EL BESO DE LA MUJER ARAÑA. Crónica Teatral
El Teatro de Las Esquinas ha traído a Zaragoza una de las obras más complejas y significativas de la escena contemporánea. De la arquitectura narrativa del novelista argentino Manuel Puig, Diego Sabanés ha extraído los elementos dramatizables de la novela y ha confiado a Carlota Ferrer la dirección de esta tragedia, con sutiles respiros cómico-irónicos, que interpretan de manera admirable Eusebio Poncela como Molina, e Igor Yebra como Valentín.
El problema de la transexualidad es antiguo, universal, aunque hasta épocas recientes no se ha iluminado con el necesario debate público, que ha conseguido liberarla del anatema en que estaba sumida. La novela se publicó en 1976, fecha simbólica en la historia política de nuestro país, aunque el autor transfiere en ella un caso real, el del activista mexicano gay Luis González de Alba, uno de los implicados en los trágicos sucesos de Tlatelolco, o Plaza de las tres culturas, en octubre de 1968.
La acción transcurre en el interior de una celda carcelaria, y la licencia dramática permite que los dos internos que la comparten solo salgan esporádicamente de ella, porque lo importante no es la situación externa, sino la interna de cada uno. Hay una nueva licencia dramática y es la convivencia en un mismo espacio de un preso político, Valentín Arregui, con un pederasta homosexual, Luis Alberto Molina. Pero es un recurso necesario para plantear la interacción entre ambos que se encamina hacia la fusión emocional, por una parte, y la física, por la otra, presentada en escena de forma muy discreta.
Se pretende, además, por parte de la dirección del centro penitenciario, que Molina delate a su colega, tras obtener confidencias relativas a sus actividades políticas. De ahí la progresiva integración entre ambos, recurriendo el primero a su imparable locuacidad narrando películas, que en la versión dramática se reducen a una, aunque en la novela son varias.
El diseño escenográfico de Eduardo Moreno propicia que la obra vaya construyéndose como una escultura cincelada progresivamente por dos artistas contrapuestos, que han de conseguir una figura única utilizando el escoplo de la palabra con la ayuda de una iluminación llena de simbolismo, a cargo de David Picazo, que tiene un papel relevante en el proceso de elaboración de esta escultura ideológica y emocional.
La interpretación es áspera por parte de Igor Yebra, coherente con su personalidad y su situación penal, y en contrapartida reluce la poliédrica de Eusebio Poncela, del que hay que resaltar no solamente la precisión gestual, sino también, y en grado superlativo, las fluctuaciones de una voz que añaden a la trama argumental una gran riqueza de matices.
Francisco
Javier Aguirre
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