viernes, 18 de diciembre de 2020

 

Lotería 

 

Todo se ha revuelto entre nosotros durante este año. La distancia une, la distancia desune, la distancia es la distancia. En un conflicto a distancia no ves la cara de tu contrincante, no puedes hacerle gestos de concordia, te vales de palabras electrificadas que a veces pueden provocarte o provocarle una electrocución mental. Eso es lo que ha pasado con mi hermano. Discutimos agriamente, llegamos al insulto, a las recriminaciones, que son las manos crispadas en forma de palabras malsonantes, malolientes si estuviéramos más cerca los vientos soplaran en la dirección apropiada. La distancia es la distancia. Pasarían los días, irían sucumbiendo las semanas, se agostaría el mes. Pero noel corazón nunca se le seca a un hermano. Sin previo aviso, sin caracoleos ni disculpas, he encontrado la solución para volver a la concordia. La lotería de Navidad me ha servido de recurso. He comprado un décimo. Mejor dosuno cuyos 4 dígitos finales coinciden con su año de nacimiento y otro en el que se refleja el mío, en los mismos 4 dígitos finales, dos años antes. He fotografiado ambos y le he enviado un WhatsApp con cada uno, diciéndole que juega la mitad del importe, que ese es mi regalo de Navidad. A mí ya me ha tocado el gordo antes del sorteo. Me gustaría que a él también. Cualquier día me responde confirmándomelo. 

 

miércoles, 14 de octubre de 2020

CARICIAS

 

No soy un industrial olivarero ni poseo una empresa oleícola, he de advertirlo. Estoy jubilado, pero tengo una pequeña almazara para uso familiar. Eso me permite un regalo de lujo para mis olivos: no varearlos, sino recoger sus aceitunas a mano, de una en una, a medida que van madurando. Nadie se lo va a creer, no tiene importancia el aunto salvo para mí, pero yo capto algo especial al cogerlas, como si agradeciesen la caricia de mis manos. O tal vez son mis manos las que reciben las caricias de las olivas.

MESTIZOS

 

Vaya, cómo han cambiado las cosas. Hace tres años les propuse a los miembros del Concejo que se cedieran cuatro viviendas con sus corrales para que vinieran cuatro familias norteafricanas a instalarse en el pueblo. Eran gente de origen rural, con papeles, que malvivían en Madrid, con un total de nueve niños en edad escolar, más dos bebés. Estaban dispuestos a trabajar los campos en barbecho, que abundan aquí. Me dijeron que nanay, que no quería complicaciones con extranjeros de dudoso comportamiento y de religión extraña. Les respondí que a ese paso el pueblo iba a desaparecer.

Ahora, parece que la crisis de la pandemia, durante la que han muerto cuatro ancianos y han venido a instalarse en el pueblo dos familias españolas con niños, cada una con un hijo, les ha hecho reconsiderar la situación a los del Concejo. Me dicen que sí, que puedo retomar el proyecto. Evidentemente, lo haré. Es mi pueblo, se reabrirá la escuela y tendremos un maestro para los diez chavales, porque uno de los niños madrileños es todavía un bebé. Incluso estoy en tratos con una joven pareja senegalesa dispuesta a venir aquí para siempre. Aún no tienen hijos, pero al tiempo.

Y nada, que el futuro de este país, tanto en las ciudades como en los pueblos, sobre todo en estos últimos, será mestizo o no será.

martes, 14 de julio de 2020

COMO UNA EXHALACIÓN


“Viaja por el interior. Viaja por nuestras costas. Vive aventuras en nuestras islas. Haz rutas a pie, en bicicleta, en coche. Y luego cuéntanos una historia de viajes, ambientada este verano, y participa en el nuevo concurso…” leo en una entrada de mi bandeja del correo electrónico, hoy, 14 de julio.
Estoy sentado pensando que hoy, precisamente hoy, me hubiera gustado viajar a Francia, celebrar su fiesta nacional rodeado de gente feliz, aunque algo apocada por la mascarilla y, mientras tanto, me traspasa la ráfaga de una canción de Edith Piaf, tal vez poco conocida, titulada ‘Quatorze Juillet’, que comienza así: Il me vient par la fenêtre les musiques de la rue, chaque estrade a son orchestre, chaque bal a sa cohue…”
Dejo que la fantasía vuele, no puedo retroceder 53 años, aunque París bien vale un recuerdo –los tiempos no son tan piadosos como antaño– pero, además, el viaje tiene que ser interior, lo dice muy claro la convocatoria: “nuestras costas, nuestras islas, a pie, en bicicleta, en coche…”. Hoy, a París iría en avión. Nada que hacer, no podría contarlo, no voy a empeñarme en un imposible.
Tampoco puedo volar a Atenas, está fuera de circuito. ¿Que qué haría en Atenas? Darle un abrazo a Mikis Theodorakis, el gran músico griego autor de esa canción que cantaba Edith Piaf, además de otras mil. Un abrazo, simplemente un abrazo porque el próximo día 29, último miércoles de este mes de julio, el genio que inmortalizó melódicamente a Alexis Zorba y a su sirtaki, la danza imaginada por su colega Giorgos Provias para la película de Cacoyannis, cumplirá 95 años. Le escribiré, me contentaré con eso.
De modo que me pongo a viajar por el interior frenéticamente. Paso como una exhalación por la comarca del Matarraña turolense, aunque deteniéndome unos minutos en Calaceite y otros más en Valderrobres, para tomar resuello. Luego, camino de la costa, nuestra costa, esa preferencia que tenemos los zaragozanos por el tramo mediterráneo que va de Salou a Peñíscola, y aún prosigo hacia Oropesa y Benicàssim. Es un desplazamiento rápido, con imprescindibles incursiones hacia el interior, pongamos Morella, por ejemplo, o Vilafamès, o Alcora y sus cerámicas… un sin parar de arte y de paisajes, con los naranjos ya prometiendo cosecha nueva.
Y después, un recorrido veloz por Sagunto, su judería, su teatro romano, su castillo… para llegar a Valencia y embarcar hacia las islas, primero las Pitiusas y luego Mallorca y Menorca, que todas entran en programa.
Tres horas deliciosas en este viaje interior, porque desde que me quedé paralítico me resulta cada día más difícil hacerlo exterior.

jueves, 9 de abril de 2020

APLAUSOS NOCTURNOS


Lo veía cada noche por la mirilla de la puerta de casa. Me alertaba de su llegada el zumbido del ascensor. Todos los días, menos los sábados, aparecía en torno a las 10. Los sábados son días casi vacíos, domésticamente hablando, para todo el mundo con posibles: se sale de viaje, se acude a la segunda residencia, se organizan cenas de postín…
Desde hace dos semanas, lo veo salir del ascensor con una mascarilla de grandes dimensiones, una mascarilla gigante. Soy un vigilante compulsivo, no sé si por vicio o por virtud. En todo caso, lo tengo controlado. Es el recogedor de la basura a domicilio. Está contratado para eso por la comunidad. Hace su trabajo con precisión. Observo que si queda en el suelo algún resto de suciedad, tras retirar las bolsas al lado de cada puerta, lo recoge pacientemente con las manos hasta dejar limpio el pavimento. Ahora lo hace con mayores dificultades, porque los guantes negros y espesos limitan la precisión de sus movimientos.
Si no fuera por las actuales circunstancias, su aparición a horas tan tardías, con el solemne mascarón cubriéndole el rostro y los guantes amenazadores ocultándole los dedos, lo convertiría inmediatamente en un potencial asaltante de viviendas. Por eso vigilo cualquier ruido en el rellano de mi planta. En la medida de lo posible, tengo también controlados los movimientos de mis vecinos. No es mera curiosidad, sino precaución, la mejor estrategia de defensa ante lo imprevisto.
El pasado sábado escuché el rumor del ascensor a las 10 de la noche, una hora inusual. Me llamó la atención. Apenas hay movimiento en la escalera estos días, y menos tan tarde. Salvo él, nadie usa el ascensor a partir de las 8. Tras los aplausos en los balcones, la gente se refugia en la intimidad de sus viviendas. Yo vivo en la última planta, la más silenciosa, porque aún es menor el ruido en los pisos altos.
Pero el pasado sábado apareció él, inesperadamente. No había bolsas de basura en el rellano. Observé que miraba hacia las tres puertas de la planta, las de los vecinos y la mía. A los pocos segundos, sonó el timbre. Yo tenía el ojo pegado a la mirilla y apareció su rostro puntiagudo, como el espolón de un barco. En cuanto abrí la puerta, se retiró dos metros hacia atrás y me preguntó si tenía basura. Le respondí que sí, pero que los sábados nunca la sacaba. Me dijo que a partir de entonces haría el servicio durante toda la semana, sin excepción. Le recordé que no tenía ninguna obligación, que en su contrato estaba claro. Con una sonrisa, ahogada por la máscara, me dijo que la salud de la comunidad le preocupaba más que su contrato.
Desde ese día, a las 10 y media en punto de la noche, todos los vecinos de la escalera salimos a las puertas de nuestras respectivas viviendas y aplaudimos solidariamente durante dos minutos.