Disonancias,
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CAMINO DEL PARAÍSO
En un país formado por
varios latifundios, comenzaron a ir mal las cosas. Mejor dicho: comenzó a
saberse que las cosas iban de mal en peor. Las trampas, los desmanes, las
mentiras, los engrudos, el trinque, las tráfalas y el contubernio venían de
tiempo atrás. Pero llegó un punto en que no pudo mantenerse más el simulacro y
todo se desmoronó.
A la vista de la
confiada –y en gran parte cegata– muchedumbre aparecieron las maniobras y los
manejos de los poderosos. Los dueños de los latifundios se habían dejado llevar
por la codicia y habían intoxicado a sus lacayos, los capataces que gobernaban
el negocio. Éstos, a su vez, habían ido contagiando a buena parte de los
trabajadores a su servicio, haciéndoles creer que eran tiempos de cerezas y vainilla.
Pero el tingladillo se
fue hundiendo a velocidad de abismo y sin ninguna misericordia. Cumpliendo las
leyes de la lógica, pilló debajo a los más descolocados, a los más débiles, a
los más desfavorecidos de los trabajadores. Siempre había ocurrido lo mismo a
lo largo de la Historia universal, pero los incautos florecen en todo tiempo
como lechuguinos primaverales.
El desmoronamiento
general desembocó en penurias de todo tipo. Faltó el trabajo, se disolvió la
alegría, llegó a escasear el pan. Los capataces de los latifundios, bastante menos
afectados que los trabajadores, salieron a la palestra tratando de explicar la
situación. Al mismo tiempo defendían sus prebendas. Pero en los cuerpos se
fraguaba el hambre y en los espíritus la ira. Comenzó un baile de dimes y
diretes orquestado por los medios de comunicación al servicio de los poderosos.
Los capataces se encargaban de poner la solfa a las canciones del descalabro. Subían
a las tribunas y a los platós para explicar la desgracia y prometer lo
imposible.
Los dueños de los
latifundios, entre tanto, continuaban pastoreando sus movidas codiciosas sin
dejar de aprovechar el río revuelto para llenar la cesta de la pesca. Tenían
bien sujetos por el cuello y los bolsillos a los capataces, que sin ellos eran
nada, eran nadies, exactamente nadies.
El fenómeno había
ocurrido anteriormente en otros latifundios del planeta donde el plural
excluyente de personas se dice nadies; así que nadies. Sin embargo –volviendo a
nuestros inmensos latifundios–, aquellos nadies parecían haber aprendido nada.
Enarbolaban unos unas siglas, otros otras, pero todos acudían al pesebre de los
dueños. Unos y otros seguían mareando y magreando la perdiz, a falta de animales
de mayor prosopopeya.
Entonces el cabreo de
los pobres tomó temperatura. Hubo proclamas, convocatorias, gritos, amenazas,
insultos, gresca, indignación. Se organizaron marchas y manifestaciones
inmensas, intensas. Se intentó arrodear e incluso reasaltar el cortijo
principal donde se reunía el conciliábulo de los capataces más lustrosos.
También hubo algaradas en torno a otros cortijos dispersos por el territorio
que ocupaban los capataces de segunda división. (La pasión por el fútbol lo
había teñido todo de corto). Mucho vocerío estéril, porque los lacayos congregados
al amparo de sus poltronas no podían disponer nada que perjudicase a sus
señores. Continuó habiendo voces, manifiestos, sesudos estudios y explicaciones
varias –incluso científicas– del desastre. Cada cual aportó su saña o su
desesperanza.
Los capataces asistían
atónitos al espectáculo, creyéndose capaces de resolver la situación. (Capataces
capaces, gozosa fantasía). Aceptaban que el descrédito les envolviera y el
desprecio se cebara en ellos; era una servidumbre previamente convenida, una cláusula
del pacto tácito establecido con los amos de los diversos latifundios: sin el
sostén de éstos, ellos seguían siendo nadies.
Así las cosas, no hubo
en aquel país una mente luminosa que propusiera arrodear los palacios de los
señores, sus suculentas mansiones, para decirles con sosiego y humildad –no le
cuadra otra postura al siervo de los siervos, acéptese la redundancia– que ya
estaba bien de cachondeo. Si alguien lo hubiera hecho, quizá los poderosos, los
señores, los caciques, los dueños de la hacienda, algunos de los cuales habían
sido investidos doctores honoris causa por sus lacayos con el aplauso idiota de
la plebe abotargada, hubieran hecho oídos sordos o, en un alarde de lesa agilidad,
mutis por el foro. Como siempre lo hicieron, o lo intentaron, a lo largo de la
Historia universal.
Aunque en estos
tiempos de tantísimo progreso, de tantísima tecnología, se les ha quedado corto
y como viejo del foro (por la izquierda o por la derecha), y prefieren tomar su
jet privado y dirigirse hacia los paraísos que se han ido construyendo con el
sudor de la frente de los siervos y la mirada beneplácito de los lacayos. Unos
paraísos de doble faz y envergadura: la placentera y la fiscal.
Francisco
Javier Aguirre
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