LOS
ORÍGENES
Hace algún tiempo, en febrero de 2017,
Antón Castro me abordó al salir del Auditorio, tras escuchar un concierto
dominical, y me propuso tomar una cerveza. Acepté sin dudarlo. No quiero
deshacerme de elogios innecesarios, pero tratar con Antón ha sido siempre para
mí un privilegio. Hombre de ideas y afectos, infatigable impulsor de
iniciativas, discreto receptor de confidencias, trabajador incansable, siempre
animoso, siempre amable –lo cual no impide su juicio crítico cuando es
necesario, cosa de agradecer–, me propuso de manera directa escribir una
especie de amplio reportaje sobre mis investigaciones en torno a los Amantes de
Teruel.
Su capacidad de seducción es enorme,
en el mejor sentido del término. Me demostró con tal contundencia el interés
del tema, que acepté el reto. Se estaba celebrando el 800 aniversario de la
historia legendaria de Isabel y Diego, los jóvenes turolenses cuyo amor fue
truncado por las circunstancias. Yo había escrito tres o cuatro artículos al
respecto, publicados aquí y allá a finales del siglo XX y comienzos del XXI. Se
me hizo también alguna entrevista, y había bastantes referencias al asunto en
la prensa turolense y en la zaragozana. Se trataba, según él, de dar unidad a
los resultados de mis investigaciones y contar de forma narrativa aquella
aventura que duró un lustro.
Me puse a la tarea y, en menos de dos
meses, con la inestimable ayuda de Carmelo Gracia, que hizo un montaje
excelente y una maquetación ejemplar, conseguí dar forma al libro La Otra Vida de los Amantes de Teruel,
que publicó con mucha elegancia, en mayo de 2017, EPV Ediciones. El profesor Eloy
Fernández Clemente, una de las personas a quienes más he admirado y apreciado en
mi vida, redactó un hermoso Prólogo. El libro quedó dedicado al músico griego
Mikis Theodorakis, eje de mis investigaciones, y al propio Antón Castro,
promotor de la idea.
Hoy, dos años después, se me plantea
otro reto. La impulsora en este caso es mi mujer, Feli Orúe, y no porque
hayamos hablado de ello casualmente, sino porque lleva bastante tiempo pidiéndome
que escriba una pequeña memoria de mis labores profesionales y literarias durante
más de medio siglo. Siempre le he respondido que es un asunto menor, que puede
interesar únicamente a los miembros de la familia y a unos pocos amigos; suelo
añadir que reconstruir la trayectoria personal lleva mucho trabajo y que tengo
otros proyectos literarios más apetecibles.
Pero en realidad, ya ha ganado el primer
tanto en esta pequeña controversia, porque el libro sobre los Amantes de Teruel
recoge un pequeño fragmento de mi vida laboral. Y a la vista de lo que sigue,
he de reconocer que ha ganado el segundo tanto.
Voy a contar algo relativo a mi tarea
en el mundo literario, añadiendo alguna referencia al profesional, con un
objetivo claro que se expresa en la dedicatoria de estas páginas. Se trata de
una historia de mi modesta trayectoria literaria que se ha desarrollado a lo
largo de más de medio siglo.
Inevitablemente, el enfoque responde a
la famosa fórmula pro domo sua
acuñada por Cicerón en su discurso contra Clodio, quien le había despojado de
sus bienes. Por extensión sirve para referirse a las manifestaciones orales o
escritas que ensalzan la propia imagen o las actividades desempeñadas por el protagonista;
lo que tal vez pudiéramos calificar como ‘autobombo’. Bien. En todo trayecto
humano hay luces y sombras, pero resulta más gratificante, incluso para los
lectores, reflejar sobre todo las luces. Habrá quien se ocupe velada o
explícitamente de lo contrario.
A modo de inciso señalaré que el año
pasado, en abril de 2018, publiqué un fragmento de mi autobiografía, en este
caso ajena al ámbito laboral. Se trata del libro Tirando de dedo, que editó Im-Pulsa, con ilustraciones de mi buen
amigo Quintín García Muñoz. En él cuento mis aventuras viajeras en autoestop
durante cuatro años, de 1966 a 1969, ambos incluidos, en buena parte motivadas
también por mi mujer –entonces novia–, que vivía en Vitoria y a la que iba a
ver en vehículos ajenos cogidos al azar. Un relato desenfadado en el que se
narran episodios varios, también los de un largo viaje de París a Vitoria,
pasando por Barcelona, Zaragoza y Logroño. Pero vuelvo al tema de este libro.
INICIOS
Oficialmente comencé mi vida laboral
en septiembre de 1964, recién cumplidos los 19 años, como profesor en el
colegio de la SEAT, en Barcelona. El punto final fue agosto de 2013, cuando el
gobierno de Aragón me jubiló a causa de la crisis económica –en la misma fecha
fueron retirados repentinamente más de 200 médicos del Servicio Aragonés de
Salud, además de otros funcionarios–, aunque previamente se me había concedido
prórroga en el servicio activo hasta agosto de 2015.
En esos días se hubieran cumplido
exactamente mis 51 años laborales, de manera oficial, pero el cese repentino no
significó un cambio de actividad, por lo que puedo aludir a ‘más de medio siglo’.
Desde 2009 estaba realizando una labor
de coordinación en el programa de apoyo cultural a las cárceles de Aragón,
resultante de un convenio firmado entre el Ministerio del Interior del gobierno
central y el Departamento de Cultura y Educación del gobierno regional. Una
experiencia apasionante, tanto desde el punto de vista humano como del profesional.
La posibilidad de continuarla se me
abrió a través de Cruz Roja Española. Me inscribí como voluntario en esa ONG para
participar en su programa de población reclusa, manteniendo y ampliando una
línea de colaboración que habíamos iniciado años atrás. En ello sigo. Como sigo
con algunas gestiones editoriales, la participación en revistas, el apoyo
escrito a la música y las colaboraciones periodísticas en la prensa vegetal y
digital de la región.
DOS ESTÍMULOS
Para
completar el sentido de estas páginas, además de su intención y dedicatoria,
quiero citar dos datos estimulantes. El primero es una frase que recojo del
aludido prólogo de Eloy Fernández Clemente al libro de Los Amantes en la que
dice: “Aunque alguna vez me ha hablado de su trabajo en
Espasa-Calpe, sabemos poco de esos años que, sin duda, debieron de ser
decisivos en su formación; ya en esos años publica narrativa: El avispero (Madrid, 1977), y quizá
otros títulos que no tengo anotados. Ojalá cuente un día toda esa parcela de su
rica y compleja personalidad.”
El segundo es un ánimo y un propósito
que se apoya en el ejemplo de dos buenos amigos, Fernando Aínsa Amigues, que en
2011 publicó su poemario Bodas de oro,
dedicado a su esposa al cumplirse esa fecha memorable, y José María Hernández
De la Torre, que en 2017 dedicó otro poemario a su esposa Ana al cumplirse también
sus bodas de oro matrimoniales. Se titula Esencia.
Tuvo la deferencia de regalármelo y sobre él he escrito un comentario en Amistad 33, la revista cultural del Club
Cultural 33.
La idea de dedicar a mi esposa este
libro como regalo de ese aniversario singular que son nuestras bodas de oro, me
ha motivado poderosamente. Por desgracia, a la hora de revisar estas páginas,
he de lamentar la muerte de mi buen amigo José María hace unos meses. Lo conocí
y traté dentro y fuera de la
administración pública, donde ocupó cargos relevantes –durante una breve etapa
fue Presidente del gobierno regional–, y en ambos frentes fue una persona
extraordinaria. Regreso al tema de este libro.
FUNCIONARIO
Tras ganar las oposiciones al Cuerpo
Facultativo de Archiveros y Bibliotecarios del Estado en 1978, elegí destino en
Teruel, como he contado sucintamente en el referido libro sobre sus Amantes.
Durante los diez años de permanencia en la capital bajo aragonesa, apenas
presté atención a mi afición literaria. Ya había publicado en 1977, en Madrid
(Sedmay Ediciones) un largo relato, una especie de novela ‘circular’ que se
tituló El Avispero, al que ha aludido
el profesor Fernández Clemente. También tenía en borrador o a medio escribir
algún relato, e incluso una novela que no terminaba de gustarme. Pero mi
trabajo en el mundo literario había comenzado antes.
La afición a escribir me viene de
familia y la he compartido con dos de mis hermanos. Comenzó temprano, en el
internado guipuzcoano de los Marianistas en Eskoriatza, donde pasé mi infancia
y adolescencia. Hubo un episodio que me marcó. Fue a los 12 años. El profesor
de literatura, don Santiago Zatón, nos pidió hacer una redacción a partir de la
Sinfonía del Nuevo Mundo, la famosa
obra de Antonin Dvorak, algunos de cuyos fragmentos nos hizo escuchar
previamente. Yo tenía un primo lejano en el curso superior, Alfredo Irribarría,
a quien comenté el tema y del que recibí algunas ideas sobre cómo enfocarlo. Puedo asegurar que hice la redacción yo solo.
Sin embargo, don Santiago no lo creyó así y públicamente me lo recriminó, tras
ponderar su buen nivel. Me sentí herido, desestimado, y en ese recodo secreto
del orgullo infantil me propuse que algún día yo sería escritor.
A pesar de este episodio guardo un
magnífico recuerdo del mencionado profesor, a quien encontré 40 años después en
Zaragoza, con el que he mantenido una buena amistad y a quien he dedicado mi
novela La última cena (1992), una de mis obras más difíciles por su
trama, estructura y lenguaje.
Durante los años de formación no pude
dar cauce a la literatura creativa. En 1965, tras la breve experiencia docente
en Barcelona, comencé a preparar las oposiciones al Cuerpo Auxiliar de Archivos,
Bibliotecas y Museos, que aprobé en 1966. Perdí un curso en la carrera
universitaria que había iniciado en Valencia en 1963, pero tenía un trabajo de
mi gusto y era autosuficiente.
Tras un periodo de prácticas de tres
meses en la Biblioteca Nacional, ocupé mi puesto en la Biblioteca de la
Universidad Complutense a comienzos de 1967. Acabé la Licenciatura en Filosofía
y Letras en 1969, compaginando los estudios y el trabajo. En septiembre de ese
mismo año –el sábado, día 13– me casé
con Feli Orúe, en Vitoria, culminando un noviazgo de tres años, una relación a
distancia más usual entonces que ahora. Reitero que la mayor parte de los
viajes en autoestop que relato en Tirando
de dedo tenían por objeto ir a verla.
A los nueve meses y dos días
exactamente, el lunes 15 de junio de 1970, nació nuestra hija Amaia. Quiero
recordar una curiosa anécdota que refleja la mentalidad de la época. Cuando a
mediados de julio fuimos con la niña recién nacida a ver a los abuelos
maternos, la bisabuela de la niña y abuela paterna de mi mujer, Casilda
Zulueta, que vivía con mis suegros, la tomó por los hombros, la miró pícaramente
y le dijo: "Ay, chiquita, por qué poco te has librado". Sobran los
comentarios.
Una vez acabada la carrera, compaginé
mi trabajo oficial con la docencia privada. Entraba en la órbita del
pluriempleo, tan frecuente entre los funcionarios de nivel medio y bajo, incluso
alto, para completar la frágil economía familiar. En 1972 dejé la enseñanza. Me
gustaba, pero ya no era compatible con mi puesto funcionarial. Además, la docencia
ejercida en profundidad, tal como yo la concibo, es absorbente, y casi no deja
espacio ni físico ni mental para escribir. Hay quien lo compagina, pero yo no
hubiera sido capaz. Al menos desde la docencia privada, que es la que ejercía.
Tampoco estaba muy de acuerdo con los programas y los enfoques educativos del
momento, así que dejé esa tarea de forma definitiva. Llegué a firmar unas
oposiciones para profesor de Instituto, pero ni las preparé ni me presenté.
Seguí trabajando como bibliotecario.
EL MUNDO EDITORIAL
Sí eran compatibles con mi tarea otras
ocupaciones relacionadas con el libro: las del mundo editorial. Apoyado por don
Cesáreo Goicoechea, director de la Biblioteca universitaria en la que
trabajaba, entré en contacto con Espasa-Calpe como traductor libre, pero pronto
ingresé en plantilla a media jornada. Fui adscrito al Departamento de ediciones.
Aprendí mucho sobre un mundo que me apasionaba, el de los libros, ahora desde
una nueva perspectiva. Guardo un magnífico recuerdo del jefe de dicho
Departamento, Félix Jimeno, por su buen talante y su capacidad de dirigir los
primeros pasos de un principiante en la profesión de editor.
Conecté con el ambiente literario de
Madrid, e incluso con el de Barcelona, conociendo a multitud de autores.
También a periodistas, ilustradores, traductores, comerciales, agentes y
gestores de otras editoriales. Seguí compaginando mi trabajo en la Biblioteca
de la Universidad con el de la editorial hasta que en 1976 me propuso Fermín
Vargas, director general de Espasa-Calpe, hacerme cargo de la dirección y
gerencia de una empresa filial recién creada en el grupo, denominada Ediciones Albia,
con sede fiscal en Bilbao, pero operativa en Madrid. Acepté y pedí la
excedencia como funcionario.
Fue un tiempo de vivencias intensas,
apasionantes, con reuniones y viajes frecuentes, conociendo a gente muy diversa,
a veces importante en el panorama de las Letras. Puedo citar algunos autores
con quienes mantuve especial relación, al punto de que me reunía con ellos en
sus domicilios para tratar de la edición de sus libros, tanto en Albia como en
Espasa. La lista es variopinta: Francisco Ayala, Rosa Chacel, Juan Antonio
Zunzunegui, Paco Umbral, Ramón Hernández, Alfonso Grosso, Fernando Vizcaíno
Casas, Ángel Palomino, José Luis Coll y algunos más, entre los famosos de
entonces; la nómina de contactos es mucho más amplia, pero esto no quiere ser
un listín telefónico.
Alguien que me impresionó por su
formación intelectual –había sido jesuita– y su valía literaria fue Germán
Sánchez Espeso, que poco después. En 1978, ganaría el Premio Nadal con una
preciosa novela titulada Narciso. Valoré
mucho su Pentateuco, cinco novelas
experimentales de resonancia bíblica, que estaba publicando por entonces y que
me animaron a explorar las vanguardias narrativas desde el punto de vista del
escritor que yo aspiraba a ser. La última, titulada Deuteronomio de Salón, no llegó a salir así, aunque vi un borrador
que me pareció de una novedad apabullante, muy lejos de las modas y complacencias
que impone la literatura de consumo.
Se publicó años más tarde, en 1984,
con el título Baile de disfraces,
cambiado por razones comerciales, estando yo ya alejado del mundo editorial e
inmerso en la dinámica cultural del primer gobierno autónomo de Aragón. Lamento
haber perdido el contacto con esta notable figura de las letras españolas, como
con algunas otras, en consonancia con mi postura personal de alejamiento del
mundo literario cuando a finales de 1978 decidí que mi futuro profesional estaba
en la administración pública.
Esta decisión fue paralela a otra: no
militar nunca en un partido político ni vincularme a corriente partidista
alguna. También esto tiene su origen en mi experiencia editorial. Volveré enseguida
sobre ello.
Al mismo tiempo que establecía mis
primeros contactos literarios, comencé a colaborar en algunas revistas de este
cariz, como El Urogallo, que dirigía la
novelista Elena Soriano, o Cuadernos
Hispanoamericanos, con cuyo secretario de redacción entonces –luego llegó a
ser director–, el poeta Félix Grande, mantuve muy buena relación.
En el mencionado libro sobre los
Amantes de Teruel hice alguna referencia a estas aportaciones, la más
importante de las cuales fue un ensayo sobre la Nueva Canción Chilena. No me extenderé sobre esto, porque desde mi paso
a Albia disminuyó el tiempo disponible para las tareas periodísticas, a las que
me referiré más delante de manera global.
ALBIA POLÍTICA
Con la perspectiva de las primeras
elecciones generales al Congreso de los Diputados, convocadas para junio de
1977, concebimos en Albia una colección de libros que consistiría en textos
redactados por los líderes de los principales partidos en liza. Solo de los
principales, porque había 103 legalmente constituidos. Se trataba de un guión
básico, estructurado como cuestionario, que en cada caso podía completarse a
gusto del interesado. Dentro del grupo Espasa-Calpe era la única salida para
publicar a políticos como Santiago Carrillo o Felipe González, secretarios
generales del Partido Comunista y del PSOE, respectivamente. Luego me referiré
a este asunto de las limitaciones editoriales.
Hice contacto con una treintena de
formaciones, de mayor o menor calado, intentando ofrecer una información solvente
de cada una. Eso me facilitó el contacto con buena parte del espectro político
en activo. Recuerdo a personajes como José María de Zavala, secretario general
del Partido Carlista, Ramón Forcadell, de la
Unión Institucional (representante del carlismo levantino del Maestrazgo),
Diego Márquez Horrillo, de Falange Española
(línea oficial; había otras varias), Manuel Maysounave, del Partido Proverista,
que curiosamente tenía su sede en Vitoria, Enrique Larroque, del Partido Liberal, Manuel Cantarero del
Castillo, de Reforma Social Española, Manuel Murillo, secretario general del
PSOE (histórico) y algunos más de los considerados
en una segunda escala.
De la primera, de la que finalmente
obtuvo escaños, quiero recordar a Simón Sánchez Montero, del Partido Comunista,
una de las personas que estimé más consistentes por su ideología y por el trato
personal. El libro resultante lo firmaron Santiago Carrillo y él. No ocurrió así
con el correspondiente a Alianza Popular. Lo trabajé en directo con Jorge
Verstrynge, por entonces secretario general de la formación, pero salió a
nombre exclusivamente de Manuel Fraga Iribarne. Del que guardo un recuerdo
especial es del libro del PSOE, que realizamos al alimón Alfonso Guerra y yo,
como había ocurrido en casi todos los casos con los segundos de a bordo.
Apareció a nombre de Felipe González y Alfonso Guerra, quienes tuvieron la
deferencia de dedicarme un ejemplar con su firma manuscrita. Lo conservo.
Saqué conclusiones contradictorias de
la experiencia. Por una parte comprendía el empeño de cada partido defendiendo
sus ideas, pero por la otra me invadió un gran escepticismo respecto a la
intención profunda de la mayoría de aquellos líderes. Tuve una premonición: les
interesaba más su partido que la gente, actitud que cuatro décadas después es
algo común. Indudablemente hay personas con un sentido ético de la política,
pero no abundan. Y me merecen total desconfianza aquellos ‘profesionales’ de
los cargos que llevan cinco, seis o más legislaturas ocupando responsabilidades
públicas: en su mayoría, no sabrían hacer otra cosa porque carecen de oficio y
su único beneficio resulta de mantener la poltrona caliente.
ALBIA LITERARIA
La primera colección de la nueva
editorial no fue la que acabo de citar, sino Albia Literaria, dedicada
básicamente a textos narrativos. La habíamos iniciado con un libro de Manuel
Azaña, ex presidente de la Segunda República, titulado El jardín de los frailes. Su simple nombre hubiera sido rechazado
por el Consejo de Administración de la empresa madre, que pertenecía al Banco
de Bilbao. Pero la sutileza y valentía de Fermín Vargas pudo con las reticencias,
y el nombre de Albia no comprometía directamente a la sacrosanta Espasa-Calpe.
El libro sorprendió a quienes conocían
su procedencia, pero funcionó bien. En esta colección se reeditaron textos de
escritores ‘malditos’ hasta entonces, como Por
el río abajo, de Alfonso Grosso y Armando López Salinas o Las ruinas de la muralla, de Jesús Izcaray, dirigente del Partido Comunista, algunas traducciones de autores
extranjeros –volveré sobre ello– y otros diversos textos de gran valor, como La sinrazón, de Rosa Chacel, una obra
recuperada.
El que más impacto causó, tanto en la
crítica como entre el público, fue la novela de Ramiro Pinilla Antonio B… el rojo, ciudadano de tercera.
Ha sido posteriormente reeditada por Tusquets (2007) con el apodo del
protagonista correcto, el ruso, y su
nombre completo, Antonio Bayo. Cuando Ramiro vino desde Bilbao a proponerme su
edición, no se anduvo con rodeos. Me confesó que el libro había sido rechazado
por Planeta y por Seix-Barral, dos de los sellos editoriales más prestigiosos de
entonces. Parecía extraño, puesto que el autor había ganado el Premio Nadal en
1960, con Las ciegas hormigas, y
había sido finalista del Premio Planeta en 1971, con Seno. Por cierto, me contó la jugarreta del editor Lara en aquella
ocasión: el jurado le había asignado el primer premio, que a última hora el
editor le retiró, por componendas. Esto lo ha difundido públicamente en varias
entrevistas.
El motivo del rechazo del nuevo libro
parecía claro: su trama se desarrolla en la posguerra y cuenta las miserias de
un rincón de la España profunda, la comarca de Las Cabreras, en León,
ampliándose luego a casi toda la vieja Castilla. También el protagonista
planteaba problemas: estaba huido, no de una cárcel –había pasado por varias–,
sino del manicomio de Palencia. El motivo de su reclusión es de lo más
bochornoso que uno puede imaginar. A través del libro puede saberse.
Ninguna de las dos editoriales a las
que Ramiro había recurrido aceptaba la postura del autor de no quitar una sola
palabra del texto, ni siquiera tocar una coma, de modo que recurría a Albia por
si había alguna posibilidad, manteniendo esas condiciones.
Me intrigó el asunto, sobre todo
aquella negativa de los colegas editores. El autor me dejó tres gruesos
volúmenes mecanografiados y le dije que podría darle alguna respuesta en el
plazo de dos semanas. Era cuestión de considerar seriamente a un premio Nadal y,
además, finalista del Planeta. Eso ya era un aval por sí mismo. Reconozco que también me impresionó su
postura valiente, prefiriendo publicar en un sello joven y casi desconocido, a
pesar de pertenecer al ámbito de Espasa-Calpe, siempre y cuando se respetara el
texto en su integridad.
Voy a contar una anécdota familiar, ya
que estas páginas están dedicadas a mi mujer. Comencé a leer el primero de los
mecanoscritos de Ramiro –unos 300 folios– en cuanto salió de mi despacho,
camino de Bilbao, y me intrigó. Me lo llevé a casa. Después de cenar, seguí
leyendo. Estaba hipnotizado por aquella historia. A las tres de la madrugada
aún seguía pasando folio tras folio. Entonces oí entrar a Feli en el cuartito
donde yo trabajaba. Me citó la hora y me recordó que a la mañana siguiente
tenía que madrugar. Interrumpí la lectura, a pesar de su interés, y me acosté.
Cuando el despertador sonó al dar las 7, advertí que ella no estaba a mi lado.
Me levanté y la encontré leyendo ansiosamente los primeros capítulos de la
novela.
Resultaría prolijo contar todo el
proceso de la edición, tras autorizarla Fermín Vargas. Hice varios viajes a
Bilbao, de la mano de Ramiro conocí al protagonista, Antonio Bayo, me desplacé
por diferentes lugares del territorio que había sido su teatro de operaciones
para comprobar detalles, estuve en la cárcel de León, en el manicomio de Palencia…;
finalmente fui con el autor y el protagonista, además de con la compañera de
este, a La Baña, antes de que apareciera el libro. Allí conocí a su madre, al
cura del que se cuentan barbaridades en el libro, a más gente de aquel pueblo
entonces miserable. Ramiro lo refiere resumidamente en una entrevista que se ha
publicado en youtube
https://www.youtube.com/watch?v=Fci3BkJRR1k (5:41)
y aún existe otra más larga en la que
desarrolla un poco su filosofía narrativa y vuelve a hablar del libro de
Antonio Bayo, refiriéndose a su presentación de la novela en Albia, y al joven
emprendedor que la dirigía, “un poco loco, como yo mismo, –señala el autor–, en
el sentido de que no medíamos el alcance de lo que podía ocurrir al publicar la
novela”.
https://www.youtube.com/watch?v=xzdib0LzJ8Q&t=4034s
(1:33:49).
La referencia a mi intervención se
encuentra a partir del 1:13:50.
Voy a terminar aludiendo al programa
que grabamos Ramiro y yo, en junio de 1977, en Televisión Española, Segunda
Cadena –la famosa UHF que no llegaba más que a media España–, para el programa
‘Encuentro con las Letras’, que dirigía Carlos Vélez, y que se emitió a
mediados de septiembre. Me avisaron de Prado del Rey, y lo vi. También informé
a Ramiro. A la mañana siguiente, me llamaron de TVE diciendo que 20 minutos
después de terminar el programa, pasadas las 12 de la noche, se presentó una
pareja de la guardia civil reclamando a quienes habían intervenido en la
entrevista, tanto al autor como al editor. Evidentemente no estábamos allí, y
así lo informaron a la pareja de la Benemérita. Avisé a mi vez a Ramiro, por si
había alguna repercusión, pero afortunadamente la cosa no pasó de ahí.
La relación con este autor se prolongó
durante varios años, como contaré después. En mis labores de difusión
literaria, estando ya en Teruel, lo invité a participar en un ciclo de escritores
contemporáneos, al que acudió. Ha sido uno de los novelistas de quien mejores
enseñanzas he recibido, por ejemplo respecto al uso de los signos de puntuación,
y sobre las razones para utilizar las comas lo menos posible. También me
identifico con su propuesta de activar la imaginación, sin depender excesivamente
de datos históricos que llevan a convertir la creación literaria en una crónica
de sucesos. Incluso cuando se desarrolla un tema basado en hechos reales,
salirse del guión periodístico puede dar mejores resultados. Es lo que él hizo
en el libro sobre Antonio Bayo. Ramiro falleció en 2014, a los 91 años.
El último de los libros de Albia
Literaria del que quiero tratar es Tríptico,
de Claude Simon. Leí la novela en francés, me gustó y decidí publicarla, después
de que fuera traducida. Como en cualquier cuestión importante, tuve que contar
con el visto bueno de Fermín Vargas, porque el libro tenía una dificultad: a
pesar de su valor literario, era un texto erótico. Estábamos saliendo de una
época oscurantista y en Espasa-Calpe –a pesar del parapeto de Albia– se
guardaban mucho las formas. Simon era un autor de prestigio en Francia, pero
apenas conocido en España. Mi apuesta por él resultó positiva. La crítica lo
alabó y tuvo buena salida comercial, pero lo más importante fue que en 1985 recibió
el Premio Nobel de Literatura. Yo ya estaba en Teruel, al margen de Espasa,
aunque mantenía contactos con la empresa –hice algunas traducciones, como
contaré–, y Fermín Vargas tuvo la deferencia de localizarme para decirme que
había tenido muy buen olfato unos años antes.
ALBIA NOVA
Uno de los libros que, como el de
Ramiro Pinilla, tuvo también tiempo después trayecto turolense, fue la novela biográfica
de Manuel Villar Raso titulada La
Pastora, el maqui hermafrodita, que publicamos
en 1978. Se incluyó en una nueva
colección literaria, de formato menor, que habíamos bautizado como Albia Nova.
Para el primer título recurrimos a un autor de gran tirón, Fernando Vizcaíno
Casas, que nos ofreció su relato La boda
del señor cura. Hubo algunos otros libros a continuación, antes del de
Villar Raso, a quien ya habíamos publicado un año antes, en Albia Literaria, su
novela Una república sin republicanos.
Villar Raso, fallecido en 2015, a los 79 años, fue pastor en su infancia
soriana y luego ingresó en un seminario, donde permaneció hasta cumplir los 22,
yendo a Madrid para realizar estudios universitarios. En 1975 había
resultado finalista del Premio Nadal con su novela Mar ligeramente sur. Empezaba a ser un autor conocido. Su libro
sobre La Pastora lo publicamos con cierto recelo, porque volvía a tratar
de un personaje vivo, Teresa Pla Messeguer, que acababa de salir de la cárcel.
La revista ‘Interviú’ había hecho un reportaje sobre este guerrillero, de sexo
al parecer indefinido. Nuestro autor investigó su trayectoria durante varios
meses sobre el terreno –las sierras del Maestrazgo–, y el libro salió, causando
bastante revuelo. La Pastora es el personaje más legendario del maquis
levantino. Fue mujer hasta que, al desnudarla la guardia civil una fría mañana
invernal, cambió sus ropas femeninas y, con el nombre de Florencio, fue durante
quince años la pesadilla de la ley.
Hice
buena amistad con el autor, y también participó en el ciclo literario que
organicé en Teruel, con Ramiro Pinilla y otros escritores del momento. Tiempo
después tuvo Villar Raso una denuncia por plagio, interpuesta por Marino Vinuesa,
un funcionario de prisiones que había escrito previamente la historia de este
maquis, a quien conoció en la cárcel. Pero es un tema ajeno a estos recuerdos. Trataré
más tarde sobre las repercusiones del libro en la zona donde habían
transcurrido buena parte de las acciones narradas. Luego ha habido otro asunto
espinoso vinculado a La Pastora, protagonista de la novela Donde nadie te encuentre, premio Nadal en
2011. La autora, Alicia Giménez Bartlett, declaró que era un tema casi
desconocido y sin documentar. Escribí un artículo al respecto en ‘Heraldo de
Aragón’, pocos días después, refutando sus afirmaciones. Reproduzco un
fragmento del mismo:
Volviendo a ‘
Por si fuera poco, en la revista Interviú (5 de abril de 1978) apareció un reportaje sobre Teresa Pla Meseguer, llamada ya Florencio tras su paso por las cárceles y los estudios médicos a que fue sometida para analizar su sexo, poco antes de salir la novela a la luz. El periodista Manuel García, de la agencia EFE, había conseguido entrevistarla, probablemente en una casa próxima a Zaragoza donde la había acogido el funcionario de prisiones Marino Vinuesa, que la conoció en el penal del Dueso (Cantabria).
Como
testigo permanente e intenso de la esforzada y apresurada singladura de Manuel
Villar Raso por las sierras, los pueblos, los hostales y las masías del
Maestrazgo, hablando con la gente, arriesgando –eran tiempos comprometidos, lo
recuerdo–, poniendo todo su vigor narrativo al servicio de ese libro-denuncia
que en definitiva fue ‘
El artículo no tuvo ni ha tenido
contestación, que se sepa. La procelosa trayectoria de los premios literarios
prestigiosos y bien dotados económicamente en este país, no es un secreto para
nadie. Ya he citado el caso de Ramiro Pinilla con su novela Seno, en 1971.
Un escritor del que también guardo
feliz memoria es Ramón Hernández, alguien en cuya casa estuve varias veces trabajando
y con quien establecí una buena amistad. Es otro de los autores que vinieron a
Teruel años después para hablarnos de su obra. Era una persona de carácter
alegre, un tipo expansivo, explosivo, de gran dinamismo, en contraste con la imagen
adusta de ciertos sujetos que aparecían por Espasa-Calpe en actitudes unas
veces prepotentes y otras mendicantes. De él dijo un poeta que era el ejemplo
de cómo la soledad y la libertad creativa nutren a un escritor. Y se
autocalificaba humildemente como “un personaje de grado medio en el mundo
literario”.
Ramón recibió una sorpresa inesperada
cuando abogué por la reedición de su primera novela El buey en el matadero, publicada en 1966. Yo la había pensado para
Albia Nova, pero en determinado momento, hablando con Fermín Vargas, pareció oportuno
situarla dentro de la ‘casa grande’. No era lo mismo para un escritor salir allí
que en la sucursal subsidiaria que yo dirigía. El libro, por otra parte, no
tenía connotaciones peligrosas, ni políticas, ni morales. Finalmente apareció
en la colección Austral, de Espasa-Calpe, con un nuevo título: Presentimiento de lobos, en 1979.
A raíz de este asunto, me impactó la
opinión que Ramón tenía sobre mí: “Me parece sorprendente –me dijo un día– que
un autor en ciernes, como tú eres, no tengas ninguna pinta de envidioso”. Me
quedé un tanto sorprendido, pero era cierto. Examinándome a mí mismo, coincidí en que no sentía envidia
de los escritores de éxito.
La envidia ha sido, es y será una tónica
dominante en este país. Y no solo entre los escritores. Basta echar una ojeada a
nuestro alrededor. Pero ahí quedó la cosa. He de reconocer que con el paso del
tiempo sí he sentido sensaciones negativas, pero más bien en relación con las
maniobras de ciertos autores en busca de privilegios y prebendas, sobre todo
cuando intentan perjudicar a los demás utilizando argucias, si no ilegales, sí
indecentes.
PINITOS LITERARIOS
En cuanto a lo de ‘autor en ciernes’,
Ramón conocía groso modo mis proyectos
literarios. Tras el nacimiento de nuestra hija Iratxe, en noviembre de 1974, no
hicimos el tradicional viaje de Navidad al
norte para ver a la familia. Nos quedamos en Madrid. Dispuse de unas
vacaciones que dediqué a escribir un bloque de relatos concatenados, una
especie de novela circular, que titulé de una forma estrambótica. Finalmente
apareció como El avispero, en Sedmay,
en 1977. A ella se refiere Eloy Fernández Clemente en el prólogo del libro de
Los Amantes.
Había quedado finalista en el concurso
‘Novelas y Cuentos’ de 1976 al que la presenté. La edición fue muy deficiente,
tanto por la ilustración de cubierta como por el papel utilizado, la
encuadernación, etc. Ni siquiera pude corregir pruebas de imprenta. En casa del
herrero… porque yo trabajaba ya entonces a tiempo completo en Espasa-Calpe,
dirigiendo Albia. Es uno de los textos que figura en el Apéndice bibliográfico de
este libro, como homenaje reduplicado a la dedicataria, mi mujer, porque así
apareció en la primera edición. ***
Y hablando de mis pinitos literarios,
citaré también una novela que titulé Declaración
de Fortunato. Intentaba escribir de manera distinta a la habitual, crear
nuevas fórmulas, seguir la estela de algunos autores a quienes yo apreciaba,
como Isaac Montero o Daniel Sueiro. Estando un día en casa de Paco Umbral,
salió a colación este texto bifronte. Eran dos narraciones paralelas, una del
protagonista y la otra del escritor, que da su versión de los hechos. Paco me
pidió echarle un vistazo y le llevé poco después una copia mecanoscrita. A las
pocas semanas me llamó diciendo que era mejorable, pero que resultaba original
y prometía. Al mismo tiempo me entregó unas cuartillas que podrían servir de Proemio
–así lo denominó–, si yo lo estimaba conveniente. De momento quedó inédita, porque
no tardé en trasladarme a Teruel. Luego, ya en Zaragoza, la simplifiqué dejando
solo una de las dos líneas narrativas, la del protagonista, y ha tenido dos
ediciones (1991 y 2005) con el título de Operación
Niebla.
Otro contacto singular fue el que
mantuve con Juan José Plans. Era un periodista y escritor asturiano de muy buen
temple, como la mayoría de las gentes de aquella tierra, con quien establecí
una colaboración bastante estrecha. Aunque su especialidad eran los relatos de
terror, que canalizaba por escrito y por la radio, entró a formar parte de la
redacción de la revista Lui, primer
despunte erótico en la España democrática recién inaugurada. Cada mes invitaba
a un escritor a publicar un relato de ese perfil, que la revista se encargaba
de ilustrar. Yo fui uno de los elegidos. Como he dicho anteriormente, no
disponía de tiempo para empeños de cierta envergadura, pero un relato breve no exigía
tanto, así que lo hice. Fue mi primera incursión en este tipo de literatura,
que más tarde he cultivado en algunos fragmentos de mis novelas y en dos libros
de relatos dedicados específicamente al erotismo, como en su momento explicaré.
TRADUCCIONES
Mi trayectoria en este campo comenzó en 1971, a raíz de una propuesta
que recibí de Espasa-Calpe para traducir del inglés el libro Hannibal’march in History, de Dennis
Proctor. El contacto con Mariano Gilaberte, entonces director general de la
empresa, lo había hecho Cesáreo Goicoechea, director de la Biblioteca de la
Universidad Complutense, en la que yo trabajaba. Era una manera de contribuir a
la economía familiar y encajaba bien con mi preparación. Aunque la lengua extranjera
que estudié durante el bachillerato fue el francés, había hecho dos cursos de
inglés en la Universidad de Valencia y otros dos en la Escuela Oficial de Idiomas
de Madrid. Estaba preparado para traducir. Otra cosa era hablarlo con fluidez y,
sobre todo, escribirlo. Pero se trataba solo de lo primero y podía utilizar
diccionarios, enciclopedias u otros apoyos. También había estudiado del mismo
modo el italiano, considerando que ya sabía suficiente francés para manejarme. Aunque
lo importante era dominar el castellano. ***
La tarea de traducir ayuda bastante a
la configuración de un lenguaje propio. Sobre todo si te tropiezas con libros
de estilo depurado. Los de carácter más técnico, aunque se trate de Humanidades,
aportan menos en ese sentido. La obra que más me influyó a nivel literario fue
la traducción de Carne y Cuero, de Félicien
Marceau, que yo había preparado para Espasa-Calpe y que finalmente apareció en ‘Albia
Literaria’ en 1977. Como tantas otras buenas novelas, pasó un tanto
desapercibida, a pesar de que la narración había dado lugar a una película
francesa, L’oeuf, de Jean Herman, en
1972, y a la versión teatral que, bajo el título de El Huevo, se había representado en Madrid poco después por la
compañía de Adolfo Marsillach. Más tarde, en 1983, TVE realizó una nueva
adaptación escénica –con versión de Carlos Muñiz– que fue protagonizada por
Manuel Galiana y dirigida por Alfredo Castellón. Puede encontrarse en la
dirección de youtube
https://www.youtube.com/watch?v=17JENUcpQcw
En cualquier caso, fue para mí una
satisfacción enorme poder realizar esa combinación entre autor, editor y
traductor. También recuerdo con un interés especial la versión que hice,
estando ya en Zaragoza, de una novela breve de Frédéric Lenoir, El secreto, que publicó Obelisco en 2003.
Las últimas traducciones, también para Obelisco, en 2005 y 2006, fueron los tres
primeros libros de la saga fantástica Los Caballeros de Esmeralda, de Anne Robillard. La serie, que
consta de doce libros, no se ha seguido publicando. En la última década no he
realizado ninguna traducción, lo que me ha permitido disponer de más tiempo
para mis propias creaciones.
Vuelvo al comienzo de la actividad. Realicé
la traducción del libro de Proctor con gran esmero posible y fue aceptada por
Espasa-Calpe, que la publicó en la colección Austral (nº 1.568) en 1974. A
partir de ese momento me fueron proponiendo nuevos trabajos, que realicé
siempre con gusto. La ventaja del traductor es que se organiza libremente y
puede realizar su tarea en cualquier lugar.
No voy a detallar todo lo traducido a
lo largo de tres décadas. Durante la estancia en Teruel puede distraer algunos
ratos para hacerlo, aunque con menor intensidad. De hecho, para el primer
volumen del Diccionario de la música,
de Marc Honegger, que publicaría Espasa-Calpe, recabé la ayuda de dos
licenciadas en filología francesa, Pilar Laguía y Lourdes Felipe, aunque me
responsabilicé de la revisión final. Como curiosidad puedo recordar el haber
traducido la biografía de Yaser Arafat, y el haber escrito en francés al líder
palestino con ocasión de su onomástica aquel año para felicitarle,
comunicándole al mismo tiempo que su biografía ya se podía leer en español. No
recibí contestación.
El trabajo más enjundioso fue la versión
al castellano de las Obras completas
de Sandor Ferenczi, el psicoanalista húngaro discípulo y yerno de Freud. Evidentemente
no traduje de ese idioma, sino del francés. Ferenczi había escrito sus obras,
sus artículos y sus estudios en varios idiomas: el inglés, el alemán y el suyo
nativo, de forma que su producción era dispersa y a veces reiterativa. Fueron
unos estudiosos franceses quienes reunieron su corpus doctrinal en cuatro volúmenes que Espasa-Calpe publicó en
España bajo el título general de Psicoanálisis.
Esta actividad prosiguió con mayor
intensidad a partir de mi traslado a Zaragoza. Como apunté en el libro sobre
Los Amantes, por razones administrativas dispuse de mayor tiempo libre, incluso
en horario laboral, lo que me permitió dedicarme tanto a la literatura creativa
como a labores periféricas entre las que incluyo la tarea del traductor. Además
de por Espasa-Calpe, mis traducciones fueron publicadas por Obelisco, en
Barcelona, y por Iberonet, en Madrid. En total creo que suman una treintena los
libros publicados.
TERUEL
Ya he contado en La otra vida de los Amantes de Teruel las circunstancias de mi
elección de destino, tras aprobar las oposiciones al Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios
en 1978. No se trataba de una salida temporal de Madrid, sino definitiva.
Abandonaba la capital para siempre, a pesar de que nunca se puede decir ‘de
esta agua no beberé’, ni prever un futuro por llegar. Pero mi voluntad de
alejarme de la capital era firme. Fui consciente de que aquello significaba un
corte seco en mis aspiraciones literarias. Vivir ‘en la literatura’, y sobre
todo ‘de la literatura’, precisaba entonces, más que ahora, de un ambiente
propicio: había que estar en contacto con el gremio –autores, periodistas,
editores, distribuidores, ilustradores, traductores, agentes literarios–,
acudir a las tertulias, presentaciones y demás parafernalia ritual, dedicar
muchas horas al trabajo creativo, sin garantía de rentabilidad, estar al tanto
de las revistas y suplementos, cultivar amistades ‘especializadas’, etc. Ese era
el panorama. Fuera de Madrid y Barcelona no había camino con futuro para
alguien que empezaba.
Yo estaba muy bien situado
profesionalmente en Espasa-Calpe, tenía un buen sueldo, un puesto relevante y
respetado, pero di prioridad a otros elementos como la familia, la vida serena
y una actividad que no resultara tan estresante como la que impone la dirección
y gerencia de una empresa privada. También buscaba esa estabilidad laboral que
consiguen en la administración pública los funcionarios de carrera. El no estar
sujeto a las oscilaciones empresariales, aun siendo Espasa una entidad estable
y solvente, vale mucho.
Pero no pensaba renunciar a la
literatura, entendida a mi modo, como una afición libre de toda dependencia. Incluso
calculaba disponer de más tiempo, utilizando simplemente las dos o tres horas
diarias que en Madrid me ocupaban los desplazamientos. La vida sosegada de una
pequeña ciudad me proporcionaría además la calma mental necesaria para una
escritura consistente.
A la hora de la verdad, no dispuse de
ese tiempo. Eran muchas mis obligaciones laborales: la Biblioteca Pública, el
Archivo Histórico Provincial, la Red Provincial de Bibliotecas, el Archivo de
la Delegación de Hacienda –aunque allí había personal, dependía logísticamente
de mí– y las actividades de difusión en la Casa de Cultura. Disponíamos de un
acogedor salón de actos de 90 butacas, con un piano 3/4. En un despacho acabé
instalando una sencilla cabina de proyección cinematográfica desde la que se
ofrecieron algunos ciclos en versión original. Mucho trabajo, al que se añadió
muy pronto el Censo-guía de todos los archivos civiles y eclesiásticos de la
provincia, que llevó un año completo realizar, y del que se derivaron otros
nueve de labor intensa al frente de un equipo de investigadores. Temas que dejo
al margen para centrarme en lo que tiene relación con la literatura. No obstante, algunos de los episodios de estas ocupaciones
inspiraron más tarde, estando ya en Zaragoza, varios de mis relatos más
corrosivos. Llegará el momento de comentarlo.
No
pensaba encontrar en Teruel un ambiente literario en el sentido riguroso del
término. Así era, pero a pesar del poco tiempo disponible creí que podría hacer
algo por fomentarlo. Lo primero que organicé, en la primavera de 1979, fue un
ciclo de conferencias que impartirían escritores de relieve, de entre los
numerosos con quienes mantenía todavía contacto.
Para
aprovechar su presencia y abrir horizontes entre los jóvenes, hablé con los
profesores de Lengua de los institutos ‘Ibáñez Martín’ y ‘Francés de Aranda’.
Encontré buena acogida entre los implicados, pero también me sorprendió el
interés de otros que impartían asignaturas científicas. Quiero citar tres
nombres de profesores de física o matemáticas. Son Fernando Herrero, José Antonio
Sánchez y Mariano Villellas. Pudo haber más, pero estos son los que recuerdo.
En
el campo de las Humanidades era de suyo que apoyaran la idea, que además les
resultaba gratis y les ocupaba con novedad una hora lectiva. No podría citar a
todos, la mayoría de cuyos nombres, además, no recuerdo. Sí a Florencio
Navarrete, con quien más tarde convine impartir un pequeño taller de
organización bibliotecaria para los alumnos del COU, que redundó en beneficio
de la biblioteca del Instituto ‘Ibáñez Martín’, ahora llamado ‘Vega del Turia’.
El caso es que vinieron a Teruel, en
semanas sucesivas, algunos de los escritores que conocía: Ramiro Pinilla, Ramón
Hernández, Jesús Torbado y Manuel Villar Raso, entre otros. Intenté que viniera
Francisco Umbral, el más mediático de toda la tropa, pero me puso una primera
condición inabordable: un caché de 500.000 pesetas. Imposible. La economía de
la Casa de Cultura solo daba para abonar 50.000 pesetas a quienes acudieron, incluidos
todos los gastos. Umbral, además, me había preguntado si había tren directo a
Teruel. Él no viajaba en coche ni en autobús. Pues ni dinero, ni tren, así que
todos nos quedamos con las ganas, porque era una figura de gran relevancia. ‘A
micrófono cerrado’, me confesó que pedía aquella cantidad desorbitada para que
la gente no le invitase a dar conferencias fuera de Madrid, porque era una tarea
que le agobiaba.
El ciclo funcionó muy bien, sobre todo
en el sector escolar. En cuanto a las sesiones de tarde, en el salón de actos
de la Casa de Cultura, la asistencia fue irregular. Quien más atención concitó fue
Villar Raso, que vino a hablar de su novela La
Pastora, el maqui hermafrodita, a la que ya me he referido, y sobre la que aún
comentaré algo. Era un tema conflictivo.
Cuando se anunció, tuve dos conversaciones muy significativas.
La primera con José María Ruiz
Navarro, director provincial de Ibercaja –la entidad se llamaba todavía
C.A.Z.A.R., Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja–, hombre muy vinculado
a la cultura, que vino a verme sorprendido de que me atreviera a proponer aquel
asunto en una ciudad como Teruel. Con su mejor voluntad me advirtió de que las
heridas estaban aún sangrantes. No habían pasado ni tres décadas desde el final
de las operaciones contra los maquis en el Maestrazgo. No obstante, mantuve la
convocatoria. Ya había arriesgado con la publicación de Antonio B… el rojo, de Ramiro Pinilla, como he comentado antes.
La segunda conversación fue con varios
de los bedeles que atendían al público en la Biblioteca y en el salón de actos.
Todos ellos eran miembros de la Benemérita, ahora jubilados y en el desempeño
de una segunda actividad auxiliar, como se acostumbraba entonces; policías
nacionales y guardias civiles pasaban a ocupar esos puestos de nivel subalterno
de la administración, una vez concluido su servicio profesional. Blas, Jesús,
Gerardo, Lucio y Antonio me hicieron saber que ellos habían combatido a las
órdenes del general Pizarro contra ‘las partidas’. Me lo contaron de forma
anecdótica, con mucho respeto, como reclamando un cierto papel de protagonismo
secundario en la novela de la que iba a hablar Villar Raso. Recuerdo que Jesús
aludió, sin ninguna prepotencia, a ‘la fuerza’ (ellos mismos), recordando
episodios de la lucha. Me sorprendió su auto-denominación.
No hubo ninguna consecuencia negativa
a la vista, de momento, como tampoco la había habido al hablar Ramiro del
todavía ilegal Antonio Bayo, protagonista de su novela testimonial. Sin
embargo, me consta que en los ambientes reaccionarios de la ciudad se tomó nota
de aquel atrevimiento. Lo supe un par de años después, con ocasión del
lamentable ‘tejerazo’ del 23 F de 1981, porque la ciudad se movilizó de manera
especial al pertenecer a la Tercera Región Militar que comandaba el insurgente
Milán del Bosch. Afortunadamente no ocurrió nada, pero no las tengo todas
conmigo al cabo del tiempo cuando recuerdo aquel episodio y pienso en lo que
hubiera sucedido de haber triunfado la algarada.
JURADOS LITERARIOS
Una
de las actividades derivadas de mi puesto como director de la Biblioteca, y
conectadas con la literatura, fue la participación como jurado en algunos
concursos literarios de los que se convocaban en la ciudad. Intervine en
varios, para adultos y para el mundo escolar. Recordaré dos casos, ambos con
ribetes negativos.
El
primero fue con ocasión del premio anual de poesía que convocaba el Ayuntamiento
para la fiesta de Los Amantes. En 1981 se presentó al concurso un poemario
titulado Tríptico de silencio. Los
miembros del jurado mantuvimos una intensa discusión antes de conceder el
premio. Yo defendí la calidad del libro con argumentos basados en su perfección
formal y en su vanguardismo estructural. Los otros dos, profesores de Lengua y
Literatura, acabaron aceptando mis razones para premiar aquel poemario. Abierta
la plica, resultó ser su autor José Verón Gormaz, residente en Calatayud. No
conocía a este poeta, pero me impresionó su madurez literaria. Acudió a recoger
el premio y encontré, además, a una persona de profunda honestidad y de
magnífico carácter, un hombre muy cordial. Iniciamos una amistad que se
mantiene al día de hoy.
El
premio llevaba aparejada la edición del libro. Pasaron varios meses sin que
apareciera. El poeta me llamó un par de veces, muy discretamente, para
preguntar. Transcurrido un año, se convocó la nueva edición del concurso sin
que se hubiera publicado el libro premiado en la anterior. Desconozco los
motivos. Pudo deberse a la discrepancia de los restantes jurados, o tal vez al juicio
negativo del Ayuntamiento; quizá al concejal de turno –cuyo nombre no recuerdo,
ni puedo asegurarlo– le pareció demasiado avanzada aquella poesía. No
investigué. Tenía mucho quehacer, tanto en la ciudad como en la provincia.
Puesto
al habla con José Verón, que seguía extrañado por el silencio editorial, le
recomendé que volviera a enviar su poemario a un concurso en el que solo se
exigiera que fuera inédito, aunque hubiera sido premiado. Así lo hizo. En 1982
presentó el libro al certamen ‘Ciudad Santo Domingo’, en cuyo jurado estaban
Gloria Fuertes y Florencio Martínez Ruiz, entre otros escritores cualificados. Lo
ganó y poco después se lo publicaron.
El segundo episodio es aún más
lamentable. Hicimos varias personas campaña a favor de que el Ayuntamiento creara
un premio de novela denominado ‘Ciudad de Teruel’. Se trataba de crear un nuevo
perfil de interés literario en un territorio que empezaba a vislumbrar la
autonomía. Estábamos en vísperas de 1982. Dio la corporación su visto bueno y
acordó con una editorial zaragozana la publicación del libro que resultara
premiado. Volví a pertenecer al jurado. No hubo una gran afluencia de
originales, pero entre ellos apareció una novela titulada ‘La última noche del
viejo soldado’. Era con diferencia la mejor.
No abrimos la plica porque faltaba un
último trámite. Al jurado pertenecían también dos personas de Zaragoza, un
periodista y un representante de la editorial. El día acordado aparecieron
ambos, cuyos nombres prefiero obviar. Venían con un original que ninguno de los
tres jurados conocíamos. Para empezar, llegaba fuera de plazo. Pero lo más
grave es que los zaragozanos entraron diciendo que traían la novela ganadora.
Aquello nos sobresaltó, por decirlo suavemente. Me convertí en portavoz del
trío turolense y les dije que era una irregularidad inaceptable. Respondieron
escurriendo el bulto y diciendo que el autor era del máximo nivel, puesto que
había ganado un premio importante. En todo caso, que la elección se
sustanciaría en el fallo oficial que iba a tener lugar en el Ayuntamiento, en
presencia del alcalde y del secretario.
Llegó el momento. Yo estaba convencido
de que ganaría la novela que habíamos propuesto: éramos tres contra dos, ya que
ni el alcalde ni el secretario iban a intervenir. Pertenecían al jurado, pero
delegaron la responsabilidad de la votación en los cinco vocales. Para mi pasmo
y decepción, la novela ‘Hospital de guerra’, de Santiago Lorén, un escritor
zaragozano que había obtenido el premio Planeta en 1953, tuvo tres votos; la
otra, dos. Uno de mis colegas, cuyos nombres tampoco recuerdo, había cambiado
su opción, lo habían ‘comprado’, dicho vulgarmente.
No valieron mis protestas. Estaba de
por medio la editorial zaragozana UNALI que editaría el libro. Pedí abrir la plica
del finalista, que correspondía a Juan Antonio Usero, un escritor radicado en
Rubielos de Mora, a quien yo no conocía. Luego sí he tenido relación con él, lo
valoro como escritor original, fuera del circuito de la literatura de consumo,
y en más de una ocasión hemos comentado el incidente. Cuando hace unos años le
animé a que publicara su novela, me comunicó que había perdido el original.
TERTULIAS
Son un elemento clave en el mundo
literario. En Madrid fui asiduo a la que acudían escritores muy activos entonces
como Alfonso Grosso, Antonio Ferres, Germán Sánchez Espeso, Andrés Sorel,
Antonio Martínez Merchén, Félix Grande y gente joven que estaba empezando.
Luego contaré algo al respecto.
Durante la estancia en Teruel mantuve
el interés, pero carecía de tiempo para encabezar una iniciativa semejante. Pude
destinar algunas horas, sobre todo al comienzo de los años 80, a la tertulia
literaria que organizó Rafael Lorenzo, profesor del Colegio Universitario, de
la que nacieron dos o tres publicaciones rudimentarias con el título de Logas, en las que colaboré. Acudían a
las reuniones, de carácter quincenal, algunos jóvenes escritores, en su mayoría
poetas, de entre los que recuerdo a Begoña Pascual, Carmen Serna, Carlos
Salvador, Teresa Agustín, Juan Villalba, José Ángel Rubio, Elifio Feliz de
Vargas y Raúl Carlos Maicas, algunos ya citados en relación al teatro.
Varios de ellos han mantenido la
afición y han publicado creaciones en prosa y verso. El último propuso la
creación de una revista de altos vuelos, denominada Turia, en cuyo número 0 participé con un artículo sobre la difusión
cultural a partir de las bibliotecas públicas. Posteriormente hice otras
aportaciones narrativas.
Quiero citar, por debido
agradecimiento, a Juan Villalba, una de las por entonces jóvenes promesas, que
luego ha consolidado su tarea literaria y desarrollado una intensa labor
cultural en Teruel y provincia. Se trata de una inesperada alusión elogiosa
hacia mi persona. Poco acostumbrado a los reconocimientos públicos, me quedé
sorprendido. En febrero de 2018 publicó en el Diario de Teruel un artículo comentando mi investigación sobre Los
Amantes y aludiendo también a mi trayectoria cultura en la ciudad. Me alegró
que al cabo de tanto tiempo alguien rememorara mi paso por el territorio con el
calor y el respeto que se desprenden del texto. (***)
Retomando el tema, mencionaré la existencia
de la Tertulia Mudéjar formada por los próceres oficiales de la cultura
turolense, de entre los que recuerdo a don Ángel Novella, pintor y escultor,
que capitaneaba aquella tropa atenta particularmente al tema de Los Amantes, a
don Ángel Solaz, uno de los clérigos interesados por la cultura laica –he de
hacer aquí mención a don Jerónimo Beltrán, sacerdote también, activo
participante en cualquiera de las actividades que se realizaban en la Casa de
Cultura–, a Carlos Hernández, director de Radio Teruel, a quien ya me referí en
el libro tantas veces aludido, a Antonio Pérez, arquitecto de la Diputación
Provincial, a José María Ruiz Navarro, ya mencionado como director provincial
de Ibercaja, y a Julián García Flaquer, director de la Escuela de Artes y
Oficios. No puedo asegurarlo, pero es posible que también perteneciera a la Tertulia
el capitán Manuel Bravo Delgado, jefe de la policía nacional en Teruel, un
cordobés de gran temple, enorme calado humano y amplio interés por los temas de
la cultura. Fue ascendido a comandante cuando pasó a la reserva y se trasladó a
su tierra natal. Participé en el cordial homenaje de despedida que se le hizo
por autoridades y compañeros.
Aunque de carácter más amplio que el
estrictamente literario, he de recordar la tertulia que en el pub Hartzenbuch
nos reunía semanalmente a unas cuantas personas para hablar de lo divino y lo
humano. Entre los participantes más asiduos citaré a los hermanos Vicente y
Enrique Romero, a Chelo, la mujer del último, a José Antonio Sánchez, a Julián
García Flaquer, a Esther Estruch, a Carlos Salvador, a Paco Martín, a Aurora
Cuadrado, a Miguel Bayón y a Micaela Muñoz. Aunque los de mayor edad ya han
fallecido, siempre mantengo a todos en la memoria de la cordialidad.
TRÁNSITO
El traslado de Teruel a Zaragoza tuvo
lugar a mediados de 1988. Las causas fueron varias. Por una parte, nuestra hija
mayor quería estudiar Derecho en una universidad presencial, así nos lo dijo;
no deseaba hacerlo a través de la UNED. A continuación venía la menor, que
tenía clara su vocación médica, aunque todavía le faltaba cursar el
bachillerato. Por otra parte, yo había cesado como director del Servicio
Provincial de Cultura y Educación a comienzos de ese año, y me pareció que era
el momento de dar por concluida la etapa turolense. Tras una serie de trámites
fui nombrado jefe del Servicio de Archivos, Bibliotecas y Museos del gobierno
regional, con destino en Zaragoza.
Mi desembarco laboral en el nuevo
puesto fue lamentable. Simplificaré diciendo que mi jefe inmediato, el director
general de Patrimonio Cultural, me impidió trabajar. Recibí la orden expresa y tajante
de no atender a los ayuntamientos regidos por el PSOE. Gobernaba el PAR,
presidido por Hipólito Gómez, y en ciertos segmentos de la administración
habían establecido, al parecer, un cortocircuito en relación con el partido que
les precedió en el gobierno.
Me afectó la medida, que tal vez tuvo
al mismo tiempo un sesgo personal, porque mi jefe jerárquico era de un carácter
tan híspido, despótico y displicente que pronto me enfrenté con él. Me reafirma
el hecho de que la mayor parte de quienes estuvieron bajo su férula comparten
mi criterio. El caso es que repentinamente me encontré con un tiempo libre con
el que no contaba. Me voy a permitir aquí una autocita reproduciendo un párrafo
del aludido libro La otra vida de los
Amantes de Teruel, donde se explica someramente la situación (págs. 43 y
44).
Mi llegada a Zaragoza supuso un cambio
radical en cuanto al trabajo. No voy a extenderme en los porqués; solo diré
que dispuse de mucho tiempo libre, tanto
física como mentalmente. Profundizar en los motivos supondría dejar por los
suelos a ciertas personas bajo cuya jurisdicción estaba, que me atribuyeron un
supuesto papel de espía o emisario del partido político que había gobernado en
la etapa anterior. Ya he indicado que nunca milité y que mi cargo en Teruel lo
consideré siempre desde el punto de vista profesional. Esa sospecha supuso
ciertos enfrentamientos con el mando que me condujeron a disponer de muchísimo
tiempo en horario laboral, a suprimir casi todos los viajes de trabajo y a no
tener que preocuparme de los programas a desarrollar en un futuro próximo. El
polo opuesto a lo que me había sucedido en Teruel.
De repente, insisto, me encontré con
mucho tiempo libre en el trabajo. Al no poder abandonar mi puesto porque eso es
falta grave en el régimen administrativo, comencé a dedicarme a ciertas
actividades compatibles con la permanencia en el despacho: oír música,
escribir, reflexionar y establecer contactos sobre asuntos relacionados con el
mundo de la cultura, mi mundo.
Retomé la afición literaria, a la que
había renunciado durante mi decenio en Teruel, y de ahí resultó un primer libro
de relatos dedicado a una zona de la provincia que yo había descubierto con
maravillada sorpresa. ‘Los duendes del Matarraña’, publicado en 1990 por Mira
Editores, fue el primero de una serie de libros que no viene al caso enumerar
aquí.
La situación empeoró, si cabe, a partir
de 1995, con el triunfo del Partido Popular en las elecciones autonómicas, mi
cese como Jefe de Servicio en el Departamento de Cultura y mi traslado a la
Biblioteca de Aragón en 1996 sin una función definida. Digo empeoró, aunque
realmente ocurrió lo contrario: mejoró. En la Biblioteca, sin salir del
edificio, disponía de la bibliografía y documentación propia del centro, así
como de los fondos del Instituto Bibliográfico Aragonés (IBA), a los que tenía
libre acceso. Y lo mismo en cuanto a la Hemeroteca, donde se conservaban
diarios, revistas y publicaciones periódicas, tanto locales como regionales, de
épocas anteriores.
Queda
clara la situación. No hice alarde de ella, pero tampoco la oculté. Desde el
punto de vista ético, me sentía amparado porque mi disponibilidad seguía siendo
completa. De hecho, en el bienio 1993-1994, en el que volvió a gobernar el
PSOE, pude trabajar con intensidad a las órdenes de dos personas excelentes,
mis jefes, los directores generales de Patrimonio Cultural, sucesivamente Mariano
Berges y Manuel García Guatas. El testimonio más elocuente es que, revisando mi
bibliografía literaria, el quinquenio 1995-2000 está vacío, no tiene ningún
apunte, no publiqué nada durante los cinco años siguientes a los dos en los que
la función pública fue mi trabajo.
Como si fuera un puente entre las tres
etapas vividas en los últimos 50 años, la madrileña, la turolense y la
zaragozana, voy a comentar brevemente mi relación con la poesía, coo
anteriormente lo he hecho respecto al teatro.
POESÍA
Admirando mucho a ciertos poetas, me
he sentido siempre un tanto ajeno al género. Creo que es lo más exquisito del
arte literario. He hecho algunos intentos, pero no me han parecido valiosos. En
realidad es difícil componer un buen poema. Muchos escritores lo intentan, pero
pocos lo consiguen. Dice Olga Bernad, una escritora zaragozana a quien estimo,
que un poema o es genial o es ridículo. Abundan los segundos. El verso tiene
muchos cultivadores. Tal vez creen que al tratarse de un género que exige menos
palabras, la tarea es más fácil. Error supino. Alguna vez he ironizado sobre el
tema diciendo que de cada cinco escritores que conozco, seis son poetas.
Durante mi etapa madrileña tuve poca
relación con ellos. Conocí y traté con algunos de cierto nivel, como Félix
Grande, secretario de redacción de ‘Cuadernos Hispanoamericanos’, revista en la
que colaboraba, como ya he comentado, o Ramón de Garciasol (Miguel Alonso
Calvo), compañero en Espasa-Calpe. De él tomé una referencia que siempre me
pareció importante: "Si quieres dar una voz, ha de ser en Madrid". Se
lo escuché decir por primera vez hacia 1972 en la casa de verano que tenía en
un pequeño pueblo de La Rioja, Tobía, próximo al monasterio de Valvanera. Había
elegido el lugar por su amistad con el escritor Antonio Cillero Ulecia, algo
más joven que él, considerado a su muerte, en 2007, como el patriarca de las
Letras riojanas. El pueblo inmediato, Matute, había sido cuna del poeta Esteban
Manuel de Villegas, una de las figuras destacadas en la lírica del Siglo de
Oro. También ello debió de influirle. El caso es que la esposa de Garciasol –una
intencionada transposición del nombre de Garcilaso de la Vega–, Mariuca, era
compañera mía en la biblioteca de la Universidad Complutense; ese fue el motivo
del primer encuentro.
Recurrí a él luego para orientarme en
el mundo literario, y me dio algunos consejos, entre ellos la sentencia que
acabo de reproducir. Tenía bastante razón. Mantuve un buen trato y aprendí de
su equipo de trabajo en Espasa-Calpe los secretos de la corrección, tanto de
estilo como ortotipográfica, que aplicaban con rigor incluso a miembros de la
Real Academia Española. En la colección Albia Literaria le publiqué un poemario
titulado Memoria amarga de la paz de
España (1978). Garciasol falleció en Madrid en 1994.
Ya estaba yo en Zaragoza y había
perdido el contacto con él. Tampoco lo mantuve con Félix Grande, aunque lo
reencontré en una ocasión en Daroca, cuando en 2009 acudió como invitado a un
Congreso de la Asociación Aragonesa de Escritores (AAE), sobre la que luego me
extenderé. No me recordaba. Habían pasado muchos años. Félix falleció en 2014 y
dos meses antes pronunció una conferencia memorable en la Fundación Juan March
que puede encontrarse en este vínculo:
https://www.youtube.com/watch?v=auxhWftfUpQ
Mi contacto con la lírica en Teruel se
limitó a la tertulia literaria que dirigía Rafael Lorenzo, como ya he indicado.
Había en el grupo algunos jóvenes, sobre todo mujeres, con cierta inspiración
lírica. He recordado antes varios nombres. Por mi parte, seguía manteniéndome
al margen de la creación poética. En la revista ‘Logas’, órgano de expresión de
la tertulia, solo publiqué textos en prosa.
A
pesar de esa distancia, fui requerido varias veces para formar parte del jurado
en el concurso poético anual convocado por el Ayuntamiento con ocasión de la
fiesta de Los Amantes. Ya he referido una pequeña anécdota al respecto. Y ahí
acabó todo.
Al llegar a Zaragoza, la situación no
varió. A pesar de que pronto conecté con la narrativa a través de Miguel Bayón
y de Ricardo Vázquez-Prada, como contaré, no ocurrió lo mismo con la poesía. En
un momento determinado, sin embargo, me encontré casi de golpe inmerso en el
ambiente poético.
Yo había ido haciendo amistad con dos
personas muy significativas para mí: Emilio Gastón y su hermano José, Pepe para
los amigos. El primero fue nombrado Justicia de Aragón al recuperarse esta
figura histórica con la llegada de la democracia. Era un ‘alma artística’, como
otros miembros de su familia. Escribía poemas y canciones, dibujaba, pintaba y
esculpía, un artista cabal. Con Pepe participé en una aventura
literario-musical que él había emprendido años atrás de la mano de otro buen
poeta, José Antonio Rey del Corral.
Comencé a colaborar con el grupo ‘Montesolo’
tras la muerte de José Antonio en 1995, encargándome de tareas subsidiarias
como la presentación de algunos conciertos o la redacción de prólogos para los
libretos de las grabaciones. Pronto amplié repertorio. A requerimiento de Pepe,
hay un poema mío en el LCD Moncayo mágico
y un tema musical en el CD Agua,
en ambos casos sin especial relevancia. También me ocupaba de localizar poemas para
las nuevas actuaciones. El último proyecto, que no llegó a cuajar, se titulaba Vino nuevo.
Pepe Gastón, con quien me unía una
profunda amistad, falleció repentinamente en enero de 2011, con una guitarra
entre las manos, en un local de la calle de la Cadena donde solíamos reunirnos
para cantar y recitar poemas. El grupo se disolvió rápidamente porque él era el
alma y buena parte del cuerpo. Para mí fue un mazazo tremendo y me creó una
ausencia irreemplazable, tanto en términos personales como artísticos. Cuando
recibí la fatídica noticia, durante la mañana del 5 de enero, estaba
precisamente corrigiendo las pruebas de imprenta de su libro de relatos, Historias descabelladas (colección ‘Cantela’,
nº 34), unas narraciones de ambiente juvenil que dedicaba a sus hijos
adolescentes. El libro se terminó de imprimir el 17 de marzo siguiente, día en
que Pepe hubiera cumplido 67 años, como señala el colofón. Me permití
prologarlo brevemente, con un texto que reproduzco: (***)
REENCUENTRO (pdf)
Poco después, en el nº 30 de la
revista ‘Barataria’ de la Asociación Aragonesa de Amigos del Libro (AAAL), a la
que pertenezco, publiqué otro breve texto glosando su figura.
La obra literaria de José Gastón
La desaparición repentina de este querido amigo ha consolidado algunas ideas obvias sobre su personalidad artística. Habiendo dedicado su vida profesional a la abogacía, quienes lo conocíamos en profundidad –e incluso quienes lo trataron superficialmente– podíamos captar de inmediato que poseía lo que puede denominarse un 'alma artística'. Esta circunstancia obedece en general a varios factores, entre ellos la tradición familiar e incluso los genes. La familia Gastón ha dado muestras suficientes de ello y baste señalar al mayor de los hermanos, Emilio, cuya labor profesional y política siempre ha estado acompañada de una destacada vinculación al mundo cultural, tanto en el campo de la plástica y la escultura como en el de la poesía.
El caso de Pepe, el pequeño de la familia, era parecido. Hace años regentó una galería de arte y recientemente había vuelto a recibir clases de dibujo y pintura; los resultados de su buena mano pueden observarse en su obra literaria póstuma, que bajo el título de 'Historias descabelladas' prosigue la aventura narrativa que emprendió con 'Aventuras imposibles', cuya ilustración prefirió dejarla en manos de la acreditada artista Geles Viñes. En el libro recién aparecido comparte responsabilidad plástica con otro acreditado dibujante, Gonzalo Peralta, con quien alterna las imágenes que acompañan al texto.
Su alma artística se había proyectado también en la creación poética y en la composición musical desde su papel de cofundador y director del grupo de cantautores y poetas 'Montesolo', en el que siempre dio muestras de su capacidad de liderazgo, su entusiasmo y su buen hacer. Cumplidas esas metas, en las que continuamente estaba progresando, un buen día decidió implicarse más en el mundo de la narración y transferir a esa forma definitiva que es un libro algunos de los relatos que había ido escribiendo para sus hijos pequeños.
De ahí nació la primera recopilación ya citada, 'Aventuras imposibles', que apareció como número 31 de la colección 'Cantela' editada por Libros Certeza y se presentó en la primavera de 2010. Animado por la buena acogida de esta serie de relatos con protagonistas infantiles, pero dirigida también al mundo adulto, preparó una segunda, la mencionada 'Historias descabelladas', presentada el pasado 17 de marzo, fecha en que Pepe hubiera cumplido los 67 años. En ella se mantiene el enfoque literario del surrealismo fantástico con un lenguaje muy asequible y una intención ejemplarizante que refleja la propia personalidad del autor. En ese segundo caso, el artista honra con su escritura la existencia del lenguaje propio del valle de Hecho, donde tenía sus raíces familiares, el cheso, recabando para ello la colaboración de su hermano Emilio, que ya publicó textos poéticos en ese idioma; también cuenta en el mismo sentido con la participación de Marta Marín. Los textos y términos en cheso están debidamente traducidos al castellano para facilitar la lectura a todo el mundo.
Además de los libros mencionados hay que señalar su jugosa colaboración en el colectivo y exitoso 'Suegras', de la editorial Nuevos Rumbos, y el libro 'Anfibio' que le inspiraron las vivencias de su hermano Rafael, que también aparecerá próximamente en la misma editorial. El resultado de todo ello nos permite adentrarnos en la mentalidad serena de Pepe Gastón, dotada de un amable sentido del humor, y en su sensibilidad cultivada, capaz de utilizar recursos sencillos para construir amplios horizontes donde la literatura ejerce su papel de testigo de la realidad y de impulsor de una concepción del mundo más consciente, humana y generosa.
Poco más puedo añadir en el terreno
poético, como no sea señalar que a lo largo de los años he ido conociendo a
muchos de los que cultivan el género en Aragón, con mayor o menor fortuna.
Citaré solo a dos con quienes he compartido autoría en algún sentido, que son
María Pérez Collados, en el libro Gineceo,
que luego mencionaré, y que también participó como cantautora en algunas etapas
de ‘Montesolo’, y a Angélica Morales, con quien compartí la novela breve Del Matarraña a Nueva York y el libro Microclimax; a ambos me referiré más adelante
en este Recuento. José Luis Gracia Mosteo, poeta y narrador, tuvo la deferencia
de dedicarme en el colofón, su poemario Romancero
Negro (Celya, Toledo, 2017), finalista del premio Fray Luis de León en 2013.
SIEMBRA Y SOLIDARIDAD
Una de las satisfacciones que he
encontrado en la literatura es ver iniciar el camino a gente más joven. Incluso
a gente de cierta edad. La mayor parte de las experiencias corresponden a la
etapa zaragozana, aunque antes, en Madrid, recuerdo un caso que me alegró.
Una de las funciones de mi trabajo en
la Biblioteca central de la Universidad Complutense era controlar la gestión
del Servicio Social de las chicas que eran enviadas allí a realizar su
prestación por un periodo de tres meses. Las distribuía por las Facultades y
seleccionaba a tres o cuatro para que trabajaran conmigo. Como siempre tenía en
mente alguna idea o en marcha algún pequeño texto literario, a veces lo
comentaba en los descansos. Su presencia en la universidad era efímera, y en
general perdía el contacto con ellas al terminar la prestación social. En
algunos casos no; durante varios años mantuve una relación amistosa con Alfonsa
Roncero, que se convirtió en mecanógrafa eventual de mis pinitos literarios.
Pero mi recuerdo feliz se refiere a
otra de aquellas chicas, cuyo nombre no
recuerdo. En una de las tertulias literarias que ya he citado, apareció un día
una joven que me abordó preguntándome si me acordaba de ella. Le dije que el
rostro me era conocido, pero que no podía identificarla. Entonces me dijo que
había hecho el Servicio Social en la Complutense, que había trabajado tres
meses conmigo, que yo le había despertado la afición a escribir y ahora estaba
iniciando su camino. Me agradeció el impulso, le felicité por su empeño y
volvimos a encontrarnos varias veces en las mismas reuniones. Al irme de Madrid
perdí el contacto con ella, así como con la mayoría de los escritores con
quienes había tratado; ya lo he dicho.
De un cariz muy distinto fue lo
ocurrido en Teruel. Los jóvenes que acudían a la Tertulia y que participaban en
la publicación de la revista ‘Logas’, ya tenían esa vocación. Por otra parte,
mis viajes por la provincia y mi trabajo me impedían mayor atención al tema.
Aunque sea de paso, sí aludiré a que en el terreno profesional (Bibliotecas y Archivos)
sí encaminé la trayectoria de más de una docena de personas, la mayoría de las
cuales consolidaron su trabajo en esos campos, tanto en Teruel como en otras
latitudes. Recuerdo casi todos los casos, con sus nombres, pero el riesgo de
dejarme alguno me aconseja silenciarlos. Además y sobre todo, soy adicto a un
proverbio que afirma ‘Bienaventurados quienes da sin recordar y quienes reciben
sin olvidar’. De modo que, en consecuencia, silencio sobre los beneficiarios.
Pero volviendo a lo literario, debo
citar un caso especial. Al llegar a
Teruel, en 1978, no existía ninguna atención a la lectura infantil en la
ciudad, salvo la que se desarrollara en las escuelas y colegios. Tampoco en la
Biblioteca Pública había un lugar adecuado donde pudieran acudir con libertad
niños y adolescentes. Acondicioné de inmediato en la Casa de Cultura un rincón del
semisótano, donde instalé un espacio de lectura para los pequeños. Cuando
comenzó a trasladarse el Museo, recuperamos para la biblioteca una sala en la
primera planta, junto a la entrada principal, y trasladé allí la zona infantil.
Se hizo cargo desde el principio mi mujer, de forma altruista. Creo que alguna
vez pudimos compensarle con alguna gratificación momentánea por parte de la
Diputación Provincial, que daba subvenciones a la Casa de Cultura para
actividades varias, pero nunca tuvo un puesto de trabajo propiamente dicho. Sin
embargo, desarrolló su tarea con una eficacia y una entrega admirables.
Una de las iniciativas que propuso, en
mayo de 1985, fue la organización de las Primeras Jornadas de Literatura
Infantil y Juvenil. Apoyé la idea desde la dirección del Servicio Provincial de
Cultura y Educación que entonces ocupaba, y la actividad se desarrolló durante
una semana en el salón de actos y en otros recientos de dicho Servicio Provincial,
con capacidad e instalaciones suficientes para las actuaciones, la exposición
bibliográfica, las charlas y coloquios, etc. Contamos incluso con el concierto
de una orquesta juvenil holandesa que por aquellos días pasaba por la ciudad. Recibimos
en todo momento el apoyo del Ayuntamiento y la presencia en varios actos del
alcalde, el recordado Ricardo Eced.
Feli organizó una mesa redonda en la
que participamos personas vinculadas al libro y a la cultura. Me propuso que
como representante de los lectores figurara un muchacho de 13 años, que había
destacado siempre por su interés y era uno de los primeros socios de la
biblioteca infantil. Se llamaba Javier Sierra. Estuve de acuerdo y la mesa
redonda contó con él. Hoy es un escritor famoso, ganador del premio Planeta de
novela en 2017, entre otros méritos. Él mismo ha contado el encuentro con Feli.
En la ceremonia de presentación de su legado bibliográfico a la biblioteca de
Teruel, el 14 de mayo de 2018, se puso a disposición del público el catálogo de
sus obras en el que se halla el siguiente texto:
El proyecto de la memoria
Por Javier Sierra
No sé exactamente cuándo ocurrió. Solo sé que
pasó.
Fue
en uno de los lejanos días de invierno de mi infancia. Uno de esos en los que
aún nevaba copiosamente en Teruel y los chicos de mi edad llegábamos a nuestro
destino después de las clases, con los pies empapados y las manos enrojecidas
dentro de nuestras manoplas de lana.
Aquella
tarde llegué a la biblioteca con más frío que de costumbre.
Debía de ser una jornada cercana al primero
de noviembre porque en el colegio nos habían hablado de los muertos y de la
necesidad de honrar su memoria.
La idea me estremeció y alcancé la sala de
lectura infantil y juvenil como un Ulises que ansiara hollar las playas de
Ítaca tras una travesía infinita. Mi torpe anhelo no era otro que borrar de mi
mente aquella sensación de desasosiego que se había adherido a mi piel y
sustituirla por alguna de las excitantes aventuras de Bob, Pete y Júpiter, que
en esa época vagaban por una colección de novelitas titulada Alfred Hitchcock y los tres investigadores.
Entonces
me di cuenta.
“¡Dios
mío!”, exclamé para mis adentros como si acabara de ser derribado por la misma
luz que tumbó a Saulo camino de Damasco. “¡Alfred Hitchcock está muerto!”
En
efecto. Un tiempo antes, probablemente en alguna noticia de televisión, aquel
niño de once años debía de haber escuchado la noticia de la muerte del genial
director de cine. Y como impelido por una sensación fatal, me alejé temeroso de
las estanterías donde descansaban mis autores favoritos.
Enyd
Blyton. “Muerta”, pensé a prudente distancia.
Emilio
Salgari. “Muerto”.
Julio
Verne. “Muerto”.
Rudyard
Kipling. “Muerto”.
Arthur
Conan Doyle. “Muerto”.
Agatha
Christie. “Muerta”.
Palidecí.
Feli
Orúe, la bibliotecaria, se me acercó con cautela, abriendo más que nunca sus
enormes ojos oscuros. Me veía muchas tardes merodear por allí, pero nunca con
aquel rictus de preocupación.
-¿Buscas
algo, Javier? ¿Puedo ayudarte?
-N-no…
-titubeé.
-¿Te
ocurre algo?
La
preocupación de Feli ensombreció tanto sus palabras que me vi obligado a
sincerarme.
-Es
que… -la mirada se me humedeció-, es que todos
mis autores favoritos están muertos.
Aún
hoy no acierto a imaginar qué debió pensar la paciente y afable bibliotecaria
cuando me oyó decir aquello, pero su reacción me sorprendió, dejándome
meditabundo un buen rato.
-Te
equivocas, Javier –dijo firme, justo antes de sonreír y poner a continuación
voz de cuentacuentos-. Todos estos a los que admiras están vivos. Y vivirán una
y otra vez… siempre que haya alguien como tú que los lea.
Las
palabras de mi querida Feli –la misma que me extendió mi primer carné de
lector, y que meses más tarde me invitaría a participar en la primera mesa
redonda de mi vida, en un acto en la “Casa Blanca” al otro lado del Viaducto de
Teruel- me hicieron comprender de golpe que los libros eran los objetos más
maravillosos que existían. Aquella tarde empecé a verlos como una suerte de
reliquias poderosas capaces de detener la vida y hacer que el pensamiento
humano perdure para siempre.
Solo había que… ¡leerlos!
Con
el correr del tiempo descubriría también que esa magia está en la música, en la
pintura, en las estatuas de mármol y bronce de plazas y museos, incluso en los
diseños arquitectónicos y en todo aquello que, de un modo genérico y sin
pensarlo a veces demasiado, llamamos arte. El arte –y la literatura es una de
sus más sublimes manifestaciones- es lo único inmortal que es capaz de crear el
ser humano. Es, de hecho, la única vía comprobada que tenemos para escapar al
imperio de la muerte.
Creo
que fue ese recuerdo el que en febrero de 2007 me empujó a poner en marcha uno
de los proyectos personales al que más cariño tengo. Solo unos meses antes, en
Sevilla, había tenido una larga conversación con el escritor y Premio Planeta
de novela Juan Eslava Galán. Nuestra charla discurrió sobre la memoria y el
legado de los autores. Él, hombre sabio y prudente donde los haya, me contó que
llevaba ya tiempo donando partes importantes de su biblioteca, su
correspondencia, y por supuesto todas sus obras, al Centro de Estudios
Jienenses.
-Cuando me muera, mis hijas no van a poder
manejar un legado como ése –me dijo-. Es más: para ellas va a ser un problema.
Y, sin embargo, en manos de una institución estará en buenas manos,
inventariado y a disposición de futuros estudiosos y escritores que sabrán
sacarle partido. Es la mejor forma de que mi pensamiento perdure cuando yo ya
no esté.
Sentí una punzada al escucharle.
En ese momento no recordé la oportuna frase
de Feli Orúe sino algo que había leído acerca de uno de los autores de mi
impactante lista de “escritores muertos”: Julio Verne.
El autor de Veinte mil leguas de viaje submarino no tuvo ni la idea ni la
generosidad de Juan Eslava. En 1898, en la cúspide de su carrera y a solo siete
años de su muerte, Verne hizo algo ciertamente extraño. Apiló todos sus viejos
cuadernos de notas, los apuntes sobre los que había levantado obras tan
inmortales como Miguel Strogoff, Cinco semanas en globo o Viaje al centro de la tierra, y los
quemó en la chimenea de su cocina, en Amiens. Más de cuatro mil criptogramas,
logogrifos y anagramas con los que construyó los nombres de sus personajes e
inyectó todo el misterio que supo a sus personajes, se convirtieron en cenizas
para horror de los amantes de sus novelas.
La destrucción de aquellos andamiajes –pues
de eso, en el fondo, se trataba- no afectó a la gloria de sus obras, pero privó
a las generaciones futuras de conocer más, para siempre, de su proceso
creativo. A su muerte, su biblioteca se dispersó. Sus colecciones de revistas
se perdieron y hasta sus tinteros y plumas terminaron en la basura.
Eso no pasará con Juan Eslava. Y mi intención
es que tampoco lo haga conmigo.
El Legado
Javier Sierra que aquí se presenta, y que de momento es un fondo
bibliográfico con intención exhaustiva, es solo el primer paso de un proyecto
que aspiro termine por acoger también esos andamios, notas y libros que empezó
a atesorar aquel muchacho que un día cualquiera de invierno descubrió que la
inmortalidad coquetea con la letra escrita. Pero que ahora, en su madurez como
escritor, sabe también que semejante idilio solo alcanza su objetivo si hay una
imprenta que le confiera cuerpo y una casa que vele por ella.
En la Biblioteca Pública de Teruel he
encontrado esa ayuda.
En realidad, la encontré siendo un niño. En
los años donde todos hacemos nuestros grandes hallazgos.
Javier Sierra
Madrid, febrero de 2018
Lo he transcrito completo por la
relevancia del autor y por la cita expresa a Feli Orúe, a quien va dedicado
este libro. Javier Sierra es sin duda el escritor turolense que mayor
notoriedad ha alcanzado en el siglo XXI, dentro y fuera de nuestras fronteras.
Al cultivo de su vocación literaria contribuyó Feli, como él reconoce. En dicho
acto le facilitamos una copia en DVD del programa que se grabó en VHS en 1985
recogiendo parte de las actividades desarrolladas en aquellas jornadas de
literatura infantil y juvenil. En el reportaje interviene durante dos minutos
un Javier Sierra de 13 años, con una soltura que ya anunciaba la elocuencia que
es hoy uno de sus signos de identidad.
Prosigo con el tema del apoyo a
quienes empiezan; Siembra y Solidaridad se titula este apartado. Esa actitud,
habitual por mi parte, no es mérito sino tendencia. Disfruto haciéndolo. Ya he
contado el episodio de Madrid. También en Teruel estimulé a ciertas personas a
escribir, e incluso, estando ya en Zaragoza, corregí durante más de tres años
los artículos que una colega bibliotecaria publicaba cada domingo en el Diario
de Teruel.
Lógicamente ha sido en Zaragoza donde
mayor cauce he encontrado para estas aportaciones. No voy a hacer un catálogo
de todas las personas a quienes he ayudado, en un grado u otro, corrigiendo sus
textos, dándoles ideas o canalizando la publicación de sus trabajos. Intento
aplicar a mi vida el principio citado. En cuanto a ‘quienes reciben sin olvidar’,
dada la idiosincrasia de este país es frecuente no encontrar signos ni
menciones de gratitud expresa entre los beneficiarios, aunque tengo registrados
algunos casos en contrario, como el elogioso artículo de Juan Villalba, al que
ya he aludido, que tanto me impactó por infrecuente. En todo caso, existen
proverbios suficientes sobre el agradecimiento que hablan de los ‘bien nacidos’,
incluso con enfoques más drásticos, como el de ‘cría cuervos’, que en algún
caso he vivido muy de cerca, más en el terreno profesional que en el literario.
Otros dichos populares aseguran que ‘Quien más pone, más pierde’, pero he
procurado no tenerlos en cuenta.
Voy a referirme al trabajo realizado apoyando,
alentando y promocionando autores, iniciando colecciones, promoviendo la
creación de concursos o participando como jurado en los mismos, en buena medida
de forma desinteresada. Tampoco voy a ofrecer una retahíla de los lugares e
iniciativas en las que he participado, pero sí haré mención, por llamativo, del
concurso ‘Cuentos junto a la laguna’, que tuvo su sede en uno de los pueblos
más pequeños de la provincia de Zaragoza, Berrueco, donde dos amigas
psicólogas, Ana Somoza y Marta Rivera, se embarcaron en la construcción y
gestión de un pequeño hotel muy acogedor, Secaiza. Ana es madrileña, hija de
libreros, y pensó como vía de promoción la convocatoria del concurso de relatos
ya mencionado, refiriéndose a la laguna de Gallocanta, a cuyas orillas se
encuentra Berrueco, en estos momentos con 33 habitantes censados.
Iniciamos la serie de concursos en
2005 con el apoyo del ayuntamiento, de la Diputación Provincial de Zaragoza y
de la librería ‘Reno’, de Madrid, propiedad de los padres de Ana. Hubo diez
convocatorias consecutivas, hasta 2014, fecha en que las propietarias
arrendaron Secaiza y los nuevos gerentes desistieron de continuar el proyecto.
Se publicaron seis libros recogiendo los premios ganadores y finalistas de las diez
convocatorias. Como jurados participaron siempre miembros de la Asociación
Aragonesa de Escritores (AAE), que apoyó desde el principio la iniciativa, y
expertos en literatura de Madrid, entre los cuales he de citar a Francisco
Salvador, que aportó gran vitalidad a las reuniones y que lamentablemente
falleció de forma casi repentina hace dos años.
Otro concurso singular que pude
promover fue el titulado ‘Villa de Mosqueruela’, en las alturas del Maestrazo
turolense, que se inició en 2006 y tuvo seis convocatorias. La crisis económica
acabó con él. Había surgido en conexión con el Museo de Documentos Antiguos,
cuya creación yo mismo gestioné tras 25 años de investigación en su archivo
histórico, de carácter civil, correspondiente a la ‘Comunidad de Teruel’, una
de las cuatro circunscripciones fronterizas entre Castilla y Aragón nacidas en
el siglo XIV. Indicador anecdótico del declive económico del momento, es que el
primer concurso estaba dotado con 1.500 € para el ganador y, en cambio, el
sexto y último solo con 900. Es obligado citar el apoyo que en todo momento
tuvimos del alcalde, Rufino Marín, ya fallecido, en un pueblo que apenas llega
a los 600 habitantes.
Aún podría citar una docena de
aportaciones de este tipo en las tres provincias aragonesas, pero creo que es suficiente
con lo expuesto. Pero añadiré algo. El asunto de los jurados de los concursos,
al cual ya me referí, tiene su punto de conflicto, incluso de fricción, porque
es difícil conjugar y consensuar criterios. Citaré dos casos, distantes en
tiempo y lugar, ambos ocurridos en localidades de la provincia de Huesca no
hace muchos años. En el primero, un jurado formado por 15 personas (10 lectores
cualificados y 5 escritores), del que yo formaba parte, había calificado uno de
los relatos con una puntuación media de 8,7 por parte de catorce de los
implicados, mientras que el décimo quinto discrepaba de tal manera que el mismo
relato lo calificó con 2 puntos. Se organizó una trifulca, casi una reyerta,
con el disidente, al que hubo que advertirle que no estaba suspendiendo el
relato de marras, sino que se suspendía a sí mismo.
Algo semejante ocurrió en otro
concurso del que yo no era jurado con opción a voto, sino simplemente
secretario. Para mi extrañeza, en un jurado de cinco personas, cuatro
calificaron un relato con un 9, y la quinta con un 2, con lo cual el afectado
quedó en segundo lugar, cuando era notoriamente el mejor, según mi criterio que,
repito, no era válido a la hora de votar. Pequeños sucesos, a veces
comprensibles y a veces no.
En relación con los concursos
literarios, y ahora ya lo enfoco desde el punto de vista activo, es decir de
concursante, no de jurado, siempre he dicho que no hay que temer tanto la
competencia de los colegas que envían sus textos a concursar como la
incompetencia de algunos jurados.
LAS ASOCIACIONES LITERARIAS
En la primavera de 2013 recibí una
comunicación circular, a través del correo electrónico, en la que un grupo de
escritores convocaba a quienes tuvieran interés por constituir una Asociación literaria.
La reunión inaugural tendría lugar durante el mes de junio en Daroca.
Encabezaba la propuesta Rosendo Tello, un poeta muy acreditado a quien yo tenía
en gran estima. Se nos pedía que extendiéramos la noticia entre aquellas
personas aragonesas o vinculadas con Aragón a quienes pudiera interesar la
propuesta. Yo hice algunos contactos y decidí acudir a la cita. Nos presentamos
cerca de un centenar de personas para conocer la iniciativa y debatirla. Uno de
los primeros acuerdos, tras el saludo inaugural en el que los promotores
expusieron su proyecto, fue nombrar una junta directiva que se votó mediante
papeletas secretas. Previamente se había acordado que formarían parte de ella
los siete asistentes que más votos obtuvieran. Resulté ser uno de ellos y
subimos al estrado para continuar la sesión.
Un momento incómodo, que he relatado
en algún escrito, tuvo lugar cuando uno de los asistentes, no elegido, preguntó
a la directiva si aquello iba ser una asociación de escritores o un club de
aficionados a escribir. La respuesta contundente de Javier Delgado, uno de los
elegidos, que estaba sentado a mi lado, dejó mudo al auditorio y en ridículo a
quien preguntó. Fue breve y definitiva: “Eso es una crueldad”. Hubo un rumor
aprobatorio. El inquiridor se ausentó y nunca más volvimos a saber de él en la
Asociación.
Continuó su camino en solitario, o con
su facción, porque había camarillas en el mundo literario zaragozano. Yo no
pertenecía a ninguna ni iba a hacerlo, aunque resulte algo habitual en los
ambientes artísticos. Nunca fui propicio a las ‘congregaciones’ ni a los
colectivos, porque mi temperamento no me ha llevado por ahí, e incluso mi
experiencia personal al respecto ha sido negativa. Pero acepté la pertenencia a
la que se denominó Asociación Aragonesa de Escritores (AAE) por un cierto
sentido de solidaridad y como signo de respeto a quienes me habían votado.
Comenzamos nuestro trabajo con empeño
y alternativas varias. No me voy a detener en ello. Diré que hubo luces y
sombras, como en todo lo humano, durante los nueve años en los que pertenecí a
la junta. Recuerdo de forma especial mis gestiones para celebrar el congreso
anual de junio, un año en La Iglesuela del Cid, pequeña villa del Maestrazgo en
la que existía una Asociación cultural activa y solvente, interesada en nuestra
presencia, y otro año en la comarca del Matarraña ( a celebrar en Calaceite y
Valderrobres) donde había conseguido una aportación económica de dos mil euros.
En ambos casos se desestimó por la junta directiva mi propuesta, por razones
que no comentaré, provocando la frustración de los implicados, no solo la
mía.
Una vez cumplida esa etapa, en 2012
retorné a socio de número, situación en la que me mantengo. Desde mi punto de
vista, la iniciativa ha tenido cierto efecto en cuanto a la difusión del hecho
literario en la sociedad aragonesa, pero ni mucho menos alcanzando las
aspiraciones que nos planteamos al inicio. Quizá también porque las camarillas
literarias ajenas a la Asociación, han realizado su labor de zapa hasta el
extremo de que algún editor se ha negado en redondo a considerar o examinar los
originales presentados por determinados autores, simplemente porque pertenecían
a la AAE. Y lo mismo para la repercusión en los medios que, en algunos casos,
han evitado dar noticias y apoyo a determinados autores. Nada nuevo bajo el
sol.
Como suele suceder en gran parte de
estas asociaciones, los inicios son impetuosos pero la continuidad se resiente
de la desidia que el entramado social de este país manifiesta en hacia la
literatura sin aparato publicitario. No se valoran los contenidos, sino la
imagen, el nombre o la fama de los autores. Quienes han alcanzado algún renombre
por su obra literaria, unas veces, o por sus maniobras en otras ocasiones,
reciben la atención del público, como ocurre en la música, en el arte y en
otras propuestas creativas. En cualquier caso, es un mérito de los creadores de
la AAE y de sus miembros el mantenerse en pie transcurridos más de tres lustros
desde la fundación.
Otra de las entidades que fomentan la lectura
y la creación literaria es la Asociación Aragonesa de Amigos del Libro (AAAL).
Pertenezco a ella desde su fundación, a comienzos de la década de los 90. Nunca
he formado parte de la directiva, pero sí del consejo de redacción de la
revista ‘Barataria’, órgano de expresión de la misma, donde he publicado
algunos artículos. Ha sido constante la actividad y numerosas las iniciativas
desarrolladas. Entre ellas, la creación del premio ‘Búho’, que se concede
anualmente a diferentes estamentos vinculados con el libro: autores, bibliotecas
y bibliotecarios, editores, traductores, promotores, agentes culturales, etc.
En 2005 recibí uno de esos premios en reconocimiento al conjunto de mi obra.
LOS
CLUBES DE LECTURA
Uno de los vehículos más eficaces para
dar a conocer el trabajo de un autor es que un club de lectura lo cite para
debatir en torno a un libro suyo. Estas entidades que surgen en general por la
iniciativa privada, con o sin el apoyo de las instituciones, alcanza a un
reducido número de personas, pero muy cualificadas. Los coloquios resultan
ilustrativos para el escritor, porque descubre a veces determinados
ingredientes, interpretaciones o elementos de su propia obra que tal vez le
habían pasado desapercibidos al escribirla. Tengo recuerdos especiales de
algunas de mis participaciones, que han sido abundantes en las tres décadas
largas que llevo residiendo en Zaragoza, en esta mi tercera etapa de estancia
en la ciudad.
El más especial se refiere a una
ocasión en la que fui citado por el Instituto de Enseñanza Media de Andorra, en
Teruel, dentro de la campaña de Animación a la lectura que coordinaban dos
escritores, Ramón Acín y Javier Gracia, y financiaba el Ministerio de
Educación. Se trataba de un colquio con los alumnos del COU. Habían leído Los duendes del Matarraña. Eran una
veintena de alumnos y un par de profesores. La sesión fue agradable y muy
dinámica, con numerosas intervenciones. Más de la mitad de los asistentes
plantearon sus preguntas, expusieron sus dudas y expresaron sus opiniones.
Habían preparado bien el coloquio.
En la fecha en que se celebró la
sesión, yo ya había publicado una novela, de estructura y contenido bastante
más complicado que el libro que comentábamos, titulada La última cena. Cuando habíamos terminado prácticamente el coloquio,
levantó la mano una muchacha, por cierto muy guapa, que se encontraba en la
última fila y que no había intervenido hasta entonces. Lo que dijo me
impresionó; intentaré reproducir sus palabras: “He leído con mucho gusto sus
relatos, pero el libro que realmente me ha impactado, donde usted se expresa
con profundidad, es La última cena”.
Me sorprendió me quedé descolocado, porque ni remotamente pensaba que en
aquella clase hubiera una lectora de la novela. Solo le pregunté si la había
leído, pregunta retórica donde las haya. Me respondió que sí, claro. Le di las
gracias y le dije que cuando quisiera podíamos hablar de ella. Pero la sesión
había terminado y lo único que pude hacer es despedirme de aquella muchacha,
cuyo nombre no recuerdo, y a la que no he vuelto a ver. Me hubiera gustado
reencontrarla, más allá de su belleza, para comentar con ella la novela, porque
es de las pocas ocasiones en las que he recibido una buena referencia de la
misma. Algunas personas me han dicho claramente que es difícil y otras se han
escabullido a la hora de manifestar su opinión. Luego hablaré de ella con más
detalle.
Sobre los clubes de lectura, quiero
señalar, por muy especial, el surgido en La Almunia de Doña Godina hace una
veintena de años, con el que he estado en permanente relación. He intervenido
numerosas veces, bien como autor, bien como un asistente más al coloquio con otros
autores. El grupo base del Club lo forman mujeres, como es habitual, y son de
una calidad humana e intelectual notable. Además de otras iniciativas, desde
hace 17 años organiza un recital poético al aire libre el primer viernes de
cada mes de julio, y me honra el haber participado en todas sus ediciones.
Desde la segunda se especializó en el tema erótico, lo cual supuso un
incremento progresivo de los asistentes en la plácida noche veraniega, aunque
en ocasiones la convocatoria ha debido realizarse bajo techo por las
condiciones climatológicas.
Otra de las iniciativas del Club es la
realización de un viaje cultural y literario por las tierras aragonesas y
aledañas. Hasta el presente se han organizado una decena de recorridos que
comenzaron por la comarca del Matarraña, y siguieron por la ‘Ruta del agua’
(laguna de Gallocanta, puentes romanos de Luco de Jiloca y Calamocha, fuente de
Cella, aljibes y acueducto de Teruel, acueducto subterráneo de Albarracín a
Cella, fenómeno del ‘Aguallueve’ en Anento), el Maestrazgo turolense, el
Somontano de Barbastro, El Bajo Aragón (Andorra, Calanda, Alcañiz y Caspe),
Pamplona y San Sebastián, La Rioja, la Alcarria y Cuenca.
Una iniciativa que extrañamente no ha
tenido continuidad (desconozco las razones) ha sido la creación de un
reconocimiento literario bajo el nombre de ‘Premio Godina de las Letras’. Fui
el primer destinatario, viniendo a continuación Antón Castro, José Luis Gracia
Mosteo y Agustín Sánchez Vidal. También se inició un concurso de poesía
erótica, de cuyo jurado formé parte, pero que solamente celebró una convocatoria.
La trayectoria del Club es ejemplar y al momento presente se mantiene la
actividad fundamental, en la que cada mes se propone la lectura de un libro y 4
o 5 veces al año se cita al autor o autora para el coloquio subsiguiente.
Como conclusión al tema de los clubes
de lectura, quiero indicar que si en todas las comarcas aragonesas hubiera tres
o cuatro que funcionaran como el de La Almunia, el entramado social mejoraría
notablemente en cuanto a la expresión de la literatura y el apoyo a los
escritores. En ese sentido, sería deseable que en el mundo docente se prestara
mayor atención al fenómeno, porque es entonces cuando los jóvenes pueden tomar
contacto con la literatura, siempre que la actividad sea voluntaria.
No me resisto a citar algunos cuya
trayectoria conozco directamente, como los que se desarrollan en el IES ‘Corona
de Aragón’, de Zaragoza, en el colegio público ‘Puerta de Sancho’, también de
Zaragoza, y en la Biblioteca de la UNED en Teruel. Sin duda hay otros varios, como
el que se desarrolla en el Colegio Oficial de Médicos de Zaragoza, con
trayectoria y mérito, pero tampoco pretendo hacer un listado exhaustivo de los
mismos.
REENGANCHE
Por aquel tiempo, el de mi llegada a
Zaragoza en 1988, mi amigo Miguel Bayón, que entonces era redactor en Televisión
Española (delegación de Aragón), me hizo un encargo. Había conocido a Miguel en
Teruel, hacía siete años, al haber sido destinado allí como funcionario de
justicia. Pronto dejó esa ocupación y se hizo corresponsal del diario
zaragozano ‘El día’, lo que supuso pronto su traslado a la capital de la
Comunidad. Reanudamos nuestra amistad, un tanto diluida por la distancia.
Yo acudía con mucha frecuencia a la ciudad
para reunirme con el equipo del Departamento de Cultura del gobierno regional,
pero no me entretenía más de lo necesario. El caso fue que Miguel emprendió una
iniciativa basada en las tradiciones orales de Aragón, fundó con Francisco
Lázaro, Micaela Muñoz y alguna otra persona el Grupo Aragonés de Estudios
Tradicionales (GAET) y emprendió un proyecto de altos vuelos que desembocaba en
tres volúmenes de relatos, correspondientes cada uno a una de las tres provincias.
En cada uno participaban tres autores.
Conocí el relativo a Teruel, primero en completarse,
aunque no acababa de ser publicado por dificultades con la editorial. También
el de Huesca llevaba ese camino. Para el de Zaragoza me pidió colaboración, lo
que hice muy gustosamente. Miguel acababa de reengancharme con la literatura. Basándome
en testimonios de la tradición oral recogidos por una de sus colaboradoras, Charo
Pradas, elaboré diez relatos ubicados en el mundo rural de la provincia. Ahí
quedó el proyecto, de momento inédito por las razones aludidas.
Otra circunstancia inesperada reforzó mi
reenganche con la literatura creativa. Como ya he dicho, mantenía una cierta
relación con Espasa-Calpe y con muchos de los trabajadores de la empresa. Uno
de ellos, el vitoriano Ricardo López de Uralde, con quien me unía una buena
amistad, dirigía una colección dedicada al mundo taurino y titulada ‘La Tauromaquia’.
En determinado momento había tomado contacto con Ricardo Vázquez-Prada, crítico
taurino del Heraldo de Aragón y también narrador, quien había propuesto a la
editorial la publicación de su novela Tres
de cuadrilla. El primer Ricardo, hombre muy ilustrado e imaginativo, pensó
en aprovechar el título para publicar la novela contando con una terna de
autores, y me llamó. Me propuso escribir una colección de cuentos de
tema taurino, que acompañaría a la novela más extensa del segundo Ricardo,
ambas obras presididas por un relato del insigne escritor Ignacio Aldecoa, ya
fallecido, titulado Caballo de pica.
Me sorprendió la idea, porque yo no era persona afín al mundo taurino, pero
emprendí la tarea y escribí un conjunto de relatos titulado Cuentoriles, que apareció de la forma
prevista en la mencionada colección. Más tarde, como señalaré en su momento,
una vez agotada la edición de Espasa-Calpe, Ricardo Vázquez-Prada y yo mismo
publicamos nuestras respectivas obras en Zaragoza de forma independiente.
La relación con Ricardo me facilitó el acceso a las primeras colaboraciones en
el Heraldo de Aragón, cosa que siempre le agradecí. Fue también, poco después,
el impulsor de mi novela Florentino
Ballesteros, un corazón en la arena. Lo
contaré luego. Ambos amigos ya han fallecido. Una vez iniciada esta doble escapatoria
terapéutica a través de la literatura, continué la marcha a buen ritmo.
TEATRO
Haré alusión a un género literario que
a veces se considera un tanto al margen, pero que tiene importancia contrastada.
Se trata del teatro.
En la etapa
estudiantil ha sido frecuente la organización de pequeños grupos de teatro en
los propios centros de enseñanza. También en las asociaciones juveniles o de
barrio. Yo formé parte de uno durante mi estancia en el colegio mayor
Chaminade, mientras estudiaba la carrera de Filosofía y Letras. Era un grupo
mixto que compartíamos con otro colegio mayor femenino. Poníamos en escena
obras semi-representadas, es decir leyendo los textos pero con movimiento
escénico. Aquello consolidó mi afición al teatro. Intervine, entre otras obras,
en La dama del Alba, de Alejandro
Casona, y en Frank V, de Friedrich
Dürrenmatt. En esta tuve el papel protagonista masculino.
No había nacido
entonces mi afición, sino bastante antes, en la adolescencia. Recuerdo haber escrito
una versión dramática de Crimen y
castigo, de Dostoyevski, tras el impacto que me causó la lectura de la
novela. He perdido cualquier referencia de aquel intento adolescente.
Estando aún en
Madrid, tras acabar la carrera, escribí algunas piezas breves, una de las
cuales, titulada Estamos en Irlanda,
se publicó en la revista donostiarra ‘Kantil’. Otras no tuvieron ni
representación ni impresión, quedando en meros proyectos sin consolidar.
Pero la afición ha
seguido creciendo, y tras la estancia en Madrid donde acudía con la frecuencia
posible al Teatro Español y al María Guerrero, vino una etapa de carencia en
Teruel que sustituí de dos maneras.
La primera se refiere a un pequeño
grupo de teatro juvenil que había iniciado Miguel Bayón y que yo continué. Eran
casi todos estudiantes del Colegio universitario. No llegamos a gran cosa,
dedicados al entrenamiento gestual y espacial, sin realizar una actuación
pública. Lo integraban varios de los jóvenes de la tertulia literaria que se
expresaba en la revista artesanal ‘Logas’. Recuerdo a Begoña Pascual, a Carlos
Salvador y a Carmen Serna, entre otros.
La segunda experiencia fue de
promoción del teatro en la ciudad y en la provincia. Dentro de las
disponibilidades económicas del Servicio Provincial de Cultura y Educación,
organicé, contando con algunos salones y escenarios escolares –del instituto
‘Ibáñez Martín’ y del colegio menor ‘San Pablo’–, varias funciones a cargo de
compañías zaragozanas. También talleres de iniciación al teatro. De entonces
guardo memoria y relación con varios de los actores y actrices que
intervinieron, como Rafael Campos, los hermanos Anós –Mariano y Javier–, Sergio
Plou y algunos otros, lamentando la desaparición de Pilar Laveaga y de Mariano
Cariñena, que también participaron en varias de las experiencias
interpretativas o docentes en torno al teatro. Como hito llamativo, he de
recordar la gira durante diez días consecutivos, en diez localidades distintas,
del ilusionista catalán Pep Bou, con su encantador espectáculo ‘Bufaplanetes’.
Tras su actuación, en cuatro de ellas se reavivaron los equipos de teatro
juvenil, particularmente en Cretas, comarca del Matarraña, donde había un grupo
muy consistente llamado ‘Gente Jove’.
Ya en Zaragoza,
aprovechando la existencia de dos teatros municipales y otros dos privados, que
luego serían tres, volví a acudir a las salas hasta el momento en que se
planteó la posibilidad de hacer crítica teatral en el diario digital ‘El
librepensador’. Comencé en 2004 y mantuve la sección hasta el cierre de dicha
cabecera. Coincidió con la apertura de otra, ‘Zaragoza Buenas Noticias’, en la
que he seguido desarrollando esta actividad hasta finalizar 2018. A partir de
enero de 2019, me ocupo de la sección semanal ‘La semana teatral’, en el diario
digital Aragón Digital, en el que vengo colaborando regularmente, un par de
veces al mes, desde hace años en la sección ‘Tribuna Digital’.
Como anécdota
vinculada al tema, recuerdo que mi buen amigo Santiago Maestro, novelista y
dramaturgo, hizo una versión escénica de mi novela La última cena, que no ha pisado las tablas. También he oído
sirenas respecto a mi reciente novela El
último infierno de Juan V., que contiene muchos diálogos y se prestaría a
una versión dramatizada al estilo de la obra de Miguel Delibes La guerra de nuestros antepasados, que también se desarrolla en el interior de
una cárcel. Puedo anticipar que, de nuevo, Santiago Maestro parece dispuesto a
elaborar una versión teatral de la novela.
PERIODISMO
Cuando estudiaba el último curso de la
carrera en la Universidad Complutense, tuve un profesor muy vinculado al mundo
periodístico. José María Sánchez de Muniain, catedrático de Estética,
pertenecía al consejo editorial del diario ‘Ya’. La buena relación con él,
desarrollada a través de sucesivas tertulias con otros compañeros en su casa de
Madrid, e incluso en su finca de descanso en El Paular (Segovia), me indujo
cierto día a preguntarle si era posible realizar algún tipo de colaboración en
ese diario. Me miró con benevolencia y me dijo que debería esperar, que eso
llevaba su tiempo y que las ‘firmas’ requerían de cierto relieve personal o
profesional, pero que lo siguiera intentando. Su padrinazgo no era suficiente,
ni hubiera sido oportuno.
Vista ahora con la perspectiva del
tiempo, su postura me parece la correcta. Sin ser periodista de profesión, ha
de consolidar uno su personalidad y definir sus objetivos antes de lanzarse al
mundo de la opinión, que es a lo que yo aspiraba. La juventud es impetuosa pero
inexperta, por evidentes razones cronológicas.
Sí me fue posible comenzar a colaborar
en revistas literarias, de las que he dado alguna cuenta, sobre todo ‘El
urogallo’ y ‘Cuadernos Hispanoamericanos’. En la etapa de Madrid hice alguna
otra colaboración esporádica –‘Lui’, ‘Historia 16’, precisamente sobre música
esta última– y una sistemática en el semanario de Logroño ‘Cicerone Riojano’
durante seis años, que proseguí en Teruel.
Se trataba de breves artículos de
opinión en los que podía manifestarme con absoluta libertad. Escribí casi 400,
en una sección propia que cambió de nombre varias veces. Comenzó titulándose
‘Con mi siniestra pluma’, pasando luego a ser ‘¡Aleluya, hermanos!’, para
finalizar con la que se llamó ‘A boca de jarro’. A finales de 1982 concluyó mi
colaboración, coincidiendo con el cierre de la revista, que había pasado de ser
semanal a quincenal.
También, viviendo ya en Teruel, envié
algunos artículos a la revista ‘Andalán’, publicación crítica y progresista,
que había fundado y dirigía Eloy Fernández Clemente, a quien me he referido
siempre con elogios de todo tipo. Por cierto, uno de ellos resultó bastante
conflictivo porque intentaba retratar la situación de los medios de información
en la provincia de Teruel, y el balance era bastante negativo.
Al llegar a Zaragoza, mis
colaboraciones periodísticas se ampliaron. En primer lugar fue el diario ‘El
día’ quien me permitió publicar una sección semanal titulada ‘Galería
turolense’. Apareció a partir de abril de 1988 y finalizó en marzo del año
siguiente. Fueron 50 pequeñas biografías de otras tantas personas de la ciudad
y provincia con quienes yo había tenido especial relación.
No haré un listado completo de las
colaboraciones realizadas en diferentes medios, pero sí quiero aludir a una de
relieve: la columna de los miércoles en la contraportada de ‘Heraldo de
Aragón’, que escribí también con relativa libertad durante algo más de dos
años, de finales de 1995 a comienzos de 1998. La única advertencia que me hizo
mi buen amigo Ricardo Vázquez-Prada, periodista de larga trayectoria en el
diario, fue que no me metiera con la Iglesia ni con el ejército. Por lo demás,
el camino estaba expedito.
En la columna de los miércoles pude
explayarme a gusto, y recuerdo una frase que me ocasionó alguna contrariedad,
porque decía lo siguiente: “En esta coyuntura político-administrativa, el
famoso ‘principio’ de Descartes ha quedado abolido. Ahora ya no es Pienso, luego existo, sino Pienso, luego estorbo”. Fue durante la
etapa del PP al frente del gobierno de Aragón, de infausto recuerdo para mí y otras
personas, y quizá debieron de hacer los mandos
alguna presión en el ‘Heraldo’ para que mis colaboraciones finalizaran.
El director me llamó un día y con mucha prudencia me dijo que a partir de la
semana siguiente la columna de los miércoles la realizaría una periodista
recién ingresada en plantilla.
He realizado colaboraciones de forma
esporádica en el suplemento ‘Artes & Letras’ de los jueves, que dirige Antón
Castro, y de manera continuada he publicado en la sección de Espectáculos las
críticas de música clásica a las que luego me referiré. Igualmente de forma
esporádica, han aparecido en el diario algunos relatos, sobre todo de carácter
veraniego, en las distintas series que se han publicado algunos años durante
esa estación.
Y MÚSICA
Para terminar, debo referirme a la
última parte del título de este libro: Recuento
de Letras y Música. Con mayúscula las dos, porque ambas han sido y son los
campos de mi actividad creativa. A lo largo de estas páginas he señalado que la
música sigue siendo la principal de mis aficiones. Es decir que, cuando he de
elegir entre un concierto y una sesión literaria, la opción la tengo clara.
Pero como de ‘letras’ se trata, también debo contar algo de lo escrito sobre
música. No como profesional, sino como simple aficionado. Simple, pero intenso
y persistente.
También he compuesto algunas melodías,
casi siempre para mi propio uso. Una de ellas la hice para armonizar un poema
de Miguel Hernández, Agua removida, que
fue cantado y grabado por el grupo ‘Montesolo’, al que ya me he referido, y en
el que jugué básicamente un papel de apoyo en las cuestiones literarias y
documentales.
Por recordar los remotos inicios, he
de regresar a la adolescencia. Mi hermano Jesús Vicente, que luego ha
desarrollado una brillante carrera musical como cantautor, es tres años menor
que yo. Desde niño manifestó una intensa vocación musical y tal vez algunas de
nuestras conversaciones infantiles versaron sobre ello. Un día quise darle una
información más consistente, y recuerdo haber escrito para su uso un
cuadernillo, titulado Vademécum de la
música, registrando en él apuntes sobre músicos y músicas que yo conocía.
Ignoro el paradero del manuscrito que contenía extractos biográficos de los compositores
clásicos y algunas referencias a sus principales obras.
El salto cronológico es importante,
porque no volví a las andadas hasta 1974, cuando realicé búsquedas y audiciones
en torno a la ‘Nueva canción chilena’. De eso he hablado en el libro varias
veces referido, La otra vida de los
Amantes de Teruel, de modo que a él me remito.
Durante mi estancia en la ciudad
bajoaragonesa, esporádicamente pude escribir algún artículo sobre música en la
revista semanal ‘Cicerone riojano’, en la que colaboré durante varios años,
como he señalado, y que figura en la nómina de mis labores periodísticas. También
alguna referencia a las actividades que se desarrollaban en la Casa de Cultura
o en el Instituto Musical Turolense. Pero no tiene mayor relieve lo que allí pude
escribir relacionado con la música, o al menos no lo recuerdo.
Ya en Zaragoza, la labor se
intensificó y se amplió de forma notable. En 1996 la administración pública me
relegó al olvido, como también he contado, y me destinó a un puesto
inespecífico en la Biblioteca de Aragón. Eso me proporcionó tiempo y medios
para ocuparme de manera constructiva, literaria y musicalmente hablando.
A comienzos de 1997 comenzó a
publicarse la revista ‘Trébede’, promovida y dirigida por José Ramón Marcuello,
a quien yo conocía de contactos anteriores con la revista ‘Andalán’. Le propuse
colaborar precisamente en temas musicales, cosa que aceptó de inmediato.
Colaboraciones gratuitas, por supuesto, así son las cosas. Marcuello tenía un
lema que repetía socarronamente diciendo “Roma no paga a traidores, ni Trébede
a sus colaboradores”. Para mí era suficiente retribución expresarme en un tema
que me apasionaba, de forma que ya en el nº 1, en abril de 1997, inicié una
sección titulada El buen tañer, que
se mantuvo mensualmente hasta el final de la publicación, el nº 75-76, de mayo-junio
de 2003.
Mi colaboración consistía en hacer
reseñas de algunos conciertos, dar noticia de algunos grupos musicales, citar
compositores, discografía y otras cuestiones relativas a la música que se hacía
en Aragón, preferentemente en el sector del género clásico. Allí aparecieron
mis primeros comentarios sobre la actividad del Auditorio, que se había
inaugurado en 1994.
Simultáneamente, el director de ‘CD
Compact’, revista de música clásica y alta fidelidad, Jaime Rosal del Castillo,
me escribió desde Barcelona para ofrecerme colaborar en dicha publicación
mensual con distribución nacional. Era una de las prestigiosas revistas
dedicadas al género en el que mejor me he desenvuelto. Acepté de inmediato y
envié mi primer artículo, que en este caso era gratificado. Escribí todos los
meses, desde septiembre de 2002, nº 157, hasta enero de 2011, nº 249.
A ‘CD Compact’, una de las excelentes
iniciativas culturales de este país, se la llevó la crisis económica de esos
años. En la revista comencé dando noticia de las actividades musicales en
Aragón y amplié posteriormente mi colaboración con la crítica de novedades
discográficas, siempre en la órbita clásica.
Otro marco de expresión consistente ha
sido el diario ‘Heraldo de Aragón’, como antes he señalado. Comencé reseñando la
actuación que ‘Enchiriadis’, un grupo vocal femenino, ofreció en el Auditorio
el 4 de enero de 2008, dirigido por Jorge Apodaca. El inmediato fue el ofrecido
al día siguiente por la Orquesta Internacional de Praga, bajo la dirección de
Vladimir Havlícek. Mi calificación fue muy baja, justificándola por la mala
actuación del tenor. El gerente de la orquesta me llamó para explicarme las
circunstancias –habían querido dar voz a un cantante local–, casi disculpándose.
Pocos días después volvió a ponerse en
contacto conmigo para que, siendo ‘experto en música’, así lo dijo, pudiera
orientarles en sus giras por España. Me pareció interesante la propuesta y
acepté. Durante algo más de un año estuve haciendo gestiones, viajes y
contactos para promocionar la actuación de la orquesta en diferentes foros. Se
estaba iniciando la temida crisis económica, y los resultados fueron bastante
insatisfactorios, por lo que la orquesta y sus promotores decidieron cambiar el
rumbo.
Dejando la anécdota al margen, puedo
presumir de haber aplicado siempre mi criterio, sin presión alguna, al reseñar
una actuación musical, aunque he sabido a posteriori el descontento de ciertos
intérpretes por mi juicio crítico. Pero han sido más quienes explícitamente han
reconocido mi honestidad a la hora de valorar sus actuaciones, lo cual no
significa que mis reseñas hayan sido siempre certeras.
Por globalizar esta tarea, desempeñada
al alimón con otros tres colegas (Víctor Rebullida, Luis Alfonso Bes y Juan
Carlos Galtier), puedo cuantificar el número de críticas publicadas en ‘Heraldo
de Aragón’ en torno a las 30 anuales, lo que en el periodo 2008-2018 daría un
total aproximado de 300 artículos. En esa actividad continúo hasta el presente.
Otra de las facetas de mi ‘literatura
musical’ es la que corresponde a los textos que se insertan como Notas al
Programa en los conciertos de relieve ofrecidos en el Auditorio, básicamente los
de las Grandes Temporadas de Conciertos de Primavera y Otoño –ya por su XXV
edición–, y en los Ciclos de Grandes Solistas ‘Pilar Bayona’ que en 2019 han
alcanzado su XXII edición. Hasta el presente, puesto que es una actividad en la
que continúo, he escrito más de 80 textos introductorios. El primero se remonta
al 14 de diciembre de 1998, y presenta un concierto de piano a cuatro manos que
ofrecían las hermanas Katia y Marielle Labèque con Brahms, Schubert, Debussy y
Tchaikovski en el programa.
Dentro de mis colaboraciones el con el
Auditorio, diré también que durante tres años realicé la presentación oral de
los conciertos dominicales del ciclo de Introducción a la Música –de enero a
marzo–, para los cuales redactaba previamente un texto que luego exponía
siguiendo los apuntes del guión. La actividad varió en el sentido de que, tras
dos años en los que desarrolló esta tarea otro sujeto, volví a redactar los
comentarios previos a estos conciertos matinales que, salvo en determinadas
ocasiones –yo le cubría las ausencias–, leía públicamente el actor Joaquín
Murillo. Esta combinación duró otros tres años.
He escrito esporádicamente otros
comentarios previos, por ejemplo los correspondientes a la inauguración de la
nueva etapa musical del Teatro Olimpia, de Huesca, en febrero de 2008, una vez
rehabilitado.
Respecto a la música, hice también
colaboraciones en diferentes medios, sobre todo con artículos vinculados a mi
investigación sobre la presencia de los Amantes de Teruel en la música y el
cine del siglo XX. De ello he dado cuenta en el aludido libro. Algunas de mis
colaboraciones en la revista ‘Aragón Turístico y Documental’ y en la serie
discográfica ‘Aragón LCD’ tuvieron esa misma temática.
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