jueves, 9 de abril de 2020

APLAUSOS NOCTURNOS


Lo veía cada noche por la mirilla de la puerta de casa. Me alertaba de su llegada el zumbido del ascensor. Todos los días, menos los sábados, aparecía en torno a las 10. Los sábados son días casi vacíos, domésticamente hablando, para todo el mundo con posibles: se sale de viaje, se acude a la segunda residencia, se organizan cenas de postín…
Desde hace dos semanas, lo veo salir del ascensor con una mascarilla de grandes dimensiones, una mascarilla gigante. Soy un vigilante compulsivo, no sé si por vicio o por virtud. En todo caso, lo tengo controlado. Es el recogedor de la basura a domicilio. Está contratado para eso por la comunidad. Hace su trabajo con precisión. Observo que si queda en el suelo algún resto de suciedad, tras retirar las bolsas al lado de cada puerta, lo recoge pacientemente con las manos hasta dejar limpio el pavimento. Ahora lo hace con mayores dificultades, porque los guantes negros y espesos limitan la precisión de sus movimientos.
Si no fuera por las actuales circunstancias, su aparición a horas tan tardías, con el solemne mascarón cubriéndole el rostro y los guantes amenazadores ocultándole los dedos, lo convertiría inmediatamente en un potencial asaltante de viviendas. Por eso vigilo cualquier ruido en el rellano de mi planta. En la medida de lo posible, tengo también controlados los movimientos de mis vecinos. No es mera curiosidad, sino precaución, la mejor estrategia de defensa ante lo imprevisto.
El pasado sábado escuché el rumor del ascensor a las 10 de la noche, una hora inusual. Me llamó la atención. Apenas hay movimiento en la escalera estos días, y menos tan tarde. Salvo él, nadie usa el ascensor a partir de las 8. Tras los aplausos en los balcones, la gente se refugia en la intimidad de sus viviendas. Yo vivo en la última planta, la más silenciosa, porque aún es menor el ruido en los pisos altos.
Pero el pasado sábado apareció él, inesperadamente. No había bolsas de basura en el rellano. Observé que miraba hacia las tres puertas de la planta, las de los vecinos y la mía. A los pocos segundos, sonó el timbre. Yo tenía el ojo pegado a la mirilla y apareció su rostro puntiagudo, como el espolón de un barco. En cuanto abrí la puerta, se retiró dos metros hacia atrás y me preguntó si tenía basura. Le respondí que sí, pero que los sábados nunca la sacaba. Me dijo que a partir de entonces haría el servicio durante toda la semana, sin excepción. Le recordé que no tenía ninguna obligación, que en su contrato estaba claro. Con una sonrisa, ahogada por la máscara, me dijo que la salud de la comunidad le preocupaba más que su contrato.
Desde ese día, a las 10 y media en punto de la noche, todos los vecinos de la escalera salimos a las puertas de nuestras respectivas viviendas y aplaudimos solidariamente durante dos minutos.

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