miércoles, 2 de enero de 2013

Comentario de Jorge Cortés a DESERTORES DE DIOS



Desertores de Dios”, de F. Javier Aguirre. Ediciones Nuevos Rumbos. Zaragoza, 2012.

                  “La verdad está en marcha y nada la detendrá” (Zola, “Yo acuso”).

                   Solvencia, dotes narrativas infrecuentes, sobresaliente sustrato intelectual, o sea, bagaje: porque hay que saber contar para que lo se escribe se lea conforme a lo que se sugiere en la escritura: una narración no es otra cosa que la manera de contar una historia para que adquiera sentido. Noble y difícil empeño si, véase la actualidad, se confunde, con aplauso y recompensa, talento con toco-mocho y sabio con canta-mañanas. El padre Zaberri, Lorenzo de Nora, don Artemio, el hermano Benigno, Santos Estráviz; desde luego Luis Murillo en la hora santa. Personajes varios: enigmáticos, bien perfilados, a veces nada más que una silueta definida a medias; otros quizás repensados mientras los escribía; paradigmas o matices en la intrahistoria relatada (inconsciente colectivo): novicios, apostólicos, hermanos (casi)todos. Y ello alrededor, y dentro, de la memoria errante: así se mueve lo que se cuenta con pasaporte (auto)biográfico. El ritmo, sostenido (un logro), sin inflexiones ni perezosas vistas al tendido. La anécdota de la beatificación y el descubrimiento del nombre del padre que pretextan la lectura: tramas perversas, turbias, claustrofóbicas. Precaria y dañina educación sentimental, revelaciones, decepciones, deserciones, los abismos recónditos del misterio que somos, y todo debajo, muy debajo, del pater noster, de los himnos, letanías, gregorianos, templos, altares, pupitres, encerados y los cánones indemostrables. Y la inocencia que Murillo arrastra desde su origen, y el subsiguiente escalofrío de la emoción. Tranca y contención irónica, elegancia estética, depuración en el lenguaje. El vector tiempo, manejado con puntillo (percepción inmediata de la totalidad en un  instante en el que todo es simultáneo), y que es el hilo que ata y desata ese nudo. Porque esta excelente y decisiva novela es un circuito cerrado que circula en una u otra dirección, modificando lo que antecede y, a su vez, son los antecedentes los que conducen al final. Un historia interminable, reflexionada (verbigracia: el sentido del violín, de la música como cenit), muy dura (más en el contexto que en el argumento); sin duda más próxima para quienes conocemos de primera bofetada y reglazo qué era una congregación lasaliana, la relevante diferencia entre un hermano y un cura, y lo que representaban los jueves por la tarde. Y desde una prosa intensa, muy intensa; un inmersión lúcida dotada de esfuerzo, intimidad y capacidad de sugerencia. Y eso, hoy más que ayer y menos que mañana, es una muy grata y bienvenida noticia. Resonancias y conexiones permanentes, trasladadas con esa especial sensibilidad para captar y describir (el autor, de amplio y notable recorrido intelectual, puede presumir del nerudiano confieso que he vivido) un mundo cerrado, denso, hipócrita, cruel, pero, por supuesto, humano, esencialmente humano. Destaca la verosimilitud en la descripción y el relato meticuloso, brillante, de lo acontecido, posponiendo solemnidades categóricas y relegando revisiones anti-históricas. Diálogos construidos para intercalar y proponer el trasfondo ideológico, su complejidad y extensa vigencia. Literatura, o sea: transmitir desde la palabra incardinada, sea en frases sea en párrafos, el sentido y sinsentido de una historia; que estructura y significado se amolden a la complejidad vital del ir y venir de los personajes, del argumento, porque la función de la ficción es tratar de ser testigo de todo esto.  Literatura, es el raro caso de esta magnífica novela.
        
                                                        Jorge Cortés
                                                        Marzo, 2012

Emigrantes de ayer y de hoy




Disonancias, 18

EMIGRANTES DE AYER Y DE HOY


‘Cartas de las golondrinas’ es una pieza de teatro, original de Blanca del Barrio, que ha pasado con notable éxito hace unos días  por el zaragozano Teatro de la Estación, y también por varias salas de la Red de Teatros Alternativos que abarca escenarios de Andalucía, Aragón, Baleares, Canarias, Navarra, País Vasco, Cataluña, Comunidad Valenciana, Galicia, Extremadura, Cantabria, Asturias y Madrid. La ‘Escena Miriñaque’, de Cantabria, realiza una extraordinaria interpretación de este asunto planetario –las migraciones– a través de dos buenas actrices: Noelia Fernández y Esther Aja.
El tema es universal y, al parecer, inevitable. Los vaivenes de la historia y del clima han obligado a millones de individuos a desplazarse en busca de la supervivencia. La pieza teatral enfoca el problema desde la memoria que ha dejado en nuestra sociedad la correspondencia de los españoles emigrados a países sudamericanos –fundamentalmente Argentina y Uruguay– durante las primeras décadas del siglo XX. La trama gira en torno a los asuntos, tanto graves como livianos, que los emigrantes retratan en sus cartas. Pero ¿puede haber un asunto liviano en quien se ha visto obligado a desterrarse, a desarraigar su presencia, a rendirse a la opresión de la realidad?
El dramatismo de muchas de estas cartas se transmite en la obra a través no sólo de la palabra sino también de los gestos y actitudes de las actrices. El mensaje llega nítido, intenso y lacerante. El espectador se siente trasladado a situaciones que desconoce personalmente, pero que sin duda pueden tener referencias próximas: no en vano la segunda oleada de emigrantes españoles tuvo lugar hace medio siglo, en este caso hacia Europa. Aunque en la pieza teatral no se hace alusión directa a ella, subyace en el texto una vibración comprensiva del problema en su conjunto.
Sí aparece, aunque de modo esquemático, la realidad actual, como si cada medio siglo nuestro país se viera obligado a perder una buena parte de su potencial operativo. La diferencia en cada una de las etapas es sustantiva: en los años 10, 20 y 60 del siglo XX se trataba generalmente de mano de obra sin cualificar; la diáspora posterior a la Guerra Civil, en los años 40, tuvo como denominador común la confrontación política y afectó al mundo intelectual muy crudamente. En la actualidad, el drama abarca a gran parte de una juventud bien cualificada que se ha esforzado en el desarrollo de su capacidad tecnológica y no encuentra una salida laboral digna en nuestro país.
Sería muy interesante hacer una recopilación de cartas de estas últimas ‘golondrinas’; unos mensajes rápidos, de trayecto veloz a través de Internet, pero sin duda llenos de un dramatismo similar a los que envolvían sobres de papel y garantizaban sellos de correos a lo largo de todo el siglo XX.

Francisco Javier Aguirre

Del Medio ambiente al miedo ambiente



Disonancias, 4.

DEL MEDIO AMBIENTE AL MIEDO AMBIENTE


La primera década del siglo XXI ha sido la del medio ambiente; la segunda está siendo la del miedo ambiente.

El tema del medio ambiente, que ha caracterizado a la primera década del siglo, puede resumirse diciendo que esta importantísima cuestión, pendiente desde hace mucho tiempo,  comenzó a consolidarse a finales del anterior, concretamente en 1992, dentro de lo que se conoció como la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro.

El 11 de diciembre de 1997 los países industrializados se comprometieron, en la ciudad de Kioto, a ejecutar un conjunto de medidas para reducir los gases de efecto invernadero. Los gobiernos pactaron reducir en al menos un 5% de promedio las emisiones contaminantes entre 2008 y 2012, tomando como referencia los niveles de 1990. El acuerdo entró en vigor el 16 de febrero de 2005, después de la ratificación por parte de Rusia el 18 de noviembre de 2004. En noviembre de 2009, eran 187 estados los que habían ratificado el protocolo.

Los Estados Unidos, el mayor emisor de gases de invernadero mundial, no lo ha hecho al considerar que la aplicación del mismo es ineficiente e injusta al involucrar sólo a los países industrializados y excluir de las restricciones a algunos de los mayores emisores de gases en vías de desarrollo (China e India en particular), lo cual consideran que perjudicaría gravemente a su economía. Dejemos aquí el asunto y esperemos las mediciones que se efectúen al finalizar este año, adelantando que las predicciones no son muy optimistas.

Ahora vamos a considerar brevemente cómo la segunda década en la que estamos viviendo está caracterizada por el miedo ambiente. Todos tenemos miedo, los ricos y los pobres, los países desarrollados y los que intentan seguir nuestra estela, quienes tienen trabajo y quienes están en paro, los habitantes de los pueblos y los de las ciudades, los jóvenes y los viejos, las mujeres y los hombres…

Tienen miedo –aunque quizá menos que otros colectivos– los grandes financieros y especuladores porque sospechan que en algún momento se les va a ir de las manos el timón del barco que navega según un rumbo preestablecido hacia sus intereses económicos, sean lícitos o ilícitos.

Tienen miedo los empresarios, grandes y pequeños, de que la situación crítica que atraviesa el mundo occidental, sobre todo la Unión Europea, conduzca al cierre de sus negocios, fenómeno que lamentablemente se da con mayor frecuencia cada vez y del que tenemos noticia por las informaciones diarias.

Tienen miedo los trabajadores con empleo porque ven peligrar su puesto cuando depende de una empresa privada, y tienen miedo los funcionarios de la administración pública porque el deterioro de sus percepciones es evidente y porque además se está azuzando a la opinión general en contra de ellos.

Tienen miedo los parados porque la situación de desempleo creciente no induce a la esperanza, sino todo lo contrario. Y no solamente ocurre en España, donde el problema parece insoluble a corto y medio plazo, sino también en otros países de nuestra órbita.

Tienen miedo los jóvenes porque no ven horizonte a sus esfuerzos de preparación profesional; los más decididos –que en muchas ocasiones coinciden con los más preparados– buscan fuera de nuestras fronteras alguna posibilidad, aunque haya que superar obstáculos con los que no contaban.

Tienen miedo las gentes de edad madura porque saben que una eventual pérdida de su trabajo conducirá al hundimiento de su estatus social y económico, dada la dificultad de encontrar un puesto a partir de los 50 años, e incluso antes.

Tienen miedo los comerciantes porque ha disminuido el nivel del consumo y la caída de las ventas parece no tener fin. Quienes trabajan con materias de primera necesidad (básicamente la alimentación) temen tener que bajar la calidad de sus productos, lo que redundará en nuevos perjuicios, incluso para la salud.

Tienen miedo muchos profesionales libres y muchos trabajadores del sector servicios –por ejemplo los taxistas– porque la clientela es cada vez menor, salvo en las situaciones donde se juega con la salud y en segundo término con el dinero. No obstante, médicos y abogados, sin ir más lejos, también tienen miedo de que su estatus decaiga al disminuir los recursos económicos de sus pacientes y clientes.

El listado podría prolongarse indefinidamente, pero no conviene dejarse dominar por el derrotismo, porque una sociedad miedosa es fácilmente manipulable. Sí conviene estar alerta y ojo avizor porque todos estos oleajes sociales y económicos que nos zarandean pueden ser utilizados impunemente por pescadores a río revuelto, estén asentados en la política o en las altas finanzas, que en muchas ocasiones parecen contar con vasos comunicantes.

Francisco Javier Aguirre

Indolencia universitaria




Disonancias, 17

INDOLENCIA UNIVERSITARIA

Lo dicen los profesores más enrollados y más implicados en su tarea: los universitarios de hoy, en general, son indolentes. Salvo excepciones, aspiran a concluir una carrera, obtener un título y conseguir un trabajo vinculado a sus conocimientos. Les importa poco su formación integral; pasan de lo que no sea productivo, inmediato, rentable. Es la perspectiva general.
¿De dónde procede el desinterés? Los profesores universitarios lo atribuyen a las etapas anteriores del proceso educativo. También se refieren al ambiente social que estimula el consumismo, el hedonismo, la apariencia y la superficialidad. Si tienen ya cierta edad –más de 50 años– establecen un marco comparativo con su etapa de alumnos, claramente favorable para ellos en lo que se refiere a la creación de una inquietud intelectual en su época, que hoy no consiguen despertar en sus aulas. Seguramente es ya tarde.
Por fortuna hay estudiantes que se salen de este marco, pero son pocos. Vista la situación desde el exterior, hay que dar la razón a los profesores porque el panorama que se observa en el mundo universitario es realmente pobre en lo que se refiere a las aficiones, intereses e inquietudes universales que debieran cultivarse en ese ámbito.
Para muestra, un botón: durante los días 23, 24 y 25 noviembre del presente año se celebró en Zaragoza el IV Certamen de Teatro No Profesional en el Centro Cívico Universidad, en colaboración con la Escuela Municipal de Teatro. Hubo seis espectáculos, y uno concreto realizado por el Aula de Teatro de la Universidad Carlos III, de Madrid, presentando Las Mujeres Sabias, de Molière. La versión castellana de Paloma Zavala, directora al mismo tiempo de la representación, resultó excelente, y los nueve actores realizaron un gran papel, tanto individual como colectivamente. La escenografía de Ariel Díaz, suficiente. La banda sonora, a buen nivel.
A partir de ahí, cierta desolación: entre el público no había gente joven. El aforo de la sala tiene una capacidad para 120 personas, y el acceso era libre. Los espectadores alcanzaban el medio centenar, aproximadamente. El lugar es céntrico, de fácil localización. Está a 300 metros del campus de la Ciudad Universitaria, en cuyo entorno –Colegios Mayores incluidos– viven varios millares de estudiantes. La hora, 12 del mediodía, es propicia teóricamente para ellos, aunque se haya prolongado la fiesta del viernes-noche. Pues bien, entre los asistentes al espectáculo no había gente joven. Claro que tampoco –al menos por las pintas–, profesores universitarios ni de otros niveles educativos. ¿Ni siquiera por un cierto sentido solidario con los esforzados  intérpretes del Aula de Teatro de la Universidad Carlos III, de Madrid?

Francisco Javier Aguirre

Huelga contra mí mismo




Disonancias, 16

HUELGA CONTRA MÍ MISMO.



Soy un profesional, un médico de prestigio, un abogado con clientela, un alto funcionario, un comerciante con el negocio saneado que no ha tenido que cerrar, un ejecutivo de una empresa solvente, un director de  oficina bancaria que realiza una buena gestión, un farmacéutico con oficina propia en un barrio muy poblado, un político de raza sentado en la poltrona durante decenios… soy, en definitiva, una persona de economía desahogada que se permite salir a cenar a restaurantes de lujo con los amigos casi todos los sábados, y a comer con la familia muchos domingos, que tiene un pequeño yate atracado en un puerto deportivo del Mediterráneo, muy próximo al lugar donde posee una segunda vivienda para las vacaciones, y que, siendo aficionado a la vida marítima, realiza al año al menos un crucero de alto standing. A veces, incluso, el tiempo de asueto le permite hacer algún viaje de ensueño por la lejana Asia o la fraterna América durante una o dos semanas.
Resido en una vivienda unifamiliar, bien comunicada con la ciudad, con un pequeño jardín privado y una piscina comunitaria que siempre está impecable porque tenemos contratado su mantenimiento con la empresa de un amigo que se esmera en ofrecernos un trato preferencial. En casa disponemos de tres baños completos y de un aseo al que se puede acceder desde el jardín. Entre el despacho y las habitaciones hay cinco ordenadores, uno fijo y cuatro portátiles, que ahora usamos poco porque cada uno de los miembros de la familia tiene su iPhone y su iPad. Hay también cuatro televisores, todos de plasma y uno de ellos, el del salón, con una pantalla de 56 pulgadas. Tenemos también varios móviles, unos de carácter privado y otros para atender asuntos del trabajo o de los negocios, que tampoco usamos mucho, pero mantenemos en servicio porque son necesarios. Me da cierto apuro citar el número de bombillas que hay en toda la casa, incluido el sótano con su bodega; un día las conté por curiosidad y me quedé pasmado. Cierto es que no todas se encienden al mismo tiempo, pero ahí están.
Añadiré que en el garaje de la vivienda tenemos dos vehículos y que en el parking de un centro comercial compramos hace años una plaza grande donde también tenemos otro vehículo, el más antiguo, un todoterreno que usamos de vez en cuando para excursiones familiares o personales por las zonas montañosas o los espacios rurales próximos a la ciudad.
No revelaré más detalles sobre mi vida, salvo uno: reflexionando sobre las circunstancias actuales que afectan a la mayor parte de los ciudadanos de este país y de este continente, he decidido iniciar dos cosas: primero una manifestación privada y luego una huelga parcial, pero indefinida, contra mí mismo y mi forma de vida.

Francisco Javier Aguirre

Camino del Paraíso




Disonancias, 15

CAMINO DEL PARAÍSO

En un país formado por varios latifundios, comenzaron a ir mal las cosas. Mejor dicho: comenzó a saberse que las cosas iban de mal en peor. Las trampas, los desmanes, las mentiras, los engrudos, el trinque, las tráfalas y el contubernio venían de tiempo atrás. Pero llegó un punto en que no pudo mantenerse más el simulacro y todo se desmoronó.
A la vista de la confiada –y en gran parte cegata– muchedumbre aparecieron las maniobras y los manejos de los poderosos. Los dueños de los latifundios se habían dejado llevar por la codicia y habían intoxicado a sus lacayos, los capataces que gobernaban el negocio. Éstos, a su vez, habían ido contagiando a buena parte de los trabajadores a su servicio, haciéndoles creer que eran tiempos de cerezas y vainilla.
Pero el tingladillo se fue hundiendo a velocidad de abismo y sin ninguna misericordia. Cumpliendo las leyes de la lógica, pilló debajo a los más descolocados, a los más débiles, a los más desfavorecidos de los trabajadores. Siempre había ocurrido lo mismo a lo largo de la Historia universal, pero los incautos florecen en todo tiempo como lechuguinos primaverales.
El desmoronamiento general desembocó en penurias de todo tipo. Faltó el trabajo, se disolvió la alegría, llegó a escasear el pan. Los capataces de los latifundios, bastante menos afectados que los trabajadores, salieron a la palestra tratando de explicar la situación. Al mismo tiempo defendían sus prebendas. Pero en los cuerpos se fraguaba el hambre y en los espíritus la ira. Comenzó un baile de dimes y diretes orquestado por los medios de comunicación al servicio de los poderosos. Los capataces se encargaban de poner la solfa a las canciones del descalabro. Subían a las tribunas y a los platós para explicar la desgracia y prometer lo imposible.
Los dueños de los latifundios, entre tanto, continuaban pastoreando sus movidas codiciosas sin dejar de aprovechar el río revuelto para llenar la cesta de la pesca. Tenían bien sujetos por el cuello y los bolsillos a los capataces, que sin ellos eran nada, eran nadies, exactamente nadies.
El fenómeno había ocurrido anteriormente en otros latifundios del planeta donde el plural excluyente de personas se dice nadies; así que nadies. Sin embargo –volviendo a nuestros inmensos latifundios–, aquellos nadies parecían haber aprendido nada. Enarbolaban unos unas siglas, otros otras, pero todos acudían al pesebre de los dueños. Unos y otros seguían mareando y magreando la perdiz, a falta de animales de mayor prosopopeya.
Entonces el cabreo de los pobres tomó temperatura. Hubo proclamas, convocatorias, gritos, amenazas, insultos, gresca, indignación. Se organizaron marchas y manifestaciones inmensas, intensas. Se intentó arrodear e incluso reasaltar el cortijo principal donde se reunía el conciliábulo de los capataces más lustrosos. También hubo algaradas en torno a otros cortijos dispersos por el territorio que ocupaban los capataces de segunda división. (La pasión por el fútbol lo había teñido todo de corto). Mucho vocerío estéril, porque los lacayos congregados al amparo de sus poltronas no podían disponer nada que perjudicase a sus señores. Continuó habiendo voces, manifiestos, sesudos estudios y explicaciones varias –incluso científicas– del desastre. Cada cual aportó su saña o su desesperanza.
Los capataces asistían atónitos al espectáculo, creyéndose capaces de resolver la situación. (Capataces capaces, gozosa fantasía). Aceptaban que el descrédito les envolviera y el desprecio se cebara en ellos; era una servidumbre previamente convenida, una cláusula del pacto tácito establecido con los amos de los diversos latifundios: sin el sostén de éstos, ellos seguían siendo nadies.
Así las cosas, no hubo en aquel país una mente luminosa que propusiera arrodear los palacios de los señores, sus suculentas mansiones, para decirles con sosiego y humildad –no le cuadra otra postura al siervo de los siervos, acéptese la redundancia– que ya estaba bien de cachondeo. Si alguien lo hubiera hecho, quizá los poderosos, los señores, los caciques, los dueños de la hacienda, algunos de los cuales habían sido investidos doctores honoris causa por sus lacayos con el aplauso idiota de la plebe abotargada, hubieran hecho oídos sordos o, en un alarde de lesa agilidad, mutis por el foro. Como siempre lo hicieron, o lo intentaron, a lo largo de la Historia universal.
Aunque en estos tiempos de tantísimo progreso, de tantísima tecnología, se les ha quedado corto y como viejo del foro (por la izquierda o por la derecha), y prefieren tomar su jet privado y dirigirse hacia los paraísos que se han ido construyendo con el sudor de la frente de los siervos y la mirada beneplácito de los lacayos. Unos paraísos de doble faz y envergadura: la placentera y la fiscal.


Francisco Javier Aguirre

El Premio del público




Disonancias, 14

EL PREMIO DEL PÚBLICO

En el último decenio del siglo XX apareció un concepto nuevo en los concursos artísticos: el premio del público. El festival de cine de San Sebastián, por ejemplo, comenzó a otorgarlo en 1998. La estrategia pronto fue afectando a otros ámbitos. El desarrollo de las redes sociales en el primer decenio del siglo XXI propició la apertura del juicio a oyentes, espectadores o lectores.
En diferentes concursos se ofrece hoy la posibilidad de votar determinada canción, un relato concreto, un videoclip o cualquier otro producto creativo. En principio parece positivo abrir la calificación de las obras artísticas al criterio de la gente que las disfruta. Es un síntoma de la democratización de la cultura. No sólo los expertos son capaces de discriminar el valor de un producto.
Sin embargo, el procedimiento tiene sus inconvenientes. En sucesivas ocasiones he recibido mensajes escritos o telefónicos de amigos artistas –amigos, o simplemente conocidos– requiriendo mi voto a favor de su canción, su disco, su relato o su cortometraje. No me ha ocurrido con obras plásticas, sobre las que parece más difícil emitir una opinión sin ver detenidamente el objeto a juzgar. Pero los cortos, los relatos y las canciones llegan fácilmente por Internet, lo cual posibilita su valoración.
Desde la óptica de la amistad con el músico, cineasta o escritor que pide el voto –amistad o relación más o menos próxima– parece coherente otorgarle lo que pide, sin más trámite. Pero resulta claramente injusto el procedimiento, porque habitualmente no se ven, ni se leen, ni se escuchan la decena o veintena de relatos, cortometrajes y canciones finalistas para poder valorarlas objetivamente. Lo normal es buscar el panel de votaciones y señalar como mejor la obra del amigo o conocido. Esto falsifica el resultado final. Si uno de los concursantes aludidos tiene 500 contactos a quienes solicita al voto, por ejemplo, es posible que le respondan positivamente 400. Si otro avisa solamente a 50, la diferencia está clara aunque lo voten todos. Supongamos que el tercer concursante, opuesto a estas maniobras, deja el asunto en manos del destino: probablemente los apoyos que obtenga sean mínimos.
Conozco el caso de un concurso literario en el que el jurado técnico valoró con 9 puntos al ganador, y con 6 y 5 respectivamente a los dos finalistas. Sometido el resultado al juicio del público, el ganador obtuvo 16 votos, el primer finalista 34 y el tercero 83. Hay una diferencia tan notable que, o bien el jurado técnico se columpió, o bien el segundo finalista tenía una larga lista de contactos y aprovechó la ocasión.
El final del cuento es que el ganador se llevó el premio del jurado –el mejor dotado– y el segundo finalista el premio del público. A cada cual lo suyo.

Francisco Javier Aguirre

Razón legal, razón moral




Disonancias, 13

RAZÓN LEGAL, RAZÓN MORAL

He visto recientemente la película italiana ‘Terraferma’ que plantea un tema de máxima actualidad: el turismo de la gente acomodada en los lugares costeros susceptibles de recibir inmigrantes clandestinos. La película, aunque interesante, podría estar realizada con más garbo, pero dejo su comentario para centrarme en algo que me ha llamado la atención particularmente: el conflicto entre la razón legal y la razón moral. Según la legislación italiana, ayudar a un inmigrante sin papeles es delito; según la ‘ley del mar’, código tradicional de los pescadores, hay que socorrer a cualquier náufrago, independientemente de su raza, religión, sexo, edad o situación legal. Los protagonistas de la película se debaten entre ambos mandamientos, que hoy acucian a muchos ciudadanos en otros contextos.
La razón legal impone el desahucio de aquellas viviendas que no han satisfecho sus obligaciones económicas-contractuales con los bancos o la administración, mientras que la razón moral apoya a los inquilinos que a causa de una mala coyuntura no pueden cumplir los compromisos que adquirieron en una situación normal. La casuística es abundante tanto en esta materia como en otras de la vida cotidiana.
El poder ejecutivo siempre se basa en la legislación para resolver estos conflictos. Quien no puede pagar es desposeído de su propiedad, aunque una constitución o una declaración de derechos humanos consideren la vivienda como un bien elemental y necesario. El poder ejecutivo se limita a aplicar lo que el poder legislativo ha establecido; si se recurre al poder judicial, el enfoque de la cuestión será mayoritariamente el mismo. No en vano existen unos estrechos vasos comunicantes entre estos tres poderes ‘independientes’.
La reflexión sobre ellos en una situación presuntamente democrática, como la que se vive en nuestro país y en otros muchos, lleva a preguntarse a favor de quién actúan unos y otros. Teóricamente sirven al ‘pueblo soberano’ que es quien ha elegido a los legisladores. Éstos determinan el poder ejecutivo y entre ambos consolidan el judicial. En consecuencia, las leyes y las demás disposiciones oficiales contarían con el refrendo de los ciudadanos, al menos de los que han participado en los procesos electorales.
Sin embargo, existen fundadas sospechas de que una buena parte de lo que se legisla en función de los intereses generales, puede volverse en contra de los más débiles cuando surge un conflicto. Para nadie es un secreto que los grandes partidos, los que consiguen mayorías absolutas o relativas en los parlamentos democráticos y pueden formar gobierno, dependen en último término de grupos de presión y gente poderosa que no permitiría un ejercicio político que les perjudicara.
La historia reciente está llena de ejemplos. La razón legal siempre aplastará a la razón moral cuando el interés de los poderosos se vea comprometido. Salvo que modifiquemos el modelo de sociedad a partir de un cambio de conciencia.

Francisco Javier Aguirre

Imagen sobre zapatos




Disonancias, 12

IMAGEN SOBRE ZAPATOS


He visto esta tarde en una zapatería el anuncio y la muestra concreta de unos modelos de zapatos ‘para parecer más alt@’. A mí me hubiera parecido mejor que pusiera ‘alto y alta’, porque la @ no acaba de configurarse como un género y ya estamos acostumbrados a lo de ‘vascos y vascas’ que nos inoculó en el cogote el antiguo lehendakari Ibarretxe.
Esta temporada –que empezó a mediados del siglo pasado cuando se popularizó el pelargón– se lleva la gente alta. Las personas bajitas y con esmero no tienen mucho futuro porque en medio de la manada sólo destacan los altos y las altas. Hasta tal punto que ha calado la cuestión entre la gente, y algunos expertos estiman que la caída en desgracia de Sarkozy y su salida del Elíseo obedeció en parte a su baja estatura. Hay curiosas fotografías –curiosas y ridículas  al mismo tiempo– con el ex presidente francés subido a un alzapies tras el atril de pronunciar discursos. La estrategia también ha sido utilizada por otros mandamases y mandatarios –éstos, meros acólitos de aquéllos– a quienes natura no dotó de longitud suficiente.
Sin embargo, la excesiva altura tiene sus riesgos. Hay gente de elevado porte que no destaca por su inteligencia, tal vez por motivos circulatorios. En el acervo popular ha quedado registrado el caso de un hombre tan alto, tan alto, que no le llegaba la sangre a los pies. También se cuenta la tragedia de un individuo altísimo que hubo de cortarse un trozo de las piernas porque no cabía por la puerta de la casa que había comprado y el notario se negaba a escriturar la operación.
Esta misma tarde he podido observar cómo una mujer longilínea atraía muchas miradas masculinas y algunas femeninas, a pesar de que era un cardo setero a juzgar por sus ademanes altivos y sus movimientos desacompasados. En cambio una armoniosa chaparrita de origen indígena y rezumante boca, apenas atraía la atención de nadie. No está de moda la anchura, sino la altura. Nadie quiere utilizar ahora el lecho de Procusto. Cuenta la leyenda que este posadero de Eleusis, en la Grecia antigua, sometía a sus huéspedes a una curiosa operación: les obligaba a acostarse en una cama de hierro, y si el huésped era bajito, le estiraba las piernas hasta que se ajustaran exactamente al catre. También parece que si se trataba de un individuo excesivamente alto, le serraba los pies que sobresalían de la cama para evitarse la competencia, ya que él lucía una gran dimensión por todas sus partes.
Puedo confesar y confieso que esta tarde no me he comprado los zapatos de pega. Creo que la altura física tiene muchos inconvenientes –le fichan o le dan a uno en las manifestaciones, cuando el tiroteo, por ejemplo– y no es señal de nada fundamental. Un amiguete bajito lo tenía tan claro que cuando le fueron bien las cosas y quiso demostrar públicamente que era un triunfador, no se compró zapatos ‘de crecer’, sino que se dedicó a comer y comer y comer porque de esa manera estaba seguro de que todo el mundo comprendería que pasar de la clase media baja a la clase media ancha es señal inequívoca de prosperidad.

Francisco Javier Aguirre

Ídolos por los suelos




Disonancias, 11

ÍDOLOS POR LOS SUELOS

Tal vez sea su condición: caer del pedestal. Están demasiado a la vista y directamente expuestos a los vendavales de la vida. Despiertan admiración, a veces boba y catatónica, pero también envidia y malquerencia. No hay muchos ídolos perdurables. Fácilmente muestran su fragilidad y pierden el favor del público.
Hay ídolos efímeros por su propia naturaleza, como los artísticos y los deportivos. En cuanto los primeros dejan de aparecer en los medios, son rápidamente olvidados y sustituidos. El público idolátrico es voluble, propenso a la novedad, conceptualmente débil y emocionalmente infiel. Si se trata de los deportistas, en individual o en equipo, su estima dependerá de los resultados, no del esfuerzo para conseguirlos.
Los ejemplos se multiplican en ambos casos. Cada cual puede activar su memoria y elaborar largas listas de ídolos caídos a lo largo de los años. Es lamentable el olvido, aunque natural; lo verdaderamente trágico es el desplome del ídolo desde su pleno pedestal cuando se le descubren de repente fallos, trampas, mentiras o contradicciones difíciles de justificar.
Reconozco que  no soy muy dado a las idolatrías de ningún género. Admiro el esfuerzo más que los resultados, cuando lo primero es perceptible. Pero no apuesto en firme por nadie encumbrado por razones tan simples como haber ganado una carrera o un torneo. Están ahí, al viento del análisis, al albur de las circunstancias. A poco que se hurgue en su trayectoria, no será difícil encontrarles resquicios feos, puntos oscuros.
Aterrizaré. En los últimos tiempos me han confirmado su caída del pedestal cuatro deportistas de renombre: tres ciclistas y un tenista (o cuatro deportistos de postín: tres ciclistos y un tenisto, si atendemos a las furibundias que abogan por eliminar el machismo del lenguaje). El primero en caérseme fue Indurain, incluso antes de que la prensa y los aficionados elevaran su podio a la dimensión de altar. En las hemerotecas figuran sus declaraciones tras los primeros triunfos rechazando ideas como la de  ‘representar a España’, afirmando que pasaba de eso; la cosa olía a tufillo con trasfondo político. Alguien debió advertirle de que así no llegaría a convertirse en un ídolo nacional, y no volvió a mencionar el tema. Lástima convertir en categoría la anécdota del sitio donde uno nace. ¿Sería distinto el personaje de haber nacido mil kilómetros al norte o al sur, al este o al oeste?
El segundo y el tercer desplomes, casi a la par, han sido Armstrong y Contador, de la misma profesión, en el candelero por la sospecha de dopaje. A pesar de la precautoria máxima ‘in dubio pro reo’, su  imagen ha quedado dudosa para siempre. Ya hay periodistas intoxicadores que andan repartiendo entre los segundones los Tours que ellos ganaron.
La última caída le ha tocado a Nadal. No cabe duda de que es un buen chico, de que se esfuerza, de que controla sus impulsos, de que no rompe raquetas contra el suelo, etc. Está bien dirigido, bien aconsejado. Menos en el tema de los relojes. Si es cierto, como dicen, que le robaron un cuentatiempo de 300.000 euros, mi idolatría es imposible. ¿300.000 euros en este mundo, en estos años, por mucho dinero que uno gane en un torneo? Tema largo para el debate.
Por mi parte confieso la decepción. Creo que le hubiera bastado con algo menos, que hubiera llegado igualmente puntual a los entrenamientos y a las pistas consultando en su muñeca un reloj de… pongamos 290.000 euros.

Francisco Javier Aguirre

¿Es el enemigo?



Para El Librepensador.

Disonancias, 10


¿ES EL ENEMIGO?

En el reciente homenaje televisivo al humorista Miguel Gila, volvió a mostrarse el tan conocido sketch ‘¿Es el enemigo?’ en el que parodia una hipotética escaramuza bélica de tiempos pasados. Si viviera hoy este maestro del humor, su llamada telefónica no iría dirigida a las líneas de combate contrarias, sino a otros destinatarios.
Durante los pasados siglos, el enemigo era alguien visible, al menos en primer término, porque los verdaderos promotores de los conflictos bélicos nunca estaban al alcance de las espadas, de las lanzas o de los proyectiles. Las víctimas cruentas de la situación eran los profesionales y los mercenarios de los ejércitos –cuando no la población civil– que inmolaban su vida en aras de principios tan difusos como la patria, la bandera, la monarquía reinante u otro poder establecido, la confesión religiosa, etc. Es una obviedad recordar que los verdaderos intereses eran de carácter económico y no estaban al alcance de la pobre gente que en general no era consciente de su manipulación, ni siquiera en las instancias medias del mando militar.
Tras la denominada Segunda Guerra Mundial, las armas y la estrategia han ido variando. Continúa la sangría insensata que supone el gasto militar en casi todos los países del mundo (no me consta otra abolición oficial del ejército de un país salvo la ocurrida en la República de Costa Rica el 1 de diciembre de 1948), con el argumento de que son armas para la defensa, no para el ataque. Largas controversias sigue y seguirá provocando el tema, pero hay que admitir que, dado el primitivismo sustancial de la especie humana, los ejércitos convencionales son inevitables.
Y al parecer también son inevitables los ejércitos sofisticados y altamente tecnificados que funcionan con armamento no convencional. Las guerras son las mismas, las víctimas inmediatas son las mismas, los promotores son los mismos, los objetivos no han variado; los que sí lo han hecho han sido los procedimientos, los medios, las armas. La codicia, la ansiedad y el desequilibrio interno de los poderosos se canalizan ahora a través de individuos encasillados como oficiales o como tropa de un ejército provisto de armamento virtual, de carácter económico-financiero, algo que no provoca heridas sangrientas en el cuerpo (salvo excepciones: ya comentaré algún caso) sino en la mente y en el espíritu, tanto individual como social. Y no me refiero a los poderes gobernantes, sino a los poderes dominantes, de los cuales los anteriores son simples lacayos con un perfil personal generalmente mediocre.
Los presidentes de las grandes corporaciones industriales y financieras, los dueños de los holdings, los consejeros delegados, sus rendidos acólitos, los brokers despiadados, los aspirantes a puestos ejecutivos desde los que manipular ‘legalmente’ la economía y toda una caterva de individuos que difícilmente merecen el calificativo de ‘humanos’  –tomado éste en su sentido profundo–, serían hoy los destinatarios de las llamadas de Miguel Gila. Aunque, con toda seguridad, no se pondrían al teléfono.

Francisco Javier Aguirre

Memoria o vergüenza



Disonancias, 9

MEMORIA O VERGÜENZA

‘O no hay memoria o no hay vergüenza’, he escuchado esta mañana de sábado en Radio Nacional de España respecto a unas declaraciones de María Dolores de Cospedal, presidenta de la comunidad de Castilla-La Mancha y secretaria general del Partido Popular. Las declaraciones se realizaron hace varios meses, cuando aún gobernaba Rodríguez Zapatero, y se referían a la negativa absoluta del partido que hoy gobierna a aplicar la amnistía fiscal que se ha decretado en la reciente ley de presupuestos.
Las contradicciones de los políticos son frecuentes y patéticas. Pero es un tema tan manido que parece inevitable aceptarlo como una de las condiciones lamentables de nuestra convivencia pública. No se ven los toros desde la barrera igual que desde el interior del ruedo. Y el ruedo ibérico tiene muchos perfiles que desde los tendidos parecen fáciles, cuanto en realidad es todo lo contrario.
No trato de echar en cara al actual gobierno las medidas económicas que acaba de adoptar, por cuanto en buena parte obedecen a la política de quienes les precedieron en el poder. Estos, a su vez, fueron víctimas de toda una situación anómala originada hace decenios, cuyos componentes ya han sido descritos hasta la saciedad, aunque a mi entender nadie quiere hacer hincapié en el verdadero origen del conflicto: la falta de proyecto ‘humano’ de quienes deciden y controlan la organización socio-política del mundo contemporáneo.
Lo que quiero hacer resaltar en positivo es que en una emisora pública, como Radio Nacional de España, se pueda discrepar de las medidas gubernamentales sin que se originen represalias inmediatas y se castigue con los correspondientes ceses a los profesionales del medio. Estábamos acostumbrados a que esto fuera así durante mucho tiempo y ahora podemos sentirnos satisfechos de que la independencia informativa –que intentó conculcarse el año pasado por parte del Consejo Asesor de Radiotelevisión Española– se mantenga indefinidamente. Por una vez parece que los poderes públicos han comprendido que los medios del Estado no son los medios del gobierno.
Cuando un colaborador del excelente programa ‘No es un día cualquiera’ que se emite sábados y domingos por la mañana en la cadena pública, puede echar en cara a la secretaría general del partido gobernante que ‘o no tiene memoria, o no tiene vergüenza’ sin que se desate una tormenta en las altas esferas, los españoles podemos sentirnos satisfechos y respirar un poco en medio de los sofocos que padecemos.  Que dure.

Francisco Javier Aguirre

La crisis global



Disonancias, 8.

LA CRISIS GLOBAL

Por primera vez desde que el mundo es historia, la humanidad se enfrenta a un problema global. Durante los siglos pasados, incluido el XX, las crisis eran sectoriales, regionales, locales o como quieran denominarse. Se solucionaban mediante acuerdos entre las partes implicadas, que en ocasiones incluían el sometimiento de los más débiles y que en muchos casos derivaban lamentablemente en enfrentamientos bélicos. A lo largo del tiempo se ha ido comprobando la caducidad de las soluciones aplicadas.
Remontándonos tan sólo al siglo pasado, quedó clara la ineficacia del sistema comunista porque obviaba algunos datos insoslayables de la naturaleza humana, como la ambición innata en muchísima gente y la aspiración generalizada a la propiedad privada de los bienes materiales y a la libertad de expresión. La caída del muro de Berlín y la disolución del telón de acero fueron la puntilla que descartó esa filosofía política y económica, por más que se mantenga obstinadamente en pequeños enclaves como Corea del Norte o Cuba, ya que el caso de China es una mixtificación de difícil encaje dentro de los esquemas de la lógica atistotélica.
Lo que ahora está en crisis definitiva, en bancarrota irremediable,  es el sistema capitalista y neoliberal que pretendió convertirse en la panacea universal hace algo más de dos décadas, tras el final de la Guerra Fría. Sin embargo, a la vista está la ineficacia del sistema, su insustancialidad conceptual, su incapacidad operativa, sus resultados catastróficos. A pesar de que se excluyen del momento crítico ciertos países llamados emergentes, o cuya economía se denomina así –es el caso de China, India, Brasil…– la crisis afecta a todo el planeta. Son diversos los tentáculos, pero el pulpo es el mismo, valga la comparación, con disculpas para los cefalópodos.
A partir de ahora no sirven las soluciones parciales, ni las recetas eventuales para remediar un problema coyuntural. La enfermedad es total, afecta al sistema por completo, a la concepción de la vida humana, a sus objetivos globales e incluso a la proyección individual de cada uno de los sujetos que conformamos la especie. No se trata de una visión apocalíptica, porque en ningún momento considero que el desastre sea inevitable. Lo que sí pienso es que los parches que se están proponiendo desde las diversas instituciones políticas y económicas que rigen nuestro mundo son completamente anticuados e inútiles, y por ello perjudiciales. A problemas nuevos hay que buscar soluciones nuevas y no se está haciendo eso.
Se han acuñado una serie de términos de carácter técnico-financiero que, para gran parte de la gente, resultan casi incomprensibles y no resuelven las dudas que se agigantan cada día en la mente de las personas atentas. Esa jerga para iniciados parece a veces una cortina de humo que oculta la verdadera gravedad de la situación. Pero más allá de las palabras y de los términos iniciáticos, los problemas persisten.
Se dice que algunos países comienzan a levantar el vuelo, pero ya ninguna noticia es del todo creíble, porque está comprobado que la información vive mediatizada por los grandes intereses que movilizan o paralizan los recursos disponibles según el designio misterioso de la clase dominante. La clase dominante no es la clase gobernante, en muchos casos formada por simples corifeos, y hasta marionetas, de los poderes fácticos con rostro desconocido.
En el siglo XIX se conocía a los caciques por sus nombres y apellidos, se sabía la dirección de su finca o de su palacio, podían seguirse sus pasos y hasta aplicárseles un ajusticiamiento por iniciativa personal, fórmula siempre reprobable, por supuesto. Pero hoy se trata de grandes corporaciones cuyos responsables se parapetan en procelosos consejos de administración, en testaferros y hombres de paja que usan diferentes estrategias para escapar del acoso. Pero no son entidades anónimas, sino sujetos de carne y hueso con el espíritu corrompido por la ambición, por la locura del poder, por el veneno de la codicia.
Alguien puede pensar que si ellos cambian, todo cambiará. No. O todos cambiamos, o no hay cambio. Cada persona tiene una responsabilidad a su escala, en su situación, en su estrato social y económico. Todos parecemos estar esperando una consigna que proceda de arriba, un signo luminoso que abra nuevos caminos. No es probable que aparezca. En el panorama internacional no se vislumbra ninguna señal nueva y esperanzadora. Ese es el reto. El de todos como sociedad y el de cada uno de nosotros como individuos.

Francisco Javier Aguirre

Peatones y ciclistas



Disonancias, 7.

PEATONES Y CICLISTAS

Tengo coche. Lo uso cuando es necesario, tras aquilatar la ocasión. Siempre que es posible utilizó los transportes colectivos, tanto urbanos como interurbanos. Por economía, por comodidad, por coherencia y por respeto al medio ambiente.
Tengo bicicleta. La uso poco porque en la ciudad me desplazo andando o en autobús cuando el tiempo no es propicio para pedalear y corre uno el riesgo de ser arrastrado por el cierzo hasta latitudes infinitas que suelen terminar en el suelo. Estamos hablando de Zaragoza.
Cuando salgo con la bicicleta utilizo los carriles adecuados o la calzada. No me gusta transitar por las aceras. Si soy peatón, me disgusta tener que sortear a los ciclistas. La normativa municipal que permite el uso de aceras de más de 4 m de altura anchura, prescribe igualmente que la velocidad de tránsito ha de ser como máximo el doble de la del paso de una persona adulta, 10 km/h. Ningún ciclista la cumple y en muchas ocasiones ponen en riesgo tanto a sus personas como a los peatones que indudablemente tiene la prioridad.
Hace muy pocos días se ha desatado en esta urbe –anteriormente ocurrió en otras ciudades, por ejemplo en Sevilla–una polémica al respecto. El tribunal superior de justicia de Aragón decretó el 28 febrero la nulidad de las disposiciones municipales que permitían la utilización de las aceras por los ciclistas. El ayuntamiento ha decidido contravenir el reglamento de circulación que rige en todo el Estado, y piensa elevar su reclamación al tribunal supremo. Veremos en qué queda la trifulca legal.
Lo que me parece claro como peatón y como ciclista urbano –dejé el cicloturismo hace algunos años, tras el grave accidente mortal de unos colegas del que fui testigo– es que las bicicletas son para la calzada. Bien sea por los itinerarios periféricos de los barrios nuevos o por las avenidas amplias de la ciudad donde está trazado el carril bici, como en las zonas del casco antiguo donde no es posible establecerlo, las bicicletas tienen su rumbo definido. Las ventajas de este proceder son para todos, incluidos los propios ciclistas.
Hay quien aboga por la seguridad, pero la consideración global determina que es mayor la seguridad de las calzadas preparadas para el rodaje de cualquier vehículo. Los peatones estarán más seguros sin ciclistas por las aceras. Y llega el punto filipino: ¿qué ocurre con los automovilistas? ¿No son los ciclistas un obstáculo para la circulación? Pues no. Son un beneficio. Si la calle es de todos –dicho sin sentido político partidista– habrá que compartir la calzada entre todos los vehículos rodantes. Evidentemente los automovilistas tendrán que aumentar su atención y respetar el tránsito de los ciclistas. Igualmente, en muchos casos, habrán de disminuir su velocidad, lo cual redundará en mayor seguridad para ellos mismos, para los peatones que cruzan indebidamente la calzada por lugares no señalados (los pasos de cebra) y evidentemente también para los ciclistas, que no correrán el riesgo de verse embestidos, amenazados o arrinconados por la prepotencia de algunos automovilistas.
De modo que doy mi voto particular, como automovilista, peatón y ciclista, a la disposición general antes aludida y rechazo la normativa municipal de Zaragoza, y de cuantas ciudades autorizan el tránsito de las bicicletas por las aceras, no sólo por contravenir normas superiores, sino por oponerse a la lógica y a la convivencia.


Francisco Javier Aguirre

Criadas y señoras



Disonancias, 6.


CRIADAS Y SEÑORAS

Todavía calienta las pantallas de los cines, y se supone que también seguirá el mismo rumbo en las de los televisores, la película de Tate Taylor que lleva ese título. La novela de Kathryn Stockett que le ha dado argumento pretende alcanzar la categoría de ‘libro del año’, una iniciativa de la editorial que seguramente imitarán más de diez e incluso más de veinte, de la misma forma que al cabo de la temporada futbolística se celebran en los diversos campeonatos nacionales, continentales y mundiales un montón de ‘partidos del siglo’.
Dejando de lado estas magnitudes y las coincidencias de título y enfoque, la problemática actual de las criadas y las señoras está en pleno candelero, o candelabro, según versiones. La reciente disposición legislativa según la cual todas las empleadas del hogar han de estar inscritas en la seguridad social para recibir los beneficios correspondientes, ha movilizado a las señoras en relación con las criadas. Claro que ya no se denominan así, por ser fórmula anticuada, obsoleta y de tinte caciquil, aunque las mujeres aludidas –son mucho mayor en número que los hombres– sigan desempeñando las mismas funciones. Vivimos en un mundo de denominaciones fluidas, a veces eufemísticas, sin que varíen sustancialmente los contenidos y las tareas de lo que se menciona.
El caso es que las empleadas del hogar tienen los mismos derechos que el resto de los trabajadores por cuenta ajena; también las mismas obligaciones, que hasta ahora han cumplido a rajatabla y de manera inmisericorde porque de otro modo hubieran sido puestas ‘de patitas en la calle’, utilizando un término nada eufemístico pero altamente descriptivo.
Hasta aquí, muy bien. Lo que se plantea ahora es la situación de muchas mujeres –y sin duda también de algunos hombres– que teóricamente han funcionado como señoras cuando en la práctica han estado desempeñando tareas de criadas toda su vida. Los cambios sociales y económicos habidos en la segunda mitad del siglo XX han determinado el acceso mayoritario de la mujer a funciones laborales fuera de su hogar, lo cual ha significado un avance para el colectivo femenino. Ello ha propiciado mayores cuotas de igualdad entre las personas con independencia de su sexo, elemento básico para la convivencia social que viene avalado por la constitución de cualquier país civilizado. La salida de la mujer casada, o del ama de casa –alguna conexión etimológica existe entre ambos términos–, a realizar tareas por cuenta ajena fuera de su domicilio, ha propiciado que otras personas, normalmente mujeres, hayan tenido que desempeñar los trabajos domésticos. Su situación laboral tiende a normalizarse en nuestro país, pero entonces surge la cuestión: ¿qué ocurre con las señoras que al mismo tiempo son criadas?
Las amas de casa tradicionales han estado trabajando por cuenta ajena sin salir de su vivienda. Han atendido las mismas funciones que las actuales empleadas del hogar. Lo han hecho denodadamente, sin reparar en horarios ni en incomodidades. Han servido a sus maridos o parejas, a sus hijos en caso de haberlos, a sus padres en caso de acogerlos, a parientes en tránsito o descolocados… han estado realizando un trabajo muchas veces ingrato y poco reconocido sin tener la posibilidad de recibir alguna compensación en caso de enfermedad o accidente. Cuando la edad impone su ley y las tareas domésticas se van haciendo cada vez más duras hasta llegar a ser imposibles, estas señoras-criadas se tropiezan con un desamparo definitivo, al albur de lo que los maridos, o sus parejas –en algunas ocasiones los hijos o los parientes – puedan proporcionarles.
Si hemos asistido y aceptado el cambio social que ha facilitado a la mujer salir de su encierro doméstico para obtener ventajas laborales a la hora de la jubilación, convendría ir articulando un sistema de protección social y de pensiones para las señoras que han dedicado su vida al trabajo doméstico y que en ocasiones –considérese la cuantía de muchas pensiones de viudedad– alcanzan el final de sus días en condiciones miserables. La ley tiene una obligación con ellas, una asignatura pendiente que debe ser estudiada y aprobada cuanto antes.

Francisco Javier Aguirre


Pederastia y celibaro



Disonancias, 5.

PEDERASTIA Y CELIBATO.

La reciente toma de postura de la Iglesia católica, apostólica y romana sobre la pederastia ejercida por individuos del clero y de las órdenes religiosas bajo su jurisdicción, comienza a ser un alivio. Es cierto que no todos los pederastas están vinculados a la Iglesia, como tampoco todos los curas, frailes y monjas son pederastas, pero cuando este abuso lo ejercen personas con el voto de castidad que supone el celibato, la situación parece complicarse. No sólo están cometiendo un delito que atenta contra los derechos humanos, sino que están incumpliendo un compromiso sagrado que adquirieron libremente siendo adultos. La gravedad del caso es mayor por esta razón.
Ignoro si en otras confesiones religiosas cuyos clérigos, personas consagradas o similares no están sujetos al voto de castidad –como ocurre entre los protestantes o los anglicanos– se dan proporcionalmente los mismos casos de pederastia. Una deducción lógica dice que no; de hecho, los medios de comunicación no trasladan noticias que tengan que ver con jerarquías o individuos que incurran en este delito y profesen un cristianismo no católico, o una religión que no imponga a sus ministros o miembros consagrados el celibato.
Voy a permitirme una cita personal: próximamente voy a publicar una novela titulada ‘Desertores de Dios’, que se desarrolla en el interior de un convento durante la segunda mitad del siglo XX. En ella se alude al tema de la pederastia dentro de los conventos e internados de frailes, aunque no sea el eje central de la trama. Hace muy pocos días envié información de este libro a un colega de la adolescencia, incluyéndole un párrafo relativo a uno de los sacerdotes que ambos conocimos en un noviciado religioso. Eran los años 60 del pasado siglo, pero pudieran haber sido los 50, los 70, o cualquiera otra década. El amigo me respondió de una manera contundente, incorporando al párrafo que yo le había enviado la palabra ‘pederasta’ como calificativo de dicho sacerdote. Fuera de texto, me confesó que el implicado ya le había hecho víctima de abusos sexuales siendo monaguillo, a sus 10 años, y continuó con esa marcha en fechas posteriores.
 Personalmente no puedo decir nada del aludido, bajo cuya jurisdicción estuve teniendo 15 años, no antes. Pero en el libro al que me refiero sí hago referencia, con nombre supuesto, a otro fraile del que me constan los abusos en este sentido. Tanto el uno como el otro han fallecido ya, pero si rastreáramos a fondo la memoria de tantos hombres y mujeres como pasamos por internados y seminarios religiosos en la segunda mitad del siglo XX, nos encontraríamos con numerosos testimonios acusatorios. En la mayoría de los casos se han mantenido en silencio porque no había un camino fácil para la denuncia, e incluso significaba un desdoro para la víctima.
Volviendo al tema en su formulación general, tal vez fuera ya la hora de que la jerarquía de la Iglesia católica, apostólica y romana se planteara la no obligatoriedad del celibato para los sacerdotes ni la del voto de castidad para quienes desean llevar una vida profundamente religiosa. El sexo puede ser una frivolidad, una locura o algo sublime, según se ejerza. Admito que esa renuncia pueda tener sentido para ciertas personas en su búsqueda de la trascendencia espiritual, pero en cualquier caso debe plantearse como una opción voluntaria, no discriminatoria, y compatible con el desarrollo profundo de una vida religiosa en su sentido más amplio. Es fácil que, a pesar del avance del laicismo en los tiempos que vivimos, hubiera más personas dedicadas a promover los valores espirituales entre la gente común.

Francisco Javier Aguirre