LA REGENTA. Crónica Teatral
Si Clarín hubiera
conocido las teorías de Freud, hubiera encontrado un nombre para la dolencia de
doña Ana Ozores: la neurastenia. Una joven y hermosa mujer casada que no vive
satisfecha sexualmente, padece una dolencia psíquica que la puede conducir por
derroteros distintos a los socialmente convenidos. El desempeño de Ana Ruiz en
ese papel, resulta convincente a lo largo de su interpretación.
Este es uno de los puntos
de referencia de la versión que ha hecho Eduardo Galán de la novela de Leopoldo
Alas que, tras su estreno en Madrid a primeros del pasado febrero, se está
interpretando estos días en el Teatro Principal de Zaragoza, bajo la dirección de
Helena Pimenta.
El segundo conflicto es
el materno-filial que se desarrolla entre don Fermín de Pas, el canónigo
magistral de la catedral, interpretado por
Alex Gadea, y su señora madre, doña Paula, a la que da vida con sobrada
insidia Pepa Pedroche. La codicia como vehículo para el dominio social en todos
los órdenes, es el principio que trata de inculcar a su hijo.
La prolija narración que pasa por ser
una de las cimas de la literatura decimonónica española, se concreta de este
modo en la mencionada adaptación teatral, cuyo autor reconoce que intenta defender
el derecho de la mujer a elegir su destino, aunque no coincida con la moral
reinante. Ha enfocado la historia desde el punto de vista de Ana Ozores, que
será castigada con el abandono y un final trágico.
El lenguaje de los diálogos conserva el
sabor de la época, evitando arcaísmos, aunque el desarrollo escénico resulta un
tanto frío y estereotipado, a pesar del empeño de la directora en suplir con gestos e inflexiones de
voz los movimientos internos y externos de los protagonistas.
Los ocho intérpretes en quienes se concentran
los conflictos (dos de ellos duplicando personaje) desempeñan con seguridad su papel,
destacando la rotundidad melosa de Jacobo Dicenta como el donjuán escurridizo
que es Álvaro Mesía, enfrentado de manera ladina al ingenuo marido de Ana, el
Regente jubilado, a quien da vida Joaquín Notario, por una parte, y por otra a don
Fermín, el canónigo magistral, con quien mantiene un pugilato de forma más subrepticia.
Una ingeniosa escenografía de carácter minimalista permite, dentro de su austeridad, desarrollar una dramaturgia compleja apoyada en un habilidoso manejo de la luminotecnia y una sutil banda sonora que aromatiza de algún modo la tensión del espectáculo.
Francisco Javier Aguirre
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