CRUCEROS Y PATERAS
Disonancias, 2
Hace poco más de una semana el crucero Costa Concordia
se hundió al chocar con unos arrecifes próximos a la isla italiana de Giglio. Hace muy pocos días, una patera sin nombre, procedente del
norte de África, se hundió al chocar con unos arrecifes próximos a la isla
española de Alborán.
La historia recoge con precisión el naufragio de
cruceros de lujo y trasatlánticos a lo largo del siglo XX. Dentro de tres meses
escasos se cumplirá el centenario del trágico hundimiento del Titanic, que el cine ya magnificó hace
unos años a través de la película de James
Cameron. Algo más antiguo es el naufragio de la nave Sirio, frente al cabo de Palos, que guarda cierta similitud con el
del Costa Concordia, por cuanto el capitán y los oficiales fueron los primeros
en ponerse a salvo abandonando al pasaje constituido en su mayor parte por
emigrantes italianos que se dirigían a Argentina, Uruguay y Brasil. Ocurrió en
1906. También el cantante Francesco de
Gregori inmortalizó la tragedia con una canción nostálgica que ha pasado al
acervo popular. 50 años después, el trasatlántico italiano Andrea Doria sufrió la embestida de otro buque sueco cuando se
acercaba al puerto de Nueva York. En el primero y en el último de los casos
referidos, los muertos y desaparecidos fueron y han sido relativamente pocos en
relación al total del pasaje. Sin embargo, en el accidente de la nave Sirio
fallecieron aproximadamente un tercio de los viajeros, que alcanzaban casi el
millar, gente humilde que no se desplazaba por placer sino por necesidad, en
busca de una vida mejor.
Una
constante en la historia de la humanidad es que los más humildes no tienen
historia. Nadie sabe con exactitud
cuántas pateras o cayucos han naufragado a lo largo de los últimos años, ni el
número de víctimas que este rudimentario sistema de navegación ha causado.
Cálculos superficiales estiman en decenas
de miles los ahogados en el Mediterráneo al tratar de alcanzar las costas
europeas durante el siglo XXI.
La Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía estima
que en 2009, al menos 200 inmigrantes perdieron la vida en el mar tratando de
alcanzar las costas españolas, la cifra más baja de los últimos ocho años, ya
que sólo en 2007 se documentaron 921
muertes. Se documentaron, lo cual significa que no entran en el cómputo
aquellos desafortunados de los que no quedó rastro alguno porque no estaban
registrados en el punto de partida y nadie pudo o quiso reclamar su
desaparición.
Toda muerte por accidente es lamentable, sea en
tierra, mar o aire. Las dos recientes tragedias marítimas señaladas al comienzo
suponen para ciertas personas un aldabonazo en la conciencia al comparar el
estilo de vida tan distinto en lugares tan próximos entre personas que
teóricamente tienen los mismos derechos como seres humanos. Es innegable que
cualquier ciudadano puede dedicar su dinero a excursiones de lujo y a
divertirse o descansar a bordo de un crucero. Esta fórmula de turismo está hoy
de moda y los expertos la señalan como ventajosa, porque entre otras cosas los
precios han disminuido al ser mayor la oferta que la demanda.
En el complacido mundo occidental, la noticia de la
desgracia permanente que supone tener que emigrar en las condiciones precarias
y ciertamente irregulares que utilizan los africanos ha llegado a considerarse
como inevitable. Se lamenta la situación, pero sigue uno con su marcha
considerando que no está a su alcance remediarla. Es cómodo mirar hacia otro
lado, es incluso necesario porque detenerse en el pensamiento estremece las
fibras sensibles del espíritu y hasta puede provocar cierto sentimiento de
culpa. Una culpa colectiva, una responsabilidad social a la que los gobiernos
de una y otra parte no consiguen dar salida. Un problema que nadie logra
solucionar. Los regímenes políticos africanos, en buena medida corruptos y
autoritarios, nadan y guardan la ropa en este mar tempestuoso que se traga
anualmente a muchos de sus conciudadanos. Los países teóricamente desarrollados
de la cuenca mediterránea lamentan la situación, establecen pequeñas
estructuras de alivio en sus costas y se confiesan impotentes para erradicar el
mal.
Al ciudadano privilegiado que emprende un crucero, ¿no
le produce cierto estremecimiento pensar que seres humanos parecidos a él –salvo
en la fortuna y derivados– corren un riesgo de muerte diez mil veces superior al que puede darse en su gozosa excursión?
Francisco
Javier Aguirre
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