La mirada
Siempre se le fue a mi madre la mirada detrás de mí. Al principio me
hacía gracia, incluso provocaba mi sonrisa. Pasado un tiempo, cuando me hice
mayor, comenzó a molestarme. La sensación de ser espiado permanentemente es
insoportable. Parece como que te arrebataran un gajo
de tu personalidad tras cada alfilerazo visual. Tu intimidad
profunda padece.
Yo salía y entraba en casa con libertad externa, pero no interna. La
mirada de mi madre era siempre una pregunta y en muchas ocasiones una
acusación. Vivíamos con el silencio de los ojos en la boca, sin comentar apenas
las menudencias del día, sin confiarnos mutuamente las cuitas. Era imposible
mayor distancia entre personas tan próximas.
Ella se ocupaba completamente de mí, hacía la compra, limpiaba la casa,
me preparaba la comida, me lavaba la ropa… Seguramente pretendía también
controlar mis pensamientos, mis proyectos… las ilusiones de un hijo que
desconocía en su totalidad. Yo no podía dejarla de lado, sin embargo, primero
porque no podía, segundo porque no quería, y aún puedo añadir que ni quería ni
podía porque las circunstancias que me rodeaban me lo impedían. No tenía un
modo de vida propio, trabajaba a empellones, siempre en ocupaciones eventuales,
con seguridad nula en el futuro. Estaba obligado a vivir en casa a pesar de la
inhóspita presencia de mi madre. Pero aunque hubiera tenido suficiencia
económica, tampoco me hubiera ido. Un lazo interno, que no acierto a describir,
me ataba de tal manera que hubiera resultado imposible romperlo.
Todo empeoró el día en que se quedó sola.
Mi padre nos había abandonado intempestivamente, sin un aviso, sin
una explicación verbal o escrita. Oí versiones y opiniones. Hubo quien dijo que
se había hartado de la tensión familiar. La familia es un refugio, salvo cuando
el combate está dentro. Otros hablaron de su fuga con una rubia. ¿Acaso no hay
mujeres fatales de cabello negro? También se apuntó a deudas secretas que no
podía afrontar.
La precariedad económica en que vivíamos se
incrementó. Llegamos a comer mal, elementalmente, pan y leche para mí, pan y
vino para ella. Leche caducada y vino a granel, pan viejo, alguna fruta desvaída
por la madurez y algunos pedazos de carne desbaratada. Mi salario ocasional conseguía
a veces pasteles a punto de avinagrarse: mi madre, entonces, se empapuzaba.
La realidad se transmutó poco a poco en
recuerdo. El pasado resucitó, pero en un cuerpo equivocado. Nunca he sabido si
las cosas que dice nacen de sus ojos o de su mente lejana. Daría lo que fuera
porque ella volviese a mirarme a los ojos, a seguir mis pasos, a preguntar lo
que hago… en lugar de llamarme constantemente con el nombre de mi padre.
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