sábado, 3 de febrero de 2018

La mirada
Siempre se le fue a mi madre la mirada detrás de mí. Al principio me hacía gracia, incluso provocaba mi sonrisa. Pasado un tiempo, cuando me hice mayor, comenzó a molestarme. La sensación de ser espiado permanentemente es insoportable. Parece como que te arrebataran un gajo de tu personalidad  tras cada alfilerazo visual. Tu intimidad profunda padece.
Yo salía y entraba en casa con libertad externa, pero no interna. La mirada de mi madre era siempre una pregunta y en muchas ocasiones una acusación. Vivíamos con el silencio de los ojos en la boca, sin comentar apenas las menudencias del día, sin confiarnos mutuamente las cuitas. Era imposible mayor distancia entre personas tan próximas.
Ella se ocupaba completamente de mí, hacía la compra, limpiaba la casa, me preparaba la comida, me lavaba la ropa… Seguramente pretendía también controlar mis pensamientos, mis proyectos… las ilusiones de un hijo que desconocía en su totalidad. Yo no podía dejarla de lado, sin embargo, primero porque no podía, segundo porque no quería, y aún puedo añadir que ni quería ni podía porque las circunstancias que me rodeaban me lo impedían. No tenía un modo de vida propio, trabajaba a empellones, siempre en ocupaciones eventuales, con seguridad nula en el futuro. Estaba obligado a vivir en casa a pesar de la inhóspita presencia de mi madre. Pero aunque hubiera tenido suficiencia económica, tampoco me hubiera ido. Un lazo interno, que no acierto a describir, me ataba de tal manera que hubiera resultado imposible romperlo.
Todo empeoró el día en que se quedó sola.  Mi padre nos había abandonado intempestivamente,  sin un aviso, sin una explicación verbal o escrita. Oí versiones y opiniones. Hubo quien dijo que se había hartado de la tensión familiar. La familia es un refugio, salvo cuando el combate está dentro. Otros hablaron de su fuga con una rubia. ¿Acaso no hay mujeres fatales de cabello negro? También se apuntó a deudas secretas que no podía afrontar.
La precariedad económica en que vivíamos se incrementó. Llegamos a comer mal, elementalmente, pan y leche para mí, pan y vino para ella. Leche caducada y vino a granel, pan viejo, alguna fruta desvaída por la madurez y algunos pedazos de carne desbaratada. Mi salario ocasional conseguía a veces pasteles a punto de avinagrarse: mi madre, entonces, se empapuzaba.

La realidad se transmutó poco a poco en recuerdo. El pasado resucitó, pero en un cuerpo equivocado. Nunca he sabido si las cosas que dice nacen de sus ojos o de su mente lejana. Daría lo que fuera porque ella volviese a mirarme a los ojos, a seguir mis pasos, a preguntar lo que hago… en lugar de llamarme constantemente con el nombre de mi padre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario