Murillo, sin embargo, no se quedaba conforme. Sabía que el brillante
universitario era un tipo especial al que no guiaban intereses extraños ni
había sufrido un adoctrinamiento previo como el de la mayoría de los novicios.
Estaba allí por su voluntad, incluso con la oposición de su familia y de su
ambiente. Supo que recibía cartas en las que los suyos le decían que estaba
arruinando su porvenir, que se iba a perder los frutos más sabrosos de la vida,
que por mucho poder que lograra dentro de
–Bien.
Después de los temas que se han tratado, vamos a dar la palabra al doctor
Lombarte, nuestro médico titular. Tiene cosas importantes que decirnos –anunció
el padre Zaberri.
–Buenas
tardes a todos. Me alegro de estar entre ustedes para tratar de un asunto
delicado que es urgente resolver.
Luis
Murillo comenzó a temblar de nuevo. El médico le estaba mirando fijamente.
Todos sus miedos se petrificaron dentro y se quedó rígido. Pensó incluso que
hasta su corazón había dejado de latir. Sintió un vahído y estuvo a punto de
pedir ayuda. Pero ¿a quién? La única persona de confianza dentro de la sala
estaba ausente, era un simple recuerdo, aunque su imagen podía aparecer en
cualquier momento por el ventanal que daba al vacío. Intentó respirar con el
abdomen para relajarse. Era un recurso que le había enseñado Lorenzo de Nora.
Luego deslizó el limpiamentes por su frente. Hacía algún tiempo que no
practicaba esas técnicas que él le recomendó, rogándole a la vez que no las
difundiera.
–El
camino para llegar al espíritu está dentro de nosotros, no fuera. Es inútil
esperar iluminaciones divinas desde lo alto, desde lo que llaman el cielo. Dios
está en nuestro interior. Podemos despertarlo con nuestros propios medios. Sólo
hay que aprender a usarlos.
–Siempre nos han dicho que la gracia santificante es gratuita, que le llega a quien le llega, sin que se pueda hablar de méritos personales. Nos ponen los ejemplos de san Pablo, de san Agustín y de san Ignacio de Loyola, que no eran hombres piadosos y fueron tocados por el soplo divino.
Un
soplo de aire fresco fueron las primeras palabras que pronunció el doctor
Lombarte en la asamblea, tras la introducción del padre Zaberri y el saludo
inicial del recién llegado. El delicado asunto no tenía nada que ver con lo
suyo. Se trataba de la higiene a mantener durante un viaje tan largo, en el que
las pernoctas iban a hacerse en hoteles de turismo masivo. Pero dicho eso, y tras un signo del emisario
romano, el médico adoptó una actitud grave y comunicó a los reunidos que habían
llegado filtraciones a la curia vaticana sobre movimientos extraños en relación
con la causa del padre Mario. Alguien había pagado fuertes cantidades de dinero
para desviar las investigaciones que se estaban realizando. Tenían que ver con
uno de los milagros atribuidos al futuro beato, un caso bastante turbio porque
parecía existir por medio un soborno. En el enredo estaban implicados varios
médicos, además de la familia favorecida. Eso le afectaba a él y a sus colegas.
Había en juego una herencia sustanciosa y también se mezclaban en el lío unas
promesas incumplidas. Lo comunicaba a los asistentes, con autorización del
Capítulo General de
Luis
Murillo desconectó de nuevo. No le interesaba saber más. Aquello no iba con él.
Hacía bastante tiempo que decidió desentenderse de las miserias de este mundo.
No prestaba ya atención a la política ni a las maquinaciones del poder. Cuando
Santos Estráviz intentó ponerle en los últimos tiempos al corriente de lo que
se cocía en Madrid, sólo le había hecho una súplica de tranquilidad. Prefería
la ignorancia a la amargura. En eso había tenido razón el maestro de novicios.
–No se
dejen arrastrar por las noticias del mundo. En general son perjudiciales para
la vida del espíritu y buena parte de ellas están manipuladas o son
directamente falsas –les decía a menudo el padre Gurmendi.
–¿Por
qué estás tan atento a lo que ocurre fuera? –preguntó el hermano Luis a Lorenzo
de Nora durante un paseo.
–Estamos
vivos y todo lo que ocurre en el planeta nos atañe, para bien o para mal. Si es
lo primero, estupendo; si lo segundo, puede uno protegerse a tiempo.
A
pesar de la gran admiración que sentía, Luis Murillo no compartió nunca esta
idea de su amigo. Tampoco llegaba a comprender cómo pudo combinar él su
aspiración al desarrollo de la conciencia con la atención permanente a la
actualidad.
La asamblea había tocado un tema confuso, el de los sobornos, que no le interesaba. Escuchó lejanamente las disculpas del doctor Lombarte, sintió que perdía el conocimiento y despertó en su habitación al cabo de un tiempo impreciso.
En esta interminable asamblea eucarística comienza a tener los mismos síntomas que en aquella otra de la que hubieron de sacarle desmayado, pero ahora mucho más intensos. Se ahoga por momentos. Nuevamente acude a la respiración sosegada con el abdomen, a retener el aire tras las inspiraciones y expiraciones, a limpiar la mente de pensamientos oscuros y a confiar en la imagen de Lorenzo de Nora que consigue resucitar en su mente cerrando fuertemente los ojos. El amigo, el hermano, el maestro… le mira y le previene. ¿De qué o de quién le previene? ¿No es ya demasiado tarde?
22. EL RESPLANDOR
De
pronto, un prodigio: las lámparas y los focos eléctricos del altar desaparecen.
Tal vez se han apagado, aunque la luminosidad permanece y es incluso mayor. No
puede ser que el cirio y las velas alumbren tanto. Hay un resplandor creciente
que le obliga a bajar la vista. Oye por detrás la respiración afanosa del padre
Zaberri intentando arrancarse con un nuevo himno. O tal vez ensaya el tono de
la plática que pronto pronunciará, un sermón altisonante de los suyos. Sólo
consigue dar entrada a la primera sílaba. Los sucesivos intentos se diluyen en
el vacío, sin que pueda adivinarse qué quiere cantar el prior. Tal vez desea
entonar el O salutaris hostia, el Tantum ergo, el Dueño de mi vida, el De
rodillas Señor ante el sagrario, el
Te adoro Sagrada Hostia, el Veni
Creator Spiritus, el Te Deum laudamus
o cualquiera otro de los cánticos con los que ha ensuciado las bóvedas de la
iglesia a lo largo de la hora santa. Nadie le sigue y su voz se funde con la
nada, mientras comienza a oírse en la lejanía un himno sin palabras cantado por
una voz que estremece a Luis Murillo.
¡Es
José Villar con su gorjeo celestial! No sabe el fraile lego si el perdido amigo
de la infancia se está acercando a la tierra o es él quien se aproxima al
cielo. Han cesado repentinamente todos sus dolores y se está disolviendo la
proximidad con aquellos dos puntos de catástrofe situados tras él. Ni el padre
Zaberri ni el hermano Benigno significan nada en un universo que comienza a ser
creado por la voz del arcángel fallecido. La resurrección de José Villar no
está en las Escrituras, desafía cualquier teología y responde a la llamada
inconcreta que él, Luis Murillo, ha expandido por el éter en busca de refugio
para su soledad. No es José Villar el único en contestar a la plegaria del
sufrimiento. Desde el fondo de la sima en que se ha convertido el mundo, oye la
alegría chispeante de un coro que canta villancicos inventados por Saturio
Antón. Al órgano están don Artemio el viejo y tal vez su desdoblamiento astral,
porque el músico toca, al mismo tiempo que el teclado, un violín de dimensiones
colosales y sonoridad indescriptible. Las voces del coro, la de José Villar, la
del órgano y la del violín se han fundido en un acorde majestuoso que puebla
todas las bóvedas del universo.
A Luis
Murillo le parece aquello el envés del canto de las flores, la cara oculta de
esa fantasía sonora que él ha vivido en el jardín y en el invernadero algunas
tardes de otoño, cuando la naturaleza se vuelve sutil y parece decir adiós al
tiempo. Nunca lo ha confesado a nadie, en nadie ha confiado para compartir este
fenómeno reciente, un regalo excepcional que sólo él conoce, aunque tal vez hubo
alguien que lo recibió antes allí mismo, siempre en secreto. Ahora recuerda la
mirada transparente de Lorenzo de Nora al regresar una tarde otoñal de un paseo
por los prados que rodean el caserío de Urkiz.
Llegaba
por
–Mire,
don Eusebio, la música es algo más que notas y pentagramas, un asunto que
desborda las teclas, las cuerdas y los trastes.
–Me lo
supongo, don Artemio, porque yo una vez quise hacer sonar el piano que hay en
la sala donde ensayan los del coro con don Saturio y salí de allí corriendo. No
se puede imaginar lo que oí.
–¿Qué
fue?
–No se
lo puedo explicar. Algo tremendo.
–¿Un
grito huracanado, un trémolo en el corazón, el aullido de una jauría de perros
asilvestrados?
–No sé
lo que es un trémolo de los que usted dice y sospecho que me está tomando el
pelo, don Artemio, porque es usted muy guasón, pero le aseguro que aquello no
fue ninguna broma.
–¿Le
pareció que había gente dentro del piano, gente díscola, proterva, disparatada
y pendenciera?
–No lo
sé. Tal vez fue algo de eso. No me pregunte, porque no se lo puedo explicar.
–Yo tampoco, don Eusebio. Sólo le diré una cosa: la música no está en el piano, ni en el órgano, ni en el violín, ni en las gargantas blancas de los aspirantes, sino dentro de nosotros mismos. Y en ese sitio que nadie ha encontrado todavía, suceden algunas cosas terribles y otras sublimes. De ahí el pánico o el éxtasis que provoca la música. Una misma melodía puede ser una bendición o una condena. Todo en la vida es así. Incluso más allá de la vida, en lo que llaman el otro mundo. No se escandalice de lo que voy a decirle y guárdeme el secreto: yo he llegado a la conclusión de que no sólo los extremos se tocan, como suele decirse, sino que son lo mismo, considerada la cuestión desde un punto de vista contrario. Por ejemplo, el demonio es simplemente el reverso de Dios.
Luis
Murillo no siente ahora el latigazo que golpeó entonces su mente infantil.
Pero
todo se le rompe dentro.
Sus
sensaciones son menos áridas, de una dulzura imprecisa que le envuelve los miembros
doloridos.
Todo
se rompe en su interior.
Se
sabe rodeado por las ansias de la vida y al mismo tiempo seducido por la
quietud de la muerte.
Siente
la quiebra de los sentidos corporales.
Tiene
los ojos cerrados, pero ve.
Se
agrietan las raíces de la vida.
Sus
oídos están ciegos, pero oye.
No
entiende sus pensamientos.
Sus
músculos aprisionan a los huesos, pero juntos danzan.
Un
licor oscuro le asciende por las venas.
Hay
aromas infinitos dentro y fuera del universo.
Un
licor oscuro invade sus huesos huecos.
El
paladar gustoso de la miel es un lejano remedo de los almíbares en los que todo
el cosmos chapotea.
Un
licor campesino le sonríe con sarcasmo.
Se
siente lleno y vacío a la vez, ignorante y sabio, entero y disperso, todo y
nada.
Un
licor salvaje danza en su interior.
Un
coro de voces inaudibles entona un cántico esencial.
Cada
parte de su cuerpo danza sin ritmo ni medida.
Sus mandíbulas se mueven sin voluntad.
La
quinta vidriera ojival ha cobrado vida. No es necesario que se esfuerce en
mirarla, porque la lleva dentro. Allí se contienen los días de su vida, segundo
a segundo. Todo lo ve claro y distinto. El festival de sonrisas y de abrazos se
transforma en figuras humanas. Conoce a todos por sus nombres. Los entiende más
allá de las razones y de las explicaciones. El cántico y la danza de quienes
acuden a recibirle son una misma vibración. Allí están José Villar, Valentín
Diago, Armando Velázquez, Manuel González, Eulogio Erandio, Constantino Moraza,
Saturio Antón, Artemio de Ocio, Lorenzo de Nora… En una zona opaca hay sombras
que pudieran corresponder a Magán, a Garrido, a Cereceda, a Basterra, a Ibáñez,
a Durán, a Santos…
Después
rompe la luz, un resplandor que ciega los rayos de los astros. Allí están su
madre, Mila, Jazmín… La señora Benedicta no viene sola. Alguien le da la mano.
Es… ¡sí, es el padre Mario, su origen verdadero! Vienen con las manos alzadas a
su encuentro, él sin sotana, sin alzacuellos, sin coronilla, sin aureola de
santidad.
Repentinamente
todo queda a oscuras. Un telón negro oculta el presbiterio anulando el brillo
del quinto vitral. El hermano Luis se observa a sí mismo desde la altura del
coro. Don Valentín acompaña su sonrisa cálida con unos golpes de muleta sobre
el suelo al verlo ascender. Es su saludo festivo. Debajo, el hermano Benigno
sostiene un cuerpo desplomado, el suyo, mientras
los siete frailes restantes lo rodean girando sus cabezas en señal de alarma.
El padre Zaberri, de rodillas en su sitio e inmóvil, inicia a gritos una y otra
vez inútilmente, porque nadie le sigue, en un tono cada vez más lóbrego y más
desvencijado, la oración del Pater
Noster.
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