“Desertores
de Dios”, de F. Javier Aguirre. Ediciones Nuevos Rumbos. Zaragoza, 2012.
“La verdad está en marcha y nada la
detendrá” (Zola, “Yo acuso”).
Solvencia, dotes narrativas infrecuentes,
sobresaliente sustrato intelectual, o sea, bagaje: porque hay que saber contar
para que lo se escribe se lea conforme a lo que se sugiere en la escritura: una
narración no es otra cosa que la manera de contar una historia para que
adquiera sentido. Noble y difícil empeño si, véase la actualidad, se confunde,
con aplauso y recompensa, talento con toco-mocho y sabio con canta-mañanas. El
padre Zaberri, Lorenzo de Nora, don Artemio, el hermano Benigno, Santos
Estráviz; desde luego Luis Murillo en la hora santa. Personajes varios:
enigmáticos, bien perfilados, a veces nada más que una silueta definida a
medias; otros quizás repensados mientras los escribía; paradigmas o matices en
la intrahistoria relatada (inconsciente colectivo): novicios, apostólicos,
hermanos (casi)todos. Y ello alrededor, y dentro, de la memoria errante: así se
mueve lo que se cuenta con pasaporte (auto)biográfico. El ritmo, sostenido (un
logro), sin inflexiones ni perezosas vistas al tendido. La anécdota de la
beatificación y el descubrimiento del nombre del padre que pretextan la
lectura: tramas perversas, turbias, claustrofóbicas. Precaria y dañina
educación sentimental, revelaciones, decepciones, deserciones, los abismos
recónditos del misterio que somos, y todo debajo, muy debajo, del pater noster,
de los himnos, letanías, gregorianos, templos, altares, pupitres, encerados y
los cánones indemostrables. Y la inocencia que Murillo arrastra desde su
origen, y el subsiguiente escalofrío de la emoción. Tranca y contención
irónica, elegancia estética, depuración en el lenguaje. El vector tiempo,
manejado con puntillo (percepción inmediata de la totalidad en un instante en el que todo es simultáneo), y que
es el hilo que ata y desata ese nudo. Porque esta excelente y decisiva novela
es un circuito cerrado que circula en una u otra dirección, modificando lo que
antecede y, a su vez, son los antecedentes los que conducen al final. Un
historia interminable, reflexionada (verbigracia: el sentido del violín, de la
música como cenit), muy dura (más en el contexto que en el argumento); sin duda
más próxima para quienes conocemos de primera bofetada y reglazo qué era una
congregación lasaliana, la relevante diferencia entre un hermano y un cura, y
lo que representaban los jueves por la tarde. Y desde una prosa intensa, muy
intensa; un inmersión lúcida dotada de esfuerzo, intimidad y capacidad de
sugerencia. Y eso, hoy más que ayer y menos que mañana, es una muy grata y
bienvenida noticia. Resonancias y conexiones permanentes, trasladadas con esa
especial sensibilidad para captar y describir (el autor, de amplio y notable
recorrido intelectual, puede presumir del nerudiano confieso que he vivido) un
mundo cerrado, denso, hipócrita, cruel, pero, por supuesto, humano,
esencialmente humano. Destaca la verosimilitud en la descripción y el relato
meticuloso, brillante, de lo acontecido, posponiendo solemnidades categóricas y
relegando revisiones anti-históricas. Diálogos construidos para intercalar y
proponer el trasfondo ideológico, su complejidad y extensa vigencia.
Literatura, o sea: transmitir desde la palabra incardinada, sea en frases sea
en párrafos, el sentido y sinsentido de una historia; que estructura y
significado se amolden a la complejidad vital del ir y venir de los personajes,
del argumento, porque la función de la ficción es tratar de ser testigo de todo
esto. Literatura, es el raro caso de
esta magnífica novela.
Jorge
Cortés
Marzo,
2012