ADICTOS. Crónica Teatral
Voy a comenzar esta crónica por el final,
aludiendo a lo que se denomina ‘espacio sonoro’ que, según el programa, ha
estado a cargo de Jorge Muñoz. Soy un melómano apasionado y uno de mis autores favoritos
es Franz Schubert, de manera que la utilización de sus melodías a lo largo de
la obra ‘Adictos’, escrita por Daniel Dicenta Herrera y Juanma Gómez, ha
significado uno de los atractivos mayores que he encontrado en la función,
estrenada en el Teatro Principal el jueves 12 de enero.
Tras lo anterior, he de reconocer que la obra
me ha defraudado en términos generales, porque los planteamientos intelectuales
y la sinopsis publicada me habían hecho concebir mayores esperanzas sobre la
denuncia, ya consolidada entre las personas conscientes, de que estamos siendo
manipulados. Es algo que flota en el ambiente; basta consultar con los expertos
en los diversos modos de manipulación social para comprobarlo.
La representación en sí, es original en cuanto
a su concepción escénica, una propuesta
minimalista en la que se crea una atmósfera aséptica, fría y futurista. La
trama juega con algunos lugares comunes de la ciencia ficción distópica,
creando un universo intrigante pero
relativamente plano en cuanto a su desarrollo, que no levanta el vuelo hasta aproximadamente la mitad de la función.
Un tema tan apasionante ha quedado como
deslucido, deslavazado, desvaído… y ni siquiera la interacción entre una
científica, una psiquiatra y una periodista con ideas contrapuestas sobre la
realidad que nos agobia, y lo seguirá haciendo en un futuro inmediato cada vez
con mayor intensidad, funciona adecuadamente.
En uno de los momentos en que las tres
protagonistas comparten el escenario, pudieran haberse aislado los espacios de
intervención mediante una iluminación focalizada, en lugar de mantenerla
uniforme a pesar de que las conversaciones de la periodista no tenían nada que
ver con las que desarrollaban la científica y su psiquiatra, situadas
teóricamente en un lugar diferente.
En cuanto a la interpretación, es comprensible
que Lola Herrera, a sus 87 años, desee mantenerse sobre las tablas, al margen
de que pieza haya sido escrita por su hijo, porque esto denota su fuerza de
carácter y su irrenunciable vocación escénica. Sin ser brillante, es correcta,
lo que no ocurre con la de Lola Baldrich en su papel de psiquiatra, con algunos
tropiezos en la dicción y cierta inestabilidad interpretativa. Por el contrario,
Ana Labordeta muestra una seguridad constante que la convierte en el personaje
clave de la obra, aunque no sea la protagonista oficial, que corresponde a la
científica Estela Anderson que personifica Lola Herrera.
La utilización de la cama hospitalaria para
movilizar el desarrollo de la trama resulta un tanto forzada, aunque quiera
significar el enfrentamiento ideológico entre la doctora Soler y la periodista
Eva Landau. El recurso videográfico como parte de la terapia frente a la
amnesia de la protagonista es válido.
El manifiesto final de la científica, tras la
repetición del momento en el que fue interrumpido por el ataque terrorista, es
una conclusión acertada, y en ella reside el mensaje de esta obra distópica,
pero no muy alejada de una realidad que se impone día a día en el mundo
globalizado que nos está tocando vivir.
Francisco Javier Aguirre
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