miércoles, 22 de diciembre de 2021

 

 INFELIZ NAVIDAD

 

No tengo la culpa de ser tan borde. Si me pusiera a explicar las causas remotas, tendría que retroceder dos siglos, y no tengo aguante para tanto. No es que lo digan los médicos, es que lo afirma el calendario. Y sobre el futuro, quién sabe qué, ni siquiera quién sabe dónde, como pretendía averiguar aquel muchachote tan dinámico en la tele hace medio siglo o más, quizá tres cuartos, con esto de la aceleración cósmica que gobierna la teoría de la relatividad, aunque Mihail me reproche mezclar churras con merinas. Así que lo único que tengo seguro es un presente caótico. “Noche de Dios, noche de paz” va a cantar mucha gente que ni cree en Dios ni desea la paz. Las creencias son origen de conflictos y el conflicto es ocasión de negocio. Así es este puñetero mundo. Lo aborrezco. Sufro un esguince de tobillo. Una dolencia aguda a mi edad. Lo tengo meticulosamente vendado. La enfermera me lo trató con especial devoción. Qué fortuna el cambio de actitud de las mujeres. Aunque uno sea un viejales. La inocente no me ha hurgado las intimidades. Mejor así. Le hubiera contagiado mi amargura. La voy a vomitar pronto en cuanto llegue a la ciudad de Tur, que tiene un puente entre sus dos barrios por donde el vacío se arroja con desesperación. Llegará el día. De momento camino por la calzada en una calle de dirección única en la ciudad de Zar. Camino por donde voy con la intención puesta. Nada de aceras, que son estrechas y con  baldosas incómodas en las que te tropiezas al menor descuido. De ahí procede mi esguince. Así que por la calzada. El pavimento es plano, es una valoración optimista, no todo han de ser amarguras en estas fechas simpáticas. A ambos lados hay vehículos aparcados. Son de las viviendas contiguas, que carecen de garaje. Ni un hueco. Cuánta ceguera urbanística en esta urbe. Veo que avanza de lejos un coche rojo, grande, pomposo, de alta gama, a mucha más velocidad de la permitida. No es fácil calcular el exceso a esta distancia,  pero si no son 72 kilómetros, son 78, a simple vista, cuando el límite está marcado a 30. Algún tipo prepotente. Le faltan dos metros y medio para cruzarse conmigo cuando mi tobillo derecho flaquea, doy un traspié y caigo sobre el pavimento. A lo ancho. El tipo no tiene otra alternativa que atropellarme o lanzarse contra uno de los vehículos aparcado a su izquierda. Ha elegido el mal menor. Un tío listo. No compensa matar a un tullido, porque el agravante es carísimo. Sale vociferando, pero estoy en el suelo y tres transeúntes solidarios arremeten verbalmente contra él. Se suma de inmediato el dueño del vehículo embestido, que ha bajado veloz desde su piso al oír el estruendo. Ya son cuatro personas las que le increpan. Yo quieto, horizontal, en un silencio cáustico. El conductor acelerado se encabrita. El dueño del vehículo ultrajado –hay quien prefiere que le rompan una costilla a que le raspen el auto– se enfrenta con él. Está harto del exceso de velocidad en su calle. Primero gritan las palabras, después los puños. El último grito suena junto al pavimento, ilustrado con un reguero de sangre. Hace juego con el color del vehículo asesino. Acude la patrulla policial. Atestado. Hay dos letras que comienzan por C. Oscilan en el horizonte. Cada una marca un destino para cada contendiente. El del Cementerio tal vez encuentre a Dios, pero tiene asegurada la paz. El de la Cárcel posiblemente escuche la misma cantilena durante diez o doce años. Incluso se apuntará al coro polifónico del Centro penitenciario cuando vea que en el túnel del tiempo comienza a vislumbrarse tenue la luz de la alborada. Para entonces ya me habré encontrado con la otra víctima, el pomposo dueño del vehículo rojo, pero en una dimensión sin medida. Le pediré perdón por haber sido el causante indirecto de su desgracia. Le aseguraré que no volverá a repetirse. No mencionaré mi intención. Quiero evitarme su odio eterno.

jueves, 7 de octubre de 2021

 

FELINOS

Lobo odiaba a los gatos. Le habían puesto aquel nombre por su aspecto fiero, aunque en general era un perro pacífico, salvo con los felinos. Una noche, de improviso, atacó a su dueño que volvía a casa  tras participar en un baile de disfraces. El joven se defendió como pudo, braceando en medio de una espesa nube etílica. Lobo le desgarró la ropa y le dio un mordisco en cada mano. El hombre lo consiguió reducir con ayuda de su hermano, que de inmediato llamó a urgencias. La ambulancia recogió al herido sin darle tiempo a despojarse del disfraz. Su hermano sujetaba a Lobo, que ladraba furioso. Es un animal de gran tamaño, pero un tigre pertenece a la familia de los felinos.


lunes, 27 de septiembre de 2021

 

AGAMENÓN Y CLEOPATRA

 

Ocurrió durante la guerra de Troya. En el tercer asalto de los aqueos a la ciudad. Esto no lo cuenta Homero porque nadie lo registró en pergamino ni en papiro, ni siquiera en ese tablón de anuncios inmaterial que es la memoria grabada en la mente humana. Aquella noche Agamenón soñó una aventura con Cleopatra, que aún no había nacido. Pero un ángel de Yahveh, que ya existía desde antes de la Creación, le hizo avanzar siglos en la realidad onírica. Al despertar, Agamenón buscó a Cleopatra entre las siervas que atendían a los guerreros, y después entre las hetairas que se les ofrecían para el placer en los momentos de relax. No la encontró porque el ángel de Yahveh, que ya existía desde antes de la Creación, le jugó una mala pasada. Fue él quien se quedó con Cleopatra después de transfigurarse en Marco Antonio. El alma errante de Agamenón nunca le perdonó el engaño a pesar de que transcurrieron más de once siglos y medio tras el sueño. Pero Cleopatra siempre le echó de menos en secreto.

martes, 15 de junio de 2021

 

PUNTAPIÉ

 

Nací diestro de pies y manos. Parece que somos mayoría los que venimos así al mundo. Sin embargo, el corazón lo tenía a la izquierda. Llegada la edad, supe que eso también era lo normal. Lo contrario lo llaman situs inversus, una descripción que tiene la solemnidad del latín.

De niño me aficioné al fútbol y escalé grados en el club de mi tierra. Partido a partido, me fui ganando la confianza de los directivos. De benjamines pasé a alevines, cuando crecí fui cadete y luego juvenil. Del juvenil di el salto al filial, y del filial acabé con ficha en el profesional. Siempre estuve en la reserva, porque mi rendimiento como delantero era medianejo, que en lenguaje bravo quiere decir mediocre.

Cuando de nuevo me llegó la edad, pasé a los veteranos. Seguía en la órbita del club, como esos militares que están en la reserva por si se desata un conflicto mundial y tienen que volver a tomar las armas. Yo estaba dispuesto a todo, y se me presentó la ocasión al lesionarse los tres extremos izquierdos de la primera plantilla.

Un día me convocó el entrenador, aunque de entrada ocupé plaza en el banquillo. Para fortuna mía y desgracia del equipo, también se lesionó el carrilero izquierdo, que pertenecía igualmente al grupo de los veteranos, y el míster me llamó para sustituirlo. Apresuradamente me despojé del chándal, en enfundé la camiseta y salté al césped.

Lo hice con un enorme sentido de la responsabilidad. Aquel era un partido importante, una eliminatoria que nos haría ascender de categoría. Yo nunca había metido un gol, lo que explica mi situación en la reserva desde que pasé al primer equipo. El lance estaba a punto de terminar con un empate a cero, que daría lugar a la impredecible tanda de penaltis.

Medio minuto antes de que el árbitro señalara el final de la segunda prórroga, me llegó un balón por la izquierda y chuté con enorme furia hacia la meta contraria. Fui el primer sorprendido de que aquello fuera gol. Tal vez el primero y último de mi carrera deportiva, pero en cualquier caso crucial. Sonaron gritos victoriosos, pero el más rotundo fue el alarido de mi mujer al propinarle un tremendo puntapié, porque duermo a su derecha y esa era la pierna que tenía libre.

martes, 26 de enero de 2021

VENGANZA

 

¿Os parece normal que, al cabo de muchos decenios, haya querido vengarme de mi mejor maestro? ¿Soy un tipo desagradecido, me ha envenenado la vida o tal vez he resultado contagiado por el caos mental que observo a mi alrededor? Pero así ha sucedido, el caso es real, no tiene nada de ficticio, ni usaré florituras para contarlo, aunque tal vez no pueda llamarlo propiamente venganza, sino... vete a saber.

Al cabo de varios decenios, que para ser más concreto diré que han sido casi 60 años, he tomado la decisión de dar en las narices a un individuo a quien considero uno de los mejores profesores que tuve en mi adolescencia. Y lo he hecho a través de una fórmula que en aquellos lejanos amaneceres soñé como remota posibilidad. Una fórmula que él propició, sin sospecharlo.

Hace algún tiempo publiqué un libro de relatos titulado El látigo del diablo. No es algo ficticio. Se puede encontrar la referencia en los registros bibliográficos, en la Biblioteca Nacional, a través de Google… podéis comprobarlo, está a la venta. En la dedicatoria impresa, página 5, se cita con nombre y apellidos al mencionado profesor. Tras de lo cual añado: “maestro siempre y ahora amigo, que despertó mi afición a escribir”.

Cuando se publicó, le hice llegar un par de ejemplares que el hombre, bastante sorprendido, agradeció. Ya nos habíamos reencontrado algún tiempo antes y establecido una cierta amistad a través de un compañero de estudios que mantenía relación con él porque se dedicaba también al mundo de la enseñanza.

Yo, en cambio, lo había perdido de vista porque la vida me llevó por otros derroteros, pero lo recordaba siempre. Ahora vivíamos en la misma ciudad. ¿La casualidad? Nos citamos. Por supuesto, no le previne de mi maniobra. Quería jugar con el factor sorpresa.

El día convenido, acudí a visitarlo. Agradeció la dedicatoria y me animó a seguir en la brecha. No era el primer libro, ni el segundo, que aparecían en mi catálogo personal, pero sí uno de los que perfilé con mayor esmero. 

¿Un libro dedicado con afecto y agradecimiento puede encerrar una venganza? Me corregiré: quizá la palabra oportuna sea resarcimiento.

Os voy a contar una historia, os confesaré el origen remoto, no solo de El látigo del diablo, sino de los libros anteriores y de los posteriores, que suman ya un par de docenas.

La afición a escribir me viene de familia y la he compartido con algunos de mis hermanos, sobre todo con el tercero. Despuntó en un internado de frailes donde pasé una parte de mi adolescencia. Hubo un episodio que me marcó. Fue a los 12 años. El profesor de literatura a quien me refiero, nos mandó hacer una redacción a partir de la Sinfonía del Nuevo Mundo, la famosa obra de Antonin Dvorak, algunos de cuyos fragmentos nos hizo escuchar. Yo tenía un primo lejano en el curso superior, a quien comenté el tema y del que recibí algunas ideas vagas. Pero puedo jurar que hice la redacción en solitario. Sin embargo, el profesor no lo creyó así y me lo recriminó, tras ponderar públicamente su buen nivel.

Me sentí humillado, herido, desconsiderado, y en ese recodo secreto del orgullo adolescente que se agazapa tras una actitud sumisa (menudos tiempos aquellos), me propuse que algún día yo sería escritor.

No hay mejor manera de estimular una pasión o una tendencia que obstaculizarla. Esa ha sido mi venganza.