lunes, 18 de junio de 2018

ZURDO DE OCASIÓN


Salté al terreno de juego con fuego en los pies. Me ardían. Por fin, ya era hora, el míster se acordaba de mí. Yo esforzándome a tope en los entrenamientos, consumiendo suplementos vitamínicos, ocupando los gimnasios hasta altas horas de la noche… loco por demostrar mi valía, dispuesto a conseguir un nivel de agilidad tan absoluto, tan declaradamente total que pudiera convertirme en trapecista si fracasaba como futbolista.
El partido se desarrollaba de poder a poder, un toma y daca sin concesiones, sin tregua, con avances y repliegues consecutivos, juego directo y en profundidad, hasta el portero subía a rematar sin conseguir gol mientras un defensa de tanta altura que casi tocaba el larguero se mantenía bajo los palos por si la furia de los contrarios amenazaba nuestra área.
A veces me llamaba para apoyarlo. Era el capitán. Tenía más habilidad en los movimientos laterales, pero yo mido 1’88. Llegué a 1’89, pero con la edad voy perdiendo dimensión. El declive también nos afecta a los deportistas. Cumplidos los 39, comienzas a decaer, aunque mantengas el coraje. Ya digo, fuego en los pies y furia en la cabeza.
El partido seguía disputado. Fútbol es fútbol, lo dijo un sabio. Ninguno de los equipos había conseguido marcar. Íbamos por el segundo tiempo de la prórroga. Nuestro portero seguía subiendo al ataque para evitarse el rito de los penaltis que se avecinaba. De vez en cuando regresaba a su posición y entonces el capitán daba nuevas órdenes y yo también me sumaba al ataque.
Cuando ya todo parecía conducirnos a la temida tanda final, un albur a cara o cruz, cuando el público se empezaba a incrementar lamentando nuestra inoperancia, cuando sonaban gritos e insultos, cuando ya la puntería de nuestros delanteros había tomado rumbos imposibles, cuando el entrenador había agotado sus chorros de voz y pedía recambios al utillero, aconteció el portento.
Yo, que había chupado banquillo durante varias temporadas, que salí como suplente de uno de los seis titulares aquejados aquel día de paperas, que jamás había acertado en mis disparos entre los tres palos, marqué un gol de antología con la zurda. Todo el mundo se sorprendió, me jaleaban, me aplaudían, gritaban extrañados, porque en la ficha federativa figuro como diestro.
En quien más impacto causó el gol fue en mi mujer, que soltó un tremendo alarido. Se despertó de golpe al recibir la soberana patada que le propiné con la zurda.